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Lenin en nuestros días

Una función autor frente a la muralla del Kremlin

Fuentes: Rebelión/A Parte Rei (1)

Foucault preguntaba: ¿qué es un autor? Prolongando la cuestión a lo que sea posiblemente el caso más excepcional de la función autor, nosotros preguntamos: ¿qué es Lenin? Para concluir finalmente que la función autor «Lenin», aunque equívoca, forma parte de esas ficciones necesarias en tanto que posibilita la identificación imaginaria y, por tanto, la producción de subjetividad. Sin embargo, la libérrima proliferación de identificaciones imaginarias no es más que una forma ideológica de justificación del capitalismo avanzado y sus formas parlamentarias-liberales de organización política. ¿Cuál ha de ser el criterio que «en última instancia» determine nuestra subjetivación? La respuesta está en Lenin: poner de nuevo sobre la mesa la lucha de clases como brecha constitutiva del modo de producción capitalista.

…deja tus prejuicios, sé hombre, sé humano, sin llanto y sin esperanza. [2]

 

…la función autor está vinculada al sistema jurídico e institucional que rodea, determina y articula el universo de los discursos; no se ejerce uniformemente y del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas y en todas las formas de civilización; no se define por la atribución espontánea de un discurso a su productor, sino por una serie de operaciones específicas y complejas; no remite pura y simplemente a un individuo real, puede dar lugar simultáneamente a varios ego, a varias posiciones-sujeto que clases diferentes de individuos pueden ocupar. [3]

 

1. El cuerpo de Lenin

No en vano, Lenin es un autor incómodo. Qué decir al respecto: no es tan sencillo como estudiarlo sin más, ante Lenin se es inevitablemente (y esto es quizás lo más insoportable para muchos) leninista: hay que tomar partido. Pero es que la propia toma de partido frente a Lenin es de por sí incómoda, tensa, apasionada a menudo; las mismas trincheras son difíciles de soportar: de un lado, están en extraña compañía desde los socialdemócratas liberales y las almas bellas de cierto «izquierdismo» hasta los elementos más reaccionarios de la extrema derecha; de otro, quedan las tinieblas de la Unión Soviética, el culto a la personalidad, y el estalinismo con todos sus infames imitadores.

¿Pero qué hace que, frente a la presencia de un Freud o incluso de un Marx en los manuales de Filosofía de los cursos de Bachillerato, Lenin siga siendo incómodo, silenciado y excluido? ¿Qué es lo que convierte a Lenin en una subjetividad controvertida o incluso peligrosa?

¿Acaso el problema con Lenin se basa en que su obra prefigure el estalinismo? Evidentemente, no. Ya se han escrito incontables volúmenes en defensa de Lenin, del buen Lenin, del revolucionario entregado a una noble causa posteriormente traicionada; casi tantos como los que se han dedicado exactamente a lo contrario, a rebuscar implícitos fundamentos del Gulag en su teoría, y sobre todo en sus actos -porque, al parecer, resulta cómodo evitar el estudio de una obra, teórica o literaria, tomando el atajo de la biografía. Pero en medio de esta escaramuza entre partidarios y detractores, lo único que queda claro es que como en las bizantinas disertaciones sobre el sexo de los ángeles, el problema está en otra parte; por eso lo interesante y productivo estaría en estudiar no tanto los distintos posicionamientos, como el modo en que el planteamiento de la propia problemática condiciona ya un determinado campo de respuestas y regula cualquier antagonismo -sometiéndolos dentro de los límites de un determinado conjunto de presupuestos protegidos de toda violencia teórica.

El mencionado biografismo es el proceder ya habitual de ciertos historiadores que tras el deshielo, fundándose en documentos soviéticos desclasificados, se complacen en describirnos a un Lenin un tanto neurótico que al parecer (no recuerdo dónde he leído esto, ni me importa su exactitud) afilaba cuidadosamente sus lápices o se paseaba de noche por el Kremlin apagando las luces que otros camaradas se dejaban encendidas. Y aunque probablemente el público se solidarice con la imagen -pues hay ciertas desmitificaciones oficializadas, frente a otras aún rigurosamente prohibidas- e incluso simpatice con este Lenin «humanizado», lo cierto es que se trata simétricamente, inversamente, del mismo procedimiento de la propaganda estalinista, que nos ofreciera esa tópica imagen del conspirador implacable y del revolucionario completo. Como dice Žižek acerca del estalinismo, «en su universo simbólico, el cuerpo del líder no es sólo un cuerpo común transitorio, sino un cuerpo redoblado en sí mismo, un envoltorio de la Cosa sublime» [4] .

Y es que, sea para desmitificarlo o denigrarlo, sea para exaltarlo, el método es el mismo: el cuerpo del comunista, el autor como un determinado sustrato subjetivo del que emana la revolución. Y dependiendo de nuestras propias posiciones al respecto, así es como iremos juzgando al hombre y su cuerpo. Porque en el fondo, es una cuestión de política. Si en Rusia se empiezan a plantear qué hacer con la momia de Lenin, no es porque se haya superado el fetichismo de lo que Foucault daba en llamar (con plausible distanciamiento) la «función autor», es más bien todo lo contrario: enterrar el cuerpo de Lenin se presenta como la última tarea que aún queda para enterrar definitivamente su producción teórico-política. ¿Por qué si no a nadie se le ocurre deshacerse de las momias de los papas en el Vaticano? Porque hay cuerpos y cuerpos, hay cuerpos oficiales y cuerpos prohibidos, y en el fondo es la cuestión de que hay ciertos productos y ciertas prácticas sociales que hay que exaltar o que eliminar. Y es que aún hoy, cuando en nuestro imaginario impera la apocalíptica fantasía del individuo como un engranaje más de una maquinaria inhumana, sobrevive un fetichismo del sujeto que considera esa misma subjetividad como factor suficiente para explicar los productos sociales. Posiblemente tenga esto que ver con cierta complacencia hermenéutica (y un tanto platonizante), que postula que en todo producto social, sea una obra política o sea un texto, hay una intención verdadera, que es la intención de su autor -se trate de un autor individual, o bien se trate de un autor colectivo en la forma de un estamento, una clase o un grupo de cualquier tipo. Por tanto, no hay que ir a la obra sino que bastaría con ver lo que el autor nos «quiere decir», cuáles son sus móviles patológicos. Así, la filosofía deja de tener por objeto los textos y busca «lo real» del cuerpo mismo para convertirse en una patología, en un estudio del cuerpo y sus emanaciones (y desórdenes), y en segundo término en una psicopatología. Desde una mirada retrospectiva a su historia, parece apreciable una metonimia significativa, por la cual los filósofos en su práctica forense han pasado casi imperceptiblemente del foro a la autopsia. La filosofía misma, aparente producto de la libre comunicación de las ideas en el foro ateniense, se revela ya en los textos de Platón como el filosofar de un maestro al que hay que conocer y diseccionar: desde la descripción de su cuerpo achacoso y de su vida familiar, al espeluznante cuadro de su muerte en el Fedón.

