La ajustada victoria del movimiento bolivariano en las elecciones del pasado 14 de abril, además de la sorpresa generada por un resultado inesperado ha abierto un escenario de alto riesgo para el futuro de la Revolución Bolivariana. ¿Por qué? A lo largo de la campaña electoral, los principales indicadores señalaban que el chavismo cosecharía un […]
La ajustada victoria del movimiento bolivariano en las elecciones del pasado 14 de abril, además de la sorpresa generada por un resultado inesperado ha abierto un escenario de alto riesgo para el futuro de la Revolución Bolivariana.
¿Por qué? A lo largo de la campaña electoral, los principales indicadores señalaban que el chavismo cosecharía un triunfo similar al obtenido en octubre de 2012. Por una parte, las encuestadoras tradicionalmente más fiables (GIS XXI, Datanálisis, Consultores 30.11, IVAD e Hinterlaces) coincidían en reconocer la victoria de Maduro con un margen que oscilaba entre 10 y 20 puntos.
Por otra parte, la masiva movilización popular que inundó Caracas durante varios días para despedir a Hugo Chávez tras su fallecimiento y fundamentalmente la desbordante carga emocional y el duelo colectivo que se manifestaron en aquellos momentos, hacían prever una victoria contundente en abril. Se interpretaba que los comicios presidenciales podían convertirse en el «último tributo al comandante» y, por tanto, en un triunfo cómodo para el chavismo, en un contexto de supuesto desconcierto en el electorado «blando» de la derecha.
Sin embargo, los resultados han mostrado una fotografía sustancialmente diferente, donde no solo se produce una pérdida de votos sino también una preocupante transferencia de sufragios de una candidatura a otra. Con un porcentaje de participación parecido (en torno al 80%), no parece que se haya producido un movimiento notable desde o hacia el abstencionismo. Más bien se ha dado una transferencia de alrededor de 600.000 sufragios desde el chavismo hacia la derecha, desde el que podríamos denominar «electorado basculante». En apenas seis meses, el chavismo pasa de 8.100.000 votos a 7.500.000, mientras que la oposición crece de 6.500.000 a más de 7 millones.
Las razones son numerosas y de diversa índole. Por un lado, están las de orden más estrictamente económico, siendo la devaluación y la consiguiente aceleración de la inflación la más evidente, como ya indicó en los últimos días de campaña Óscar Schemell. Por otra parte, destaca el pésimo diseño de la campaña, según señalan diversos analistas. La apuesta por convertir a Nicolás Maduro en un clon de Chávez resultó poco creíble, cuando su propia figura de extracción obrera podía haber sido mucho más explotada. Paralelamente, la campaña de la derecha tuvo éxito al cautivar a un sector del «chavismo blando» gracias a su hipócrita pero eficaz relato progresista y respetuoso con la figura de Chávez.
Por otro lado, la ausencia de una figura extremadamente carismática como la de Hugo Chávez terminó perjudicando a un Maduro que a corto plazo, no puede generar el nivel de confianza que el fallecido líder bolivariano proyectaba, y mucho menos la intensa vinculación emocional que este consiguió.
Por último, no hay que olvidar la estrategia de desestabilización («golpismo suave») que la derecha y sus aliados externos siguen practicando y que intensificaron en las últimas semanas: sabotajes a la red eléctrica, agresiones de grupos paramilitares, acaparamiento de alimentos y especulación.
Escenario conflictivo. La gestión violenta y autoritaria de la derrota por parte de la derecha venezolana hay que comprenderla dentro de la lógica de la desestabilización que acabamos de señalar y que forma parte del ADN político de Henrique Capriles y su entorno. Sin embargo, el desbordamiento de la acción violenta por parte de sus seguidores está perjudicando la imagen forzadamente democrática y moderada que la actual dirigencia conservadora ha construido en los últimos tiempos.
El asesinato de ocho personas por parte de las hordas de la derecha y el asalto a instituciones públicas vuelve a mostrar de nuevo el rostro más ultra de la oposición. Pero quizás lo más simbólico, por su carácter descarnadamente fascista, es la agresión y la quema de centros de salud y hospitales, establecimientos que por su carácter «humanitario» deben quedar fuera de cualquier conflicto, incluso en las guerras.
Probablemente, tras el reconocimiento internacional del Gobierno de Maduro (exceptuando quizás a regímenes como el de Washington) Capriles y su equipo optarán por bajar decibelios y centrarse en la estrategia de desestabilización silenciosa y de baja intensidad, que tan buenos réditos les ha dado en las elecciones.
Claves. Ante este complejo escenario en el que el Gobierno bolivariano inicia su marcha en una situación de evidente debilidad, diversos analistas vuelven otra vez a enumerar los retos más importantes que debe afrontar el Ejecutivo de Maduro. La exigencia de eficiencia en la gestión pública vuelve a aparecer como asignatura pendiente y vital para poder restaurar con mayor solidez la hegemonía que se ha disfrutado en estos 15 años.
Sin embargo, no parece suficiente teniendo en cuenta la campaña de desestabilización existente. En estos momentos, resulta vital neutralizar o por lo menos reducir el impacto del sabotaje combinado (político y económico) que está sufriendo el país. Una vía (la de la capitulación) sería el «pacto con la burguesía», que podría dar estabilidad política a corto plazo, pero supondría el fin del proceso de transformación. Las recientes declaraciones de Maduro parecen indicar que eso no ocurrirá.
La otra vía sería una apuesta decidida por comenzar a superar la «cultura de la impunidad» reinante en el país. Eso supondría ir más allá de la retórica de la advertencia («si la derecha sigue con la violencia lo que podemos hacer es radicalizar la revolución») y enfrentar con más determinación a los desestabilizadores.
De hecho, quien más desgaste sufre por la impunidad no son los infractores sino el Gobierno. La violencia económica (acaparamiento y especulación) ejercida por los grandes importadores y comerciantes sigue siendo un problema de gran envergadura. Probablemente, las propuestas de expropiación de algunas empresas emblemáticas podrían ejercer de efecto demostración, además de evidenciar un salto cualitativo en la democratización de la propiedad.