Todo cuanto ocurre últimamente en la relación Venezuela-Colombia se veía venir. Para utilizar la manoseada expresión de García Márquez, se trata de la agonía anunciada de una relación. Consecuencia de un proceso de acumulación por el Gobierno de Álvaro Uribe -no del pueblo hermano-, de innumerables