Y es así que mientras juzgamos al autor Lenin, a la momia frente a la muralla del Kremlin, mientras nos encallamos en la eterna disputa dentro de los límites de esta función autor -Lenin quería decir esto o lo otro, Lenin quería implantar tal modelo de Estado o tal otro-, los textos siguen ahí cerrados, dormidos en sus viejas ediciones soviéticas.

Porque este es el tema en torno al cual orbita nuestra presente pesquisa: la ilegitimidad del gesto de ignorar los textos (de ignorar la escritura) y dirigirse «a los hechos», a examinar «al propio Lenin» en tanto que agente de una determinada colección de prácticas sociales y a acotarlo de una determinada manera, como sustrato sustancial del que emanarían unas determinadas prácticas -políticas, teóricas, revolucionarias, marxistas. [5]

Y está bien, nadie niega que todo texto tenga un autor… generalmente -esta hipótesis interpretativa-hermenéutica sería más que cuestionable en los casos de múltiple autoría, de plagio, etcétera… o en ciertos textos como serían un anuncio o un titular periodístico. Pero juzguemos una práctica social (teórica) en concreto: ¿quién escribe esas monumentales Obras completas? En la portada, figura un cierto nombre: «Lenin». Ahora bien, ¿es Lenin quien produce esos textos, o es la historia de una determinada formación social? La decisión por tanto es esta: Lenin como substancia o Lenin como nombre en clave para una serie de circunstancias, para una determinada posición en el ajedrez de la historia. Evidentemente, hay (junto a la del nombre en la portada) otra trampa que nos predispone: los prólogos. Nos topamos con un libro del tal Lenin, y lo primero que surge al abrirlo es un prólogo, sea el de la editorial Progreso, sea el de un editor occidental que más o menos se justifique y busque proporcionarnos razones por las cuales habríamos de releer a Lenin («¡a estas alturas!»). Pero no es fortuito que los prólogos se sitúen al principio de la obra… desde el momento en que como bien sabemos, siempre se escriben después. Y se escriben después de haber llevado a cabo una determinada lectura, entre todas las posibles. Pero ¿qué se le puede pasar a alguien por la cabeza a la hora de recopilar un conjunto de textos o unas obras completas, o a la hora de prologarlos? Está claro que tratará de referirse a la unidad misma de esas obras dentro de un sistema determinado. Ahora bien: todo lector poco precavido se verá condicionado por el modo en que se le presente esa unidad. ¿La unidad de un determinado tiempo? Y en tal caso, ¿cómo decidiremos los acontecimientos históricos relevantes para entender la obra? ¿La unidad de un determinado conjunto de textos afines, en los que la obra del autor en cuestión debe ser inscrita? ¿O la unidad del cuerpo de ese mismo autor? Este último es ciertamente el recurso más socorrido. Y es lo que condiciona también la recopilación: ¿qué incluiremos en unas obras completas? Si nos regimos por la función autor, habremos de buscar los textos que reconstruyan a éste, habremos de recopilar todas y cada una de sus palabras, insertando resúmenes o notas de prensa de discursos que se hayan perdido, notificando qué textos no han sido encontrados… Pero de ese modo, no habrá ningún punto en que detenernos [6] . No hay más que ver los Cuadernos filosóficos, donde se incluyen no sólo los geniales resúmenes que Lenin llevó a cabo sobre una serie de obras de filosofía (especialmente sobre la Lógica de Hegel), sino incluso las notas apresuradas que tomaba al margen de sus libros con comentarios del tipo de «¡cierto!», o «inexacto», o «¡tontería!»… Es así que la «función autor», superstición de la que todos somos víctimas, justifica una determinada recopilación frente a otra, y en el caso soviético una recopilación por cierto que obsesiva -víctima de una verdad ya temida y sospechada, pero no siempre reconocida: la indeterminación de los límites que permiten distinguir el sujeto del objeto, el elemento abstracto de la estructura concreta en la que se encuentra inserto; la indeterminación de los límites «reales» del cuerpo.

Obviamente, podemos optar por emprender una lectura sistemática de un autor, para lo cual esas anotaciones pueden sernos útiles. Pero es que el problema ante el cual hemos de tomar una posición es justamente el de si leemos a un autor o leemos una serie de textos por sí mismos, encadenando lecturas y así leyendo quizás a tal o cual «autor», pero ello sólo fortuitamente, dentro de una práctica más global de la lectura, por la cual trascendemos todas las fronteras de la autoría. Si la historia es un «proceso sin Sujeto ni Fin(es)» [7] , la práctica de la lectura consiste en llevar a cabo una serie de acotaciones, trazar, como decía Lenin, líneas de demarcación, en todo este enorme proceso -en este «mar de actos opuestos» [8] .

Pero de lo dicho puede quedar implícito también que la función autor sería como un instrumento, una marca igual que Coca-Cola o «Made in China». Habitualmente tomamos al autor como una especie de sello de garantía: el nombre Lenin sería garantía de que en tal libro vamos a encontrar una serie de contenidos -de este modo, podremos clasificarlos y regularlos: «el autor es (…) la figura ideológica mediante la que se conjura la proliferación del sentido» [9] . Porque es justamente esta atribución la que posibilita unos determinados prejuicios en torno al texto: leer o no leer según conozcamos o no al autor y según la idea que tengamos de él; leer de determinada manera previendo que hallaremos en el texto lo que conocemos ya como la intención del autor. Así, esperamos encontrar en Lenin una teoría sobre la toma del poder y la dictadura del proletariado como transición al comunismo, y en Sade un catálogo de las perversiones como ecuación de sexo y muerte. Tenemos también que Spinoza es un monista idealista y que Sartre es un existencialista. ¿Pero en serio la cosa está tan clara?

