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¿Una justicia política en Brasil?

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Casi diez años después de la elección del presidente Lula, primer obrero en llegar al poder en Brasil, el Tribunal Federal Supremo (TFS) del país debe pronunciarse sobre la Acción Penal 470. Este asunto, denominado por la prensa como el mensalão («asignación mensual»), se presenta como el «mayor escándalo de corrupción del Gobierno de Lula». […]

Casi diez años después de la elección del presidente Lula, primer obrero en llegar al poder en Brasil, el Tribunal Federal Supremo (TFS) del país debe pronunciarse sobre la Acción Penal 470. Este asunto, denominado por la prensa como el mensalão («asignación mensual»), se presenta como el «mayor escándalo de corrupción del Gobierno de Lula». Si el apresuramiento por juzgarlo en un año electoral ya resultaba extraño en la época, su desarrollo hasta el día de hoy es muy preocupante. Se trata realmente de un proceso de fuerte dimensión política, y cuyas premisas parecen ignorar las garantías constitucionales que están en la base de un Estado de derecho democrático.

Recordemos este episodio de la historia reciente de Brasil. En junio de 2005, Roberto Jefferson, ex diputado del Partido Laborista Brasileño (PTB, por sus siglas en portugués, uno de los partidos de la coalición en el poder), acusó al Gobierno de Lula, en la persona del ministro de la Presidencia de la República, José Dirceu -ex guerrillero que salió de la cárcel en 1969 a cambio de la liberación del embajador estadounidense Charles Burke Elbrick-, de haber pagado asignaciones mensuales de 30 000 reales a diputados de partidos miembros de la coalición. Se trataba de comprarles votos para así garantizar que el Congreso aprobara, en 2003, importantes medidas como las reformas de la fiscalidad y de la protección social.

La acusación de Jefferson, formulada con un refinamiento teatral y estudiada por tres comisiones de investigación del Congreso, no permitió probar la compra de votos. Sin embargo, hizo tambalear al Gobierno en su tercer año de mandato y estuvo a punto de poner en peligro sus avances sociales y económicos. Una parte de los medios de comunicación, que salió mal librada de la victoria del candidato del Partido de los Trabajadores (PT) a finales de 2002, pidió entonces la destitución del presidente Lula. Viéndose atacado, el Gobierno reaccionó. Lula fue reelegido en 2006 y finalizó su mandato con el índice de satisfacción popular más elevado de la historia brasileña, y eligió a Dilma Rousseff como su sucesora.

El PT, todavía en 2005, reconoció que realmente se realizaron reintegros de dinero en efectivo, pero con el fin de pagar las deudas de la campaña, así como las de sus formaciones aliadas: el PTB (al que pertenecía Jefferson), el PL (partido del ex vicepresidente José Alencar), el Partido del Movimiento Democrático Brasileño y el Partido Progresista. Se trataba de acuerdos electorales pactados en 2002, y que se prolongaron hasta las elecciones municipales de 2004. Para permitir los pagos, el tesorero del partido recurrió al mismo modus operandi que el del publicista Marcos Valério, en 1998, para ayudar al Partido de la Social Democracia Brasileña (partido de la oposición) a recaudar fondos en Minas Gerais, el tercer Estado más grande de Brasil.

Sin embargo, la estratagema financiera operada para pagar las deudas de la campaña en ningún momento implicaba desembolsos individuales a parlamentarios con el fin de asegurar sus votos a favor del Gobierno. El propio Jefferson, acusado en el marco de este asunto de haber recibido 4 millones de reales por cuenta del PTB, declaró que el destino de estos fondos era el pago de deudas. Por otra parte, un simple estudio estadístico muestra que no existió correlación entre las fechas de reintegros de fondos en las agencias bancarias y los votos en el Congreso. Por el contrario, se asistió a un movimiento inverso: el apoyo al Gobierno disminuyó conforme amentaba el volumen de las transferencias. Sin embargo, la sombra del mensalão , que se cierne sobre este proceso, supuestamente debía probar que el Gobierno era complaciente con la corrupción.

