El euro es la moneda nacional de un país que no existe. Aunque existe un continente europeo, como existe Norteamérica, nunca ha habido un país llamada Estados Unidos de Europa, y probablemente nunca lo habrá. El euro no es, así pues, una moneda como el dólar norteamericano, y sin embargo se le obliga -de mala […]
El euro es la moneda nacional de un país que no existe. Aunque existe un continente europeo, como existe Norteamérica, nunca ha habido un país llamada Estados Unidos de Europa, y probablemente nunca lo habrá.
El euro no es, así pues, una moneda como el dólar norteamericano, y sin embargo se le obliga -de mala manera- a fingirlo con el Tratado de Maastricht, por el que los países europeos abandonaron el derecho a producir sus propias monedas nacionales.
Con el volumen del euro controlado por una autoridad supranacional (el BCE) y con estados miembros punible por quebrantar las reglas del gasto público (un déficit máximo del 3% y un máximo de un 60% de déficit acumulado), el euro, lejos de funcionar como una moneda, funciona más bien como un conjunto de Derechos Especiales de Giro (DEG), según fueron concebidos por Keynes en su plan para Bretton Woods. En su programa de un sistema monetario internacional para despuñes de la II Guerra Mundial, Keynes propuso que se usara para el comercio internacional una moneda (el «Bancor»), reservando el uso de las monedas nacionales para el comercio interior. Las tasas de cambio entre las monedas nacionales y el Bancor estarían fijadas de modo tal, que los países con déficit comercial persistente se verían obligados a la austeridad y a la devaluación, mientras que los países persistentemente excedentarios tendrían gravámenes en Bancors y se les exigiría estimular sus economías para incrementar sus importaciones.
El plan de Keynes fue saboteado por la insistencia de los estadounidenses en gozar de un estatuto de «primos inter pares» luego de la II Guerra Mundial, lo que ha terminado llevando a la crisis en que se halla actualmente la economía mundial. El euro, con su timorata estructura híbrida de moneda que no lo es, y con sus reglas punitivas contra las naciones con déficit público y su falta de reglas que obliguen al estímulo público a las naciones con excedente, ha convertido esta crisis en una catástrofe. A Keynes le habría parecido pura locura la idea de un Bancor que fuera también moneda de uso en el comercio nacional, dado su sabio presagio de que «sobre todo, las finanzas deben ser nacionales». Y sin embargo, esa locura es lo que busca ser el euro.
Algunos ven hoy una salida de la catástrofe en la creación de lo que no existe: los Estados Unidos de Europa. Pero si alguna vez ha habido la menor posibilidad de eso, esa posibilidad quedó más que dañada tras el estropicio hecho por Maastricht y la posterior insistencia franco-germana en imponer la austeridad a la periferia. Lo que, sin embargo, sigue siendo una posibilidad abierta -de la que se hace eco la propuesta «Nau» de Gerald Holtham- es caminar hacia la conversión del euro en una versión continental de los Derechos Especiales de Giro.
El euro podría ser la moneda del comercio intereuropeo e internacional, mientras que los «sub-euros» creados por cada una de las naciones europeas podrían usarse en el comercio interior y -cosa muy importante- en los regímenes financieros nacionales. Los aspectos disciplinarios de Maastricht, centrados ahora en el déficit público de manera harto impropia, pues amplifican la recesión, se reorientarían, en cambio, hacia los déficits comerciales en el seno de Europa (complementados con presiones para minimizar, asimismo, los excedentes comerciales intraeuropeos).
El euro-dracma, la euro-peseta, el euro-marco podrían introducirse con paridad uno-uno respecto del euro, y todos los activos y todos los pasivos financieros serían denominados en esas monedas nacionales, no en euros. Esas monedas nacionales comenzarían entonces a flotar libremente por un período de tiempo (digamos, un año), transcurrido el cual quedarían fijadas en proporción al euro.
La obvia devaluación que esto traería consigo para el euro-dracma y la euro-peseta reduciría su deuda exterior y forzaría a las naciones cuyos bancos prestaron más de la cuenta a cargar con las consecuencias. Se pondría fin a la fuga de depósitos a la que estamos asistiendo ahora mismo: un euro-dracma seguiría siendo un euro-dracma, ya estuviera depositado en un banco griego o en uno alemán.
La introducción de un sistema así proporcionaría una rápida solución a la actual crisis. No resultaría seguramente indoloro, pero es difícil imaginar que causara más dolor que el que actualmente experimentan Grecia y España y el que terminarán experimentando otros países cuando les llegue el contagio.
Por lo demás, el sistema introduciría lo que de otro modo resulta imposible en el euro: flexibilidad en las tasas de cambio. Economistas tan alejados ideológicamente entre sí como Wynne Godley y Milton Friedman observaron, mucho antes de que arrancara, que el euro estaba condenado al fracaso: a) porque presuponía que una economía de mercado podía alcanzar un equilibrio armonioso por sí mismo, sin intervención pública (lo que Godley correctamente describió como una engañosa fantasía neoclásica; y b) porque juntaba naciones harto diferentes, manifiestamente incapaces -como observó Friedman- de integrar una unión monetaria.
Dar un paso atrás en esa fantasía distópica de la moneda única y pasar a una mini-versión de lo que Bretton Woods habría podido ser, podría significar para Europa una vía factible de salida de su crisis y un paso en la dirección del sueño político de una Europa sin fracturas.
Steven Keen es un economista matemático australiano de formación keynesiano-marxista que ha trabajado en los últimos años en modelar matemáticamente las premonitorias intuiciones de Hyman Minsky sobre la dinámica del capitalismo financiero actual. En 2010 le fue concedido el Premio Rovere de teoría económica por la capacidad de sus modelos matemáticos dinámicos para predecir la crisis financiera de 2008.
Traducción para www.sinpermiso.info: Miguel de Puñoenrostro