Hay un ejemplo irresistible en la función autor llamada Nietzsche: se supone, para tormento de los nietzscheanos, que ese sujeto que parece ser la referencia de tal nombre debería corresponderse completamente con todo lo que acerca de sí mismo dice en sus textos -Nietzsche no miente ni se equivoca, Nietzsche no tiene nunca un mal día: su palabra reproduce la realidad armoniosamente aun cuando se trate de la realidad de su propia subjetividad. Es esta superstición la que motiva la desesperada pregunta: ¿quién ha «comprendido» a Nietzsche lo suficiente como para concluir su disección intelectual, como para reconstruir el sujeto-Nietzsche tras de las referencias autobiográficas de sus textos? Ahora bien, la cuestión está precisamente en el torpe concepto de «comprensión», en ver si realmente se puede «comprender» por ejemplo a Nietzsche como un todo, si se puede o incluso si se debe conciliar todas las contradicciones internas de su obra y si es cierto que se puede atribuir un sentido unitario concreto que permitiese reconstruir exactamente lo que Nietzsche pensaba. Porque quién sabe acaso si pensaba, y lo que es más, a quién le importa.

Ya el propio Nietzsche, que se sitúa en el cuestionamiento de la primacía originaria de la intencionalidad consciente, rechaza expresamente la estructura sujeto-predicado como una «fórmula de nuestro hábito gramatical (que a un acto pone un autor) que, si se piensa, tiene que haber algo «que piensa»» [10] . Crítica nietzscheana al cogito justo en su línea de flotación (al cuestionar toda autoría), y en general a la subjetividad como concepto que hemos confundido con la realidad; lo que nos lleva directamente al tema del sujeto en Derrida y su crítica a la metafísica de la presencia: por ejemplo cuando señala que el sujeto hablante (como ya anticipase Saussure) es una función de la lengua, está él mismo constituido por el sistema de las diferencias -pero no existe un para-sí silencioso, una autoconciencia o una presencia ante sí mismo, previa al habla [11] . En otras palabras, el sujeto no preexiste a su ubicación semiótica, sino que es un elemento que tiene sentido sólo a partir de esa misma red de significaciones.

Por otra parte, en torno al problema de «comprender» a Nietzsche o «comprender» a Lenin, se advierte por qué el psicoanálisis ha despertado tantos resentimientos: porque también muestra (entre otras cosas, y a quien quiera entenderlo) el modo en que el sujeto excede el yo (el moi lacaniano), la imagen unitaria, el foco de identificaciones imaginarias. Y es que la función autor es justamente eso, una imagen que hacemos corresponder con una serie de prácticas en lo Real.

Pero justamente es en esa medida en que la función autor revela toda su productividad social: esta categoría ideológica o imaginaria tiene que ver con las categorías del sujeto y del yo. Y es que el yo, que no es otra cosa que un cruce de identificaciones imaginarias, se topa constantemente con alteridades más o menos ficticias que en su falsa completud animan a un proceso de identificación [12] : sea la completud ficticia de ese con el que nos enfrentamos cada mañana frente al espejo, o sea la completud de un retrato de Lenin.

Porque es difícil no caer en las redes de la falsa completud del sujeto Lenin, a quien se ha descrito a menudo en términos de una potente subjetividad. Sin embargo, y valga casi como una vulgar moraleja, siempre tendremos una imagen completa y sólida de un autor como Lenin, pero de nuestro propio trabajo (y de nuestras propias condiciones sociales) dependerá que esa imagen sea producto de una recepción pasiva de cualquier tipo de propaganda provenga de donde provenga, o de una construcción más compleja que exigirá una actitud activa y productiva por nuestra parte [13] . Para esa construcción, los datos más fiables son justamente los textos: en ellos tenemos todas las herramientas que necesitamos para construir una subjetividad leninista en todo su esplendor. Y textos que nos remiten a una determinada práctica de la filosofía, a un determinado modo de encarar la textualidad.

Si bien la función autor parece aún hoy inevitable y necesaria (aunque no lo sea), no es menos cierto que al menos queda en nuestras manos la posibilidad de intervenir en apoyo de una determinada producción del autor. Precisamente por eso hay que re-leer a Lenin, retornar a Lenin: para ir más allá de las evidencias oficiales, más allá de las biografías y los anecdotarios, de los retratos y los mausoleos. Tal y como él mismo nos enseñó cuando se enfrentó primero a los patriarcas de la II Internacional y luego a la línea de su propio partido a la hora de defender casi en solitario la toma del poder del Estado (y más globalmente, cuando emprendió su lectura directa de los textos de Marx, su propio retorno a Marx), la ortodoxia no es más que una cierta toma de partido teórica: olvido interesado del estalinismo, que restauró la fantasía hermenéutica de una (imposible) ortodoxia leninista.

Esta toma de partido en la producción del autor es una tarea fundamental, una tarea eminentemente política que tiene que ver con la producción ideológica de subjetividad. ¿Se trata acaso de luchar por la verdadera «esencia» (ideológica) de Lenin? En realidad se trata de asumir que Lenin está muerto. Y, de un modo similar a como ya lo plantea, por ejemplo, el mismo Žižek [14] (aunque sus conclusiones, como la reducción de Lenin a un significante de pura subversión, no sean del todo satisfactorias más que como momentos puntuales de un proyecto más ambicioso), se trata por tanto de que no tenemos que reivindicar la palabra profética del maestro: en cambio, tenemos que reivindicar una lectura que no tiene que ver con ninguna otra lectura precedente, sino con la lectura que aún no ha tenido lugar porque es nuestra lectura -llevada a cabo a partir de nuevos «medios de producción» teóricos, de nuevas prácticas discursivas. Se impone leer a Lenin y producir un nuevo discurso en torno a su figura, no para imponer una imagen dogmática, sea el dogma de su infalibilidad, o sea el también dogma de su falibilidad, sino al cabo para fabricar una imagen leniniana en torno a la cual podríamos producir nuestras propias subjetividades. Esta maleabilidad del material leninista explicaría posiblemente el gran peligro de Lenin que le ha ganado el silencio de los académicos: su capacidad camaleónica para producir subversión dentro de cualquiera de las formas que tome el capitalismo -y en general el estatismo, inclusive el estatismo socialista. Capacidad camaleónica que deriva de ese plus imaginario (ideológico) que tenemos que buscar en la teoría leninista: en efecto, en los textos atribuidos a ese tal «Lenin» hay una tarea efectiva de teoría y de práctica revolucionarias, pero también hay la evocación de una forma de subjetividad que va más allá del propio texto y que se nos presenta como material para convertirnos nosotros mismos en otros «autores», en otros agentes de subversión. Y justamente porque ese Lenin es un material, sólo puede concretarse en manos de una movilización política productiva: ser leninistas no puede estar disociado de un largo, permanente proceso de lectura que produzca al propio Lenin.