Poco tiempo después, los servicios del Fiscal General de la República acusaron a 40 personas por su implicación en este escándalo. Entre ellas había políticos, hombres de negocios, banqueros y personal de bajo rango de las empresas concernidas. El TFS admitió la acusación argumentando que los elementos de prueba deberían ser objeto de un procedimiento contradictorio y el proceso acumuló, en cinco años, más de 50 000 páginas. Se llevó a cabo la audición de cerca de 600 testigos dentro y fuera de Brasil.

Desde agosto de 2012, con el inicio del proceso, la presión política se ha incrementado. Las sesiones del TFS comenzaron a causar un estremecimiento político en Brasil. En particular dentro de la oposición y entre los medios de comunicación que, con el aval de la justicia, sueñan con ensuciar los avances de los ocho años de Gobierno de Lula. En este contexto político -con la perspectiva de las elecciones presidenciales de 2014 y 2018 como telón de fondo-, hay razones para preocuparse por el respeto de las garantías constitucionales.

Pido humildemente al TFS de Brasil que explique por qué las primeras condenas anunciadas suscitan, cada día más, un sentimiento latente de inquietud entre los intelectuales y los medios jurídicos brasileños. Algunos afirman que los votos emitidos hasta el presente equivalen a una reescritura del Código Penal. Puesto que ésta emana de la más alta jurisdicción brasileña, vemos crearse una jurisprudencia no susceptible de apelación. Incluso antes del juicio definitivo de la Acción Penal 470, sus efectos ya han comenzado a hacerse sentir en sentencias penales emitidas en primera instancia. Tres garantías constitucionales parecen ser objeto de escarnio: el principio de contradicción, la presunción de inocencia y la necesidad de justificación de las decisiones judiciales.

El principio de contradicción exige que las pruebas aducidas durante la fase de investigación -al igual que las tres comisiones parlamentarias que han investigado sobre la acusación de Jefferson en 2005- se validen ante la Corte, cuando los hechos se analizan en presencia de jueces, abogados y fiscales. Todos tienen la obligación de decir la verdad a riesgo de tener que responder por un delito de perjurio. En las comisiones parlamentarias, como bien sabemos, lo que predomina es la retórica y el efecto de las declaraciones en el juego político.

Durante el proceso del mensalão , son recurrentes las declaraciones de testigos que todavía se sitúan en la fase previa al procedimiento. Es cierto que pueden servir de referencia, pero nunca de elemento central para una condena, y aún menos cuando los testimonios examinados minuciosamente, en cuanto a la contradicción se refiere, dicen lo contrario que la acusación inicial o lanzan la duda sobre ella.

El juez debe examinar necesariamente las pruebas aducidas por la defensa y no puede aceptar ciegamente la versión de la acusación. A él le corresponde analizar y reflexionar sobre los elementos de prueba presentados por la defensa para refutar los indicios alegados por la acusación. Y, a continuación, debe justificar la elección de la validez de unos en detrimento de los otros. Es la garantía de la motivación de las decisiones.

Por muy fuerte que sea la voluntad del juez de castigar este delito -tal y como parece ser la posición del magistrado ponente-, siempre se debería tener presente la presunción de inocencia. Ésta prohíbe que se reconozca la culpabilidad sobre la base de la simple sospecha o de la presunción de responsabilidad. Los magistrados del TFS antaño defendieron ampliamente esta garantía constitucional.

Una vez más, asistimos a una atenuación aparente de estos principios en el proceso del mensalão . Durante una sesión plenaria ya se afirmó que, en los casos de los acusados de grado más elevado, se debían aceptar pruebas más flexibles para pronunciar una condena. Y eso en la medida en que cuanto más alta es la posición en la jerarquía, más difícil es encontrar rastros de actividad delictiva.

