Hay dos motivos por los que resulta muy difícil creer -y tanto más difícil cuanto más real e irremediable es el hecho- que Eva Forest haya muerto: el primero es que era inmortal, el segundo es que era demasiado joven. Que una joven inmortal muera, mientras tantos despojos corrompidos alientan contra el mundo, mientras los […]
Hay dos motivos por los que resulta muy difícil creer -y tanto más difícil cuanto más real e irremediable es el hecho- que Eva Forest haya muerto: el primero es que era inmortal, el segundo es que era demasiado joven. Que una joven inmortal muera, mientras tantos despojos corrompidos alientan contra el mundo, mientras los muertos matan y gobiernan y sobreviven a su conciencia, quizás no es indicio suficiente para probar una conspiración pero sí para iluminar del modo más doloroso cuánto la necesitábamos y cuánto la vamos a echar de menos. Era tan inmortal que ningún torturador habría podido ofenderla; era tan joven que ningún rebelde habría podido adelantarla.
No hablaré de todo lo que personalmente debo a Eva sino de lo bien que supo escoger todas sus batallas. Alguien dirá que Eva Forest sólo apoyó causas perdidas; sólo apoyó más bien las que merecen ganar y las que, por tanto, es arriesgado apoyar. Hace año y medio, en un texto sobre los intelectuales y el compromiso, Eva explicaba lo que ocurre cuando uno toma conciencia de los torcidos entuertos de este mundo, esa terrible transparencia de la que no hay ya retorno posible y cuyo fogonazo obliga a asumir después la responsabilidad sobre los propios actos y, por supuesto, sobre los propios silencios. Cuando se sabe, cuando se está en la posición del saber, ya no se puede ser neutral sin ensuciar aún más el fango; ya no se puede ser inocente sin dañar aún más a los que no son culpables. Creo que a Eva le daba mucho miedo el silencio; nació con la conciencia puesta y comprendió enseguida que no había mayor intervención, ni más violenta, que la de reprimir una protesta y permitir que las cosas sigan su invariable compás de injusticias y exterminios. En un mundo en el que los muertos entierran a los vivos, los que callan ofician de sepultureros; los que se rebelan mueren siempre demasiado jóvenes para llegar a tiempo a todas las liberaciones. Eran muchos los lugares: Euskal Herria, Cuba, Venezuela, Palestina, al final de su vida ese Iraq cuyo dolor compartíamos y sobre el que escribió y editó libros propios y ajenos, atada como estaba, fuera de esos matices que empañan la visión, a la suerte de las víctimas del imperialismo en todos los rincones del planeta. Sólo los niños sufren tan intensamente el dolor ajeno; sólo los sabios lo comprenden tan bien; sólo los valientes se rebelan contra sus causas. Todas estas virtudes se reúnen raramente en un solo cuerpo; pero basta desgraciadamente una sola muerte para llevárselas todas de una sola vez.
En un reciente homenaje a otro gran luchador comunista, Eva Forest escribió, como adelantando todo lo que hay que decir sobre ella: «Recoger los sueños de nuestros muertos y convertirlos en arma creadora que perfora imposibles y horada utopías en busca de nuevos caminos que aceleren el proceso de humanización, ¿no es ya el mejor homenaje?». Eva Forest ha muerto a los 78 años con toda la vida por delante; ha muerto, mejor dicho, con varias vidas por delante y el único homenaje que nos pide, el único que podemos ofrecerle, es el de vivirlas a partir de ahora en su lugar. No hay un paraíso -ni siquiera un infierno- donde vayan los «rojos» a conversar y voltear revoluciones derrotadas. Tenemos que seguir viviendo, conversando y rebelándonos con Eva en este mundo, ése que ella amó hasta el extremo de hacernos creer que nunca iba a abandonarlo y ese también que combatió hasta el punto de conservar las fuerzas de la juventud hasta la última batalla. La última y la única que perdió.