 

2. Lenin, teoría y producción del sujeto

No nos basta con vanas proclamas de transformación social o teórica (de ello ya tenemos demasiado); de hecho, nos vemos obligados ahora mismo a poner en práctica en cierto modo nuestra propuesta de relectura.

Porque atendiendo a lo expuesto, alguien podría objetar: «¿Lo que se está aquí diciendo sobre Lenin, la reformulación a la que aquí apelamos, no sería incompatible con el núcleo teórico del leninismo?» «¿Acaso la filosofía leninista no profundiza en la tendencia marxista a la búsqueda de las «infraestructuras» y por tanto de los trasfondos materiales que determinan el pensamiento (con lo que habría un único trasfondo material del leninismo, que sería el de la práctica social de Lenin, o en todo caso de un sujeto colectivo como «la clase obrera»)?» Son ciertamente preguntas -más o menos falsamente ingenuas, más o menos ignorantes- que se pueden hacer, del mismo modo que se podría hacer una crítica más global como la siguiente: «Lo que aquí se propone en torno a la función autor puede ser muy plausible, y puede seguirse perfectamente de la lectura de Foucault, de Derrida, de Lacan, o incluso de Nietzsche… pero ¿de Lenin? ¿No nos estaríamos limitando a encajar a Lenin como un elemento dentro del discurso de estos autores, pero sin entrar en él, sin encarar una puesta en paralelo de tales discursos con el discurso leninista?». Si fuese cierta aquella interpretación (economicista) del marxismo como una búsqueda de las «infraestructuras» como único factor determinante, entonces la teoría de Lenin sería absolutamente incompatible con la línea que aquí hemos venido siguiendo, inspirada en autores llamados «estructuralistas» que, según también el tópico, postularían una combinatoria semiótica, sin centro y por tanto sin «infraestructura».

Pero lo cierto es que en Lenin no hay un determinismo economicista. Lenin, como Marx, no apela a la política de la clase obrera como tal (como «pueblo elegido», analogía en la que se suele deleitar cierto tipo de historiador de la filosofía): ésta es un objeto teórico, un concepto que Marx define en El capital -y como tal concepto, es un instrumento para entender un espacio determinado de la realidad. Así, Lenin no hace reposar las demandas proletarias en ninguna realidad esencializada, en este caso la clase, de la que emanaría una conciencia verdadera: el discurso leninista no hace su llamado tanto a la clase obrera, sino más bien al proletariado entendido como posición de clase subjetiva [15] -como identidad o como identificación imaginaria. Por tanto, como una posición de clase que cualquiera, con un mínimo de educación y reflexión, podría asumir como suya [16] .

Esta centralidad, en la política de Lenin, de la subjetividad proletaria conlleva que el capitalista no sea definido en los mismos términos de subjetividad, sino como mera negación del sujeto proletario. El proletariado no define ni proyecta su otro, sino que se ordena a sí mismo autónomamente justo por su oposición absoluta a la alteridad inasimilable del explotador capitalista. Todo lo contrario de la producción de subjetividades casi obsesiva en la ideología burguesa: el burgués produce su «afuera», ordena, clasifica -el loco en el hospital psiquiátrico, el niño en la escuela, el obrero en la cadena de montaje o en los barrios del extrarradio. No obstante (¡destino trágico de la burguesía!), ella también es víctima de esa ideología, de esa producción de subjetividad -porque los Aparatos Ideológicos de Estado no son un aparato unitario vinculado orgánicamente a la clase dominante.

Frente a esto, en el discurso proletario de Lenin, el capitalista o bien existe como concepto (como el propietario de los medios de producción) o bien existe, desde la exterioridad lejana de tal o cual personaje, de tal o cual político al que ataca o del que se burla, como un otro irreconciliable del nosotros proletario. El sectarismo del discurso leniniano, que puede parecer incómodo al lector conformista, no es más que la toma de partido por un determinado oyente, por un determinado receptor para y por el cual se constituye como discurso -y además, un discurso performativo, que produce a su propio oyente.

La visión externa, desenfocada, del capitalista es consecuencia necesaria de la toma de partido por una identificación interna con la subjetividad proletaria, que justamente hay que construir como una subjetividad autónoma, independiente de los elementos ideológicos que componen el imaginario burgués. Pero no se trata de negar la subjetividad del enemigo para, según la lógica del homo sacer poder destruirlo impunemente. Ni mucho menos: la subjetividad proletaria sigue abierta para todos los que deseen integrarse en la lucha por la abolición de la sociedad de clases; más bien, se trata de nuevo del imprescindible sectarismo leninista: hacer un llamamiento a la conciliación, proponer un mensaje de paz universal sin ningún afuera [17] , sin conflicto -es así cómo los discursos de paz y de integración se convierten en discursos-Estado, que buscan aplacar las contradicciones de clase bajo la hegemonía de la clase dominante. Introducir la subjetividad burguesa excluiría la toma de partido por la subjetividad proletaria: si se intenta conciliar a ambas, se está participando sin más en la hegemonización de la clase dominante.

El sectarismo leninista es el único antídoto eficaz contra el moralismo pseudo-marxista y contra el humanismo. Frente a estas posiciones de justificación moral, que en el fondo no son sino un llamado al consenso entre los arquetipos del «obrero explotado» y el «capitalista piadoso», frente a estas posiciones que además presuponen que los teóricos del marxismo no son sino burgeses o pequeñoburgeses (posición sostenida por cierto, imprudentemente, por el propio Lenin [18] ) que toman un partido moral por otra clase que no es la suya, frente a todo esto, el sectarismo obrero subraya el carácter de clase de las demandas obreras y de su propia teoría [19] . Este sectarismo es posible en la medida en que la clase social, como categoría económica, no determina unilateralmente la «conciencia de clase» (ideológica), la identificación imaginaria con una clase en cuestión. Marx o Engels, como Lenin hizo notar correctamente, no eran obreros (esto es elemental); pero sí que eran, tanto como lo era el mismo Lenin, sujetos propiamente proletarios. Entendiendo así la distinción entre la noción teórica y económica de clase, y la ideología que la sobredetermina, el cuerpo de saberes proletarios no constituye ningún gracioso don por parte de un sector honrado y moral de la clase dominante, sino que se constituye en tanto conjunto de teorías, de tácticas, de prácticas políticas… generadas en el seno del mismo movimiento obrero, como mutua cooperación de las voluntades en torno a unos mismos intereses de clase, los intereses de la clase por la cual han tomado partido y a cuya pertenencia, imaginariamente, se adscriben.

La categoría leninista de sujeto proletario está definitivamente desvinculada del cuerpo, del fetichismo de la «función autor» (se trate de la clase obrera como autor colectivo, o se trate del líder revolucionario como su vanguardia consciente). La clase no es un cuerpo, no es una adscripción esencializada y, por decirlo en la terminología de Althusser, tampoco es un concreto-real sino un concreto-de-pensamiento. Por supuesto, un concreto-de-pensamiento que hay que pensar y que sirve de guía para nuestra práctica social; pero no una realidad, ni tampoco una subjetividad (ideológica), cerrada u opresiva [20] . El sujeto leninista (o proletario) no se solapa simétricamente con la clase obrera, y se puede ser leninista sin «proceder» de dicha clase -esto por cierto bastaría para denunciar la brutalidad del auténtico esencialismo metafísico que regulaba las purgas estalinistas: uno era enemigo del pueblo en tanto que sus padres fuesen enemigos del pueblo, o en tanto hubiese ocultado sus orígenes kulaks.

Y justamente así es como el sujeto leninista (desde nuestra posición actual como lectores de Lenin), o el sujeto proletario (desde la posición del propio Lenin), no preexiste en el mundo de las ideas, ni en ningún otro. No preexiste en ningún lado, sino que se produce con una autonomía relativa y como un producto ideológico -también vale decir imaginario-, como una de esas ficciones necesarias de las que hablaran Nietzsche o Spinoza. Y es justamente en esa medida en que el sujeto leninista no está (ni puede estar) nunca acabado ni definido: el propio Lenin se muestra y se borra a sí mismo -apelando a la creatividad proletaria y a la producción de nuevas formas de subjetividad (individual o colectiva).

Este es el enigma que la esfinge nos plantea ante la momia de un faraón comunista: momia encerrada (pero no enterrada, no aún) en una pirámide silenciosa frente al Kremlin; como la A de différance, una marca de la imposible presencia de un significado para el jeroglífico leninista -que nos recuerda cómo Hegel sentenciaba que los enigmas de los egipcios eran un enigma para los propios egipcios.

 

Epílogo: lo Real en la lucha de clases

Queda aún dar cuenta de una posible incertidumbre. ¿Hay que leer entonces el leninismo según la lógica «postmoderna» de la ausencia de identidades fijas, de la capacidad de «reinventarnos» (que no es sino una forma ideológica, complementaria de las condiciones actuales de precarización y temporalidad laboral en el capitalismo «global»)? Sin embargo, ¿y si la celebración de la inexistencia de toda «esencia» subjetiva individual, parte del error del «individualismo metodológico», de presuponer que, gnoseológicamente al menos, la parte (como el Origen) es previa a la totalidad? [21] No es que la lógica «postmoderna» dé una falsa explicación de la realidad individual, sino que mediante un juego de manos nos escamotea el verdadero objeto al que se refiere: mientras que dice hablar del individuo, realmente habla del modo de producción capitalista -su celebración del individuo liberal emancipado de determinaciones fijas, no es sino celebración de la hegemonía del capitalismo global y de la progresiva devaluación de la fuerza de trabajo [22] . Como resuelve Marx en su «Introducción» a la Contribución a la crítica de la economía política, no hay que confundir el concreto(-de-pensamiento), que es siempre complejo y resultante de un saber acumulado, con lo simple, que no es sino un elemento producido dentro de la propia totalidad compleja y estructurada [23] . Que el individuo sea un concreto-de-pensamiento, no excluye la complejidad de procesos históricos que fundamentan la propia pensabilidad del «individuo» humano como un cierto sistema biológico o un determinado elemento social. Que sea concreto (como objeto intelectual) no significa que sea simple, elemental, originario, dado ya eternamente tal como se nos ha ofrecido por fin transparentemente a nosotros, cumbre de la civilización.

Y si bien es cierto que las identificaciones imaginarias, ideológicas, constituyen una esfera que opera con una relativa autonomía respecto de las determinaciones económicas «en última instancia», la determinación en última instancia no está compuesta por las clases como unidades simples y cerradas, como formas intemporales (ni por la pertenencia del individuo a una clase); la fundamental determinación en última instancia, previa a las clases, es la propiedad privada de los medios de producción.

Si nos remitimos a Lacan, ¿no es evidente la dualidad intrínseca en su noción de Real? Lo Real es el «resto», fuera de lo Imaginario y de lo Simbólico; aquello que conozco sólo como fuente de regularidades -Real es lo que retorna: sean los astros, que vuelven siempre a su lugar, o sea la pulsión. Sin embargo, lo Real es también la ruptura de la «realidad»; aquello que, como el monstruo de Lovecraft, se muestra sólo como brecha, como vacío informe e indefinido, que escapa a todas nuestras categorías [24] . La propiedad privada de los medios de producción encarna esa primera modalidad de Real del capitalismo (o mejor dicho, encarna la conceptualización de ese Real, que sostenemos a partir de una serie de regularidades); ahora bien, hay un segundo Real del modo de producción capitalista, su forma traumática, que no es otra cosa que el antagonismo social correspondiente a esa propiedad privada de los medios de producción. Este antagonismo social horroroso e innombrable, es la lucha de clases. Cada vez más, el capitalismo se nos muestra de este segundo modo, como un monstruo inefable, imposible de simbolizar directamente; ¿el oscurantismo teórico imperante en la Izquierda actual (y en las variantes mediocres de «progresismo»), no tiene que ver acaso con esta imposibilidad de hacer frente a las condiciones reales de existencia, que toman la forma de un antagonismo social traumático?