Las sesiones plantearon igualmente la cuestión de la carga de la prueba. No cabe duda de que corresponde a la acusación probar la culpabilidad y no al acusado probar su inocencia. Otro tema inquietante: el in dubio pro reo, garantía secular de la justicia en los asuntos criminales, es asimismo objeto de discusión. La duda debe conducir a la declaración de inocencia y no a la condena, como así dice la sabiduría jurídica. La discusión se ha vuelto a centrar en este principio porque el Tribunal Supremo es un órgano colegiado de once magistrados de los cuales uno acaba de jubilarse. Con diez, aumenta la posibilidad de que los votos se repartan. Algunos sostienen que el principio del in dubio pro reo no es válido para este caso en la medida en que el presidente del Tribunal tiene voto de calidad.

Afortunadamente, cuando les hemos planteado la cuestión, los magistrados han declarado querer reforzar la defensa de las garantías constitucionales. Uno de ellos, en el momento de declarar inocente a una de las personas acusadas, precisó que su decisión se basaba en la duda. «Más vale diez culpables en libertad que un inocente en prisión», afirmó recordando un ejemplo clásico utilizado en la universidad para tratar la premisa del in dubio pro reo.

Sin embargo, tales atenuaciones, ya constatadas en premisas o en votos, son inquietantes porque mandan una señal muy clara: el juicio debería servir de ejemplo en la lucha contra la corrupción. De manera más precisa, se trata de acusar al Gobierno de Lula de haber montado una organización criminal sofisticada para mantenerse en el poder. El Fiscal General de la República, en sus conclusiones, pide explícitamente «la condena de los acusados para que sirva de ejemplo».

Parece evidente que, salvo que se tomen algunas libertades con las garantías constitucionales, sería difícil probar la culpabilidad del supuesto «núcleo político» dirigido por el ex ministro de la Presidencia, José Dirceu. El Fiscal General de la República denuncia como «jefe de la banda y cerebro del sistema de corrupción» a quien el presidente Lula considerara «capitán del equipo». En efecto, un esquema criminal tan sofisticado necesita un gran responsable. El escenario elaborado por la acusación, y hasta ahora aprobado por un gran número de magistrados del TSF, solamente tendrá consistencia y estatus de «ejemplo de la lucha contra la corrupción» si se condena al principal acusado. Sin embargo, el propio Fiscal General, Roberto Gurgel, ha reconocido que las pruebas contra el ex ministro son «frágiles». Hay que condenarlo entonces «por el conjunto de acciones y pruebas» que lleven a demostrar que tenía el «control supremo sobre los hechos». Tal y como hemos visto, únicamente el no respeto por las premisas constitucionales permitirían un éxito así.

Por su parte, la defensa de José Dirceu presentó decenas de testimonios, examinados minuciosamente en cuanto a la contradicción se refiere, que tumban las débiles acusaciones realizadas contra el ex ministro y que prueban su inocencia en la medida en que desconocía las soluciones financieras halladas por su partido para pagar las deudas y respetar los acuerdos electorales. No se trata aquí de defender prácticas ilícitas que, si se prueban en el marco del principio de contradicción, deben castigarse con arreglo a la ley. ¿Pero qué ejemplo daría el Tribunal Supremo a la sociedad brasileña si la condena ejemplar reclamada sólo fuera posible por la ausencia de garantías tan fundamentales para cualquier ciudadano?

En las pocas semanas que faltan para que finalice el proceso, hay que reforzar la confianza en la preservación del Estado de derecho democrático y en la seriedad de los magistrados del TSF, quienes deben ser conscientes de que Brasil vive un momento histórico. Juzgan y ellos mismos son juzgados. Más aún que una referencia en el combate contra la corrupción, lo que está en juego es el respeto de la Constitución y de las garantías de todos los ciudadanos, los de hoy y, muy especialmente, los del mañana. La decisión del Tribunal Supremo no sólo valdrá para los 38 acusados de la Acción Penal 470, sino igualmente para todos los brasileños: la gente del pueblo. Tanto para quienes han cometido realmente un delito como para quienes están simplemente acusados sobre la base de «pruebas frágiles».

Fernando Morais es periodista y escritor brasileño. Autor de Olga (Stock, París, 1990) y El Mago (Editorial Planeta, Barcelona, 2010).

Fuente: http://www.monde-diplomatique.es/?url=mostrar/pagLibre/?nodo=0d760ca0-3222-4cc7-a707-9af6bd7dbf9d