Por eso la identificación imaginaria, ideológica, no depende de una sustancia corporal (de lo que «realmente» soy, o en otras palabras, de lo que la divulgación pseudo-científica de la biología, de la neurociencia, o peor aún de ideologías como la psicología, me dice que soy), ni de una clase-esencia, sino de la totalidad compleja y estructurada que compone una formación social bajo el modo de producción capitalista. Decir que la «conciencia de clase» no es sino la «representación» de una relación imaginaria con las condiciones reales de existencia, y que la clase (objeto teórico) es un objeto simple producido por la totalidad, no es más que dar cuenta de una verdad elemental: que el modo de producción capitalista, cuya descripción primaria despliega Marx en El capital, es previo a la existencia de las clases -previo en el tiempo lógico, que es el que desarrolla Marx, pero previo también en el tiempo ontológico: el desarrollo del modo de producción capitalista es acompañado, en segundo término, por el desarrollo, con altibajos, de (esa configuración social conceptualizada como) la clase obrera, de sus formas ideológicas de identificación, y de sus formas políticas de organización. [25]

Sin embargo, este desarrollo está hoy estancado; ¿y si el obstáculo para la organización de la clase es un obstáculo ideológico idealista [26] ? Este obstáculo en primer lugar asimila el Real del modo de producción capitalista como propiedad privada de los medios de producción, integrándolo en la consabida ideología idealista de la libertad individual -que, como se sabe, siempre ha sido la libertad del obrero libre para arrendar, en un contrato individual con el capitalista, su propia fuerza de trabajo. Pero en segundo lugar, este obstáculo es una renegación del Real propiamente traumático, y por eso mismo inasimilable, del modo de producción capitalista: la lucha de clases. La propiedad privada de los medios de producción no es un problema, se la puede justificar por medio de la ideología ambiente (libertad, igualdad… y por supuesto Bentham); sin embargo, la lucha de clases, el modo de brecha y de antagonismo social en que esta propiedad privada se concreta, es insalvable. No se puede salvar la brecha de la lucha de clases, porque la propia lucha de clases es esa brecha -la completa imposibilidad de conciliar los intereses de clase antagónicos- en el modo de producción capitalista.

Por eso, la respuesta es Lenin. Frente a la denegación fascista que encuentra dentro el enemigo que corrompe nuestras buenas comunidades, frente a la denegación liberal que encuentra el peligro en el intolerante que rehúsa integrarse en nuestro sistema de valores y en nuestras «sociedades abiertas», frente a todas estas respuestas, Lenin afirma la lucha de clases; si hay contradicciones en las formaciones sociales capitalistas, no es por el vicio ni la degeneración moral, no es por el fundamentalismo ni por la insuficiente educación cívica: el propio capital es la causa. Él ha de engendrar sus sepultureros.

* * *

Al cabo de este humilde trayecto, plagado de incertidumbres, vuelvo la mirada para encararme con el cuerpo de Lenin y me topo aún, pese a todas mis racionalizaciones, con un resto (Real) inaceptable. En efecto, el macabro espectáculo expuesto en un mausoleo en la Plaza Roja ¿no da cuenta de un punto de exceso inasimilable en nuestro universo simbólico (como un siniestro «retorno de lo reprimido»)? ¿Por qué, pese a la admiración que todo izquierdista honrado debería sentir por Lenin, aún nos inquieta tanto ese exceso aludido por su cadáver? Lo que nos tiene que interesar no es el propio cuerpo (en tanto que objeto imaginario, que se produce), sino el traumatismo que comporta, y que apunta a algo en lo Real. Tal vez lo que tememos es la propia constitución orgánica de Lenin -tal vez, aun cuando asumamos con admiración la imagen de Lenin y precisamente cuando de eso se trata, se nos haga excesivo concebirlo como un organismo real, que lleva a cabo todas las funciones fisiológicas acostumbradas, que defeca, que copula, que respira, que es insuficiente como todo organismo (y que, en conclusión, muere)… Tal vez esa momia proporcione ocasión para la usual inquietud que suscita la invasión inaceptable de lo Real viviente dentro de nuestro universo liberal, correcto y bien educado (sin café, sin alcohol, sin tabaco… sin luchas de clases), con su peculiar culto al cuerpo imaginario, al cuerpo de televisión, y nunca a los traumáticos excesos que fragmentan un cuerpo. Sin embargo, quizá por eso lo Real de los procesos fisiológicos se cruce lo Real a lo que de algún modo hace referencia nuestra toma de partido proletaria. Eso Real, ese plus de vida, sólo lo goza y lo sufre la clase obrera, la pieza viviente inserta en la maquinaria de relaciones materiales que constituyen el modo de producción capitalista (cuyo único plus es su espiral idiota de valorización). Lenin nos recuerda la passion du réel: esa «exaltación de lo real hasta en su horror» [27] ; pasión contrapuesta a nuestro actual rechazo. Tradicionalmente, el imaginario obrero se organiza a través de vínculos sociales, de vínculos «vivos», a través incluso de formas espontáneas y confusas de solidaridad y de simpatía. A su modo, poco feliz y ciego, esa resuelta afirmación proletaria de nuestros móviles patológicos, sin negación, sin represión, que asume precisamente el exceso de las luchas de clases (llegando a veces a la violencia, al sabotaje o incluso al terror) propone aquella ambigua sentencia sadiana con la que encabezábamos este trabajo: sé hombre, sé humano -eso sí, sin llanto y sin esperanza.



[1] Una primera versión de este trabajo ha sido publicada en A Parte Rei nº 50 (marzo 2007), en http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/felip50.pdf.

[2] Sade, «Diálogo entre un sacerdote y un moribundo», en Escritos filosóficos y políticos. Barcelona: Grijalbo, 1975, pp. 42-43.

[3] M. Foucault, «¿Qué es un autor?», en Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, Volumen I. Barcelona: Paidós, 1999, p. 343.

[4] S. Žižek, Porque no saben lo que hacen. Buenos Aires: Paidós, 1998, p. 337.

[5] «…un signo escrito comporta una fuerza de ruptura con su contexto, es decir, el conjunto de las presencias que organizan el momento desde su inscripción. Esta fuerza de ruptura no es un predicado accidental, sino la estructura misma de lo escrito. Si se trata del contexto denominado «real», lo que acabo de adelantar es muy evidente. Forman parte de este pretendido contexto real un cierto «presente» de la inscripción, la presencia del escritor en lo que ha escrito, todo el medio ambiente y el horizonte de su experiencia y sobre todo la intención, el querer decir, que animaría en un momento dado su inscripción. Pertenece al signo el ser lisible con derecho incluso si el momento de su producción se ha perdido irremediablemente e incluso si no sé lo que su pretendido autor-escritor ha querido decir en conciencia y en intención en el momento en que ha escrito, es decir, abandonado a su deriva, esencial. Tratándose ahora del contexto semiótico e interno, la fuerza de ruptura no es menor: a causa de su iterabilidad esencial, siempre podemos tomar un sintagma escrito fuera del encadenamiento en el que está tomado o dado, sin hacerle perder toda posibilidad de «comunicación», precisamente. Podemos, llegado el caso, reconocerle otras inscribiéndolo o injertándolo en otras cadenas.» (J. Derrida, «Firma, acontecimiento, contexto», en Márgenes de la filosofía. Madrid: Cátedra, 2003, p. 358).

[6] «Pero, cuando en el interior de un cuaderno lleno de aforismos, se encuentra una referencia, la indicación de un encuentro o una dirección, una cuenta de lavandería: ¿es obra o no? ¿Y por qué no? Y así hasta el infinito. Entre los millones de huellas dejadas por alguien tras su muerte, ¿cómo puede definirse una obra?» (M. Foucault, Op. Cit., pp. 334-335).

[7] Cf. L. Althusser, «Observación sobre una categoría: «proceso sin Sujeto ni Fin(es)»», en Para una crítica de la práctica teórica. Respuesta a John Lewis. Madrid: Siglo XXI, 1974, pp. 73-81.

[8] V. I. Lenin, «Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo luchan contra los socialdemócratas», en Obras completas, T1. Moscú: Progreso, 1982, p. 165.

[9] M. Foucault, Op. Cit., pp. 350-351.

[10] F. Nietzsche, El nihilismo: escritos póstumos. Barcelona: Península, 2002, p. 98.

[11] J. Derrida, «La différance», en Márgenes de la filosofía, Op. Cit., pp. 50-52.

[12] Cf. J. Lacan, «El estadio del espejo como formador de la función del yo (je) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», en Escritos 1. Madrid: Siglo XXI, 1971; y también «Observación sobre el informe de Daniel Lagache: «Psicoanálisis y estructura de la personalidad»», en Escritos 2.

[13] «Tercer carácter de esta función-autor: No se forma espontáneamente como la atribución de un discurso a un individuo. Es el resultado de una operación compleja que construye un cierto ente de razón que se llama el autor. Sin duda, se intenta dar un estatuto realista a este ente de razón: sería, en el individuo, una instancia «profunda», un poder «creador», un «proyecto», el lugar originario de la escritura. Pero, de hecho, lo que en el individuo es designado como autor (…) no es más que la proyección, en unos términos más o menos psicologizantes, del tratamiento que se impone a los textos, de las comparaciones que se operan, de los rasgos que se establecen como pertinentes, de las continuidades que se admiten, o de las exclusiones que se practican.» (M. Foucault, Op. Cit., pp. 340-341).

[14] Slavoj Žižek, A propósito de Lenin. Buenos Aires: Atuel, 2004, p. 188.

[15] Cf. S. Žižek, Bienvenidos al desierto de lo Real. Madrid: Akal, 2005, pp. 67-68.

[16] Como expone Lenin, en la línea de los más flamantes filósofos ilustrados, en su conocido texto Tareas de las juventudes comunistas.

[17] La particularidad del discurso leniniano radica en que el afuera en que sitúa al burgués es un afuera radical: como hemos dicho, a Lenin no le interesa en absoluto perder el tiempo y comprometer la integridad misma de su teoría formando una imagen del burgués -ello sería incluso peligroso, pues supondría el riesgo de que demasiados trabajadores se identificasen con este modelo ideológico. Pero este afuera radical es una contrapartida honesta frente al afueraadentro constitutivo de toda ideología burguesa: el burgués siempre incluye su afuera -el fuera de la ley, incluido en la prisión; el fuera de la clase burguesa (es decir, el obrero), incluido en el Estado.

[18] Tomo un poco al azar un pasaje ilustrativo en el que esta posición, si no se hace expresa, sí que se encuentra realizada en la práctica: «Allí [en Manchester] Engels no se limitó a permanecer en la oficina de la fábrica, sino que anduvo por los barrios inmundos en los que se albergaban los obreros y comprobó con sus propios ojos la miseria y las calamidades que los azotaban» (V. I. Lenin, «Federico Engels», en K. Marx / F. Engels. Barcelona: Laia, 1974, p. 84). Sin embargo, y frente a esta especie de poética «solidaria», ya en la misma página el mejor Lenin se impone: «Engels fue el primero en afirmar que el proletariado constituye no sólo una clase que sufre, sino que precisamente esta miserable situación económica en que se encuentra lo impulsa inconteniblemente hacia delante y lo obliga a luchar por su emancipación definitiva» (Ibíd.). La cuestión, que en nuestra actualidad está más que nunca a la orden del día, es que el proletariado no se define por la miseria (por su situación económica de hecho), sino que se define justamente por ese movimiento de empuje en la lucha «por su emancipación definitiva». Y, más propiamente, el proletario se define por su identificación con esa lucha, por haberla asumido como propia.

[19] También cae en esta imprudencia el Lenin de Las tres fuentes y las tres partes integrantes del marxismo. En este texto, Lenin asume mecánicamente que las tres grandes corrientes teóricas del siglo XIX (el materialismo del siglo XVIII y la filosofía alemana; la economía clásica británica; el socialismo utópico francés) convergen en la doctrina de Marx. Sin embargo, no es menos cierto que el marxismo bebe de esas fuentes en la medida en que le son útiles para el conocimiento de la realidad que ha de servirle, evidentemente, a sus fines de transformarla. Es, desde este otro punto de vista, que el marxismo en última instancia carece de fuentes: el gran descubrimiento de Marx, sin precedentes en la historia del pensamiento universal, tiene que ver con la lucha de clases: no por haber descubierto su existencia ni su antagonismo, sino por haber constatado su historicidad y la capacidad de que la lucha de clases desemboque en el dominio de clase del proletariado y en la posterior abolición de las clases (véase la carta de Marx a Joseph Weydemeyer del 5 de marzo de 1852). El gran descubrimiento de Marx es la subjetividad proletaria (organizada) como fuerza de ruptura frente al capital.

[20] Las clases no preexisten a la lucha de clases. Por eso, ésta constituye algo así como el Real del modo de producción capitalista, mientras que las clases se producen conceptualmente (en tanto conceptos económicos que, a través de una serie de divisiones, resimbolizan «lo que hay»: sus relaciones de producción) así como ideológicamente -a través del «sentimiento de pertenencia», a través de la certeza imaginaria de que, efectivamente, es así, soy un obrero asalariado.

[21] En el fondo, todo este debate tiene que ver con la oposición entre materialismo e idealismo, tal y como la teorizó, impecablemente, Lenin en Materialismo y empiriocriticismo.

[22] Efectivamente, las formas culturales «postmodernas» son inseparables de la lógica económica impuesta por la última reestructuración capitalista de la fábrica, con su definitiva desestructuración y con la instauración, en nuestras sociedades occidentales «desarrolladas», de la primacía del llamado trabajo inmaterial (que por cierto conduce a una insospechada proletarización del tipo de trabajador a él adscrito). Consúltese al respecto el viejo trabajo de Fredric Jameson, El posmodernismo o la lógica cultural de capitalismo avanzado. Barcelona: Paidós, 2002.

[23] «Lo concreto es concreto por ser la síntesis de muchas definiciones, o sea, la unidad de aspectos múltiples. Aparece por tanto en el pensamiento como proceso de síntesis, como resultado y no punto de partida, aunque es el verdadero punto de partida y también, por consiguiente, el punto de partida de la contemplación y representación» (C. Marx, «Introducción», en Contribución a la crítica de la economía política. Moscú: Progreso, 1989, pp. 196-197). O según comenta Althusser, «La simplicidad no es, por lo tanto, originaria: es, por el contrario, el todo estructurado el que asigna su sentido a la categoría simple, o que, al término de un largo proceso y en condiciones excepcionales, puede producir la existencia económica de ciertas categorías simples» (L. Althusser, «Sobre la dialéctica materialista (de la desigualdad de los orígenes)», en La revolución teórica de Marx. Méjico: Siglo XXI, 1999, p. 162).

[24] Yo calificaría a Lovecraft de precursor de la postmodernidad: de poeta de las relaciones «inmateriales», desustancializadas, desprovistas de todo Real patológico. Si, como se ha venido aceptando tradicionalmente desde Weber, la ética del trabajo protestante prefiguraba los valores del capitalismo emergente, entonces se podría decir que el puritanismo de Nueva Inglaterra, abrevadero cultural de Lovecraft, prefigura a la perfección la nueva etapa del capitalismo «imperial» (por decirlo con Negri), posterior a la última reestructuración de la fábrica. Lovecraft encarna su tiempo a la perfección, al constatar la duplicidad (fascinación-horror) de la passion du réel que caracterizara, según Badiou, el pasado siglo XX (A. Badiou, El siglo. Buenos Aires: Manantial, 2005, p. 38). Sin embargo, en Lovecraft prima el rechazo ante ese horror, y es en su recusación de lo Real que su obra resulta postmoderna avant la lettre.

[25] Por supuesto que la condición previa del modo de producción capitalista (objetivo) sobre las fuerzas subjetivas, no puede leerse como preeminencia de la composición del capital sobre la clase obrera. Tomando en cuenta las fuerzas subjetivas en conflicto (teniendo por obvio que el conflicto tiene por condición previa la propiedad privada de los medios de producción), la clase obrera es previa -es la clase verdaderamente activa, inscrita como campo de excepción dentro de los mecanismos del capital. El capital se organiza y se desarrolla precisamente en su conflicto con la clase obrera, reaccionando y reestructurándose para hacer efectiva su integración, al modo de la subordinación. «Es preciso transformar radicalmente el problema, cambiar el signo, recomenzar desde el principio: y el principio es la lucha de clases obrera. Desde la perspectiva del capital socialmente desarrollado, el desarrollo capitalista se halla subordinado a las luchas obreras, viene tras ellas y a ellas debe hacer que corresponda el mecanismo político de la propia producción» (M. Tronti, «Lenin en Inglaterra», en Obreros y capital. Madrid: Akal, 2001, p. 93). Véase también cómo declara el último Althusser que «ahí, incesantemente, vemos a los investigadores marxistas retomar el fantasma de Marx, y pensar la reproducción del proletariado creyendo pensar su producción, pensar el hecho consumado pensando pensar su devenir-consumado» (L. Althusser, «La corriente subterránea del materialismo del encuentro», en Para un materialismo aleatorio. Madrid: Arena Libros, 2002, p. 67). No es que el proletariado sea secundario en su producción (al ser producido por el capital), sino en lo que respecta a su reproducción -forzada por los procesos de reproducción-reestructuración del capital. Habría que preguntarse, leyendo los últimos trabajos de Althusser en los que parece cuestionar su tesis de juventud acerca de la primacía del todo estructurado respecto de sus elementos (y en definitiva, toda la «filosofía marxista», como la que tratara de buscar en la «Introducción» de la Contribución a la crítica de la economía política), si no hay aquí, más que fidelidad a la intuición un tanto metafísica del «materialismo aleatorio», el rico influjo del obrerismo: es preciso reintroducir cierto atomismo (aunque se trate de una ficción ideológica), hay que partir del elemento aisladamente considerado, de la organización autónoma de la clase, a la hora de definir nuestra práctica política coyuntural.

[26] Producto ideológico estrella de la enésima reestructuración del capital, respuesta que éste da a una determinada organización de la clase, aunque sea en el ámbito de la teoría. Por eso, lo que se llama «postmodernidad» no es sino un campo de conflictos en el que cierto idealismo ocupa la hegemonía; al cabo se trata de una reedición de la lucha de clases en la teoría. Ciertamente, la filosofía no tiene historia: el idealismo predominante en lo que se viene llamando «postmodernidad» no es sino sucesor del mismo idealismo que imperase en los tiempos de la presunta «modernidad».

[27] A. Badiou, Op. Cit., p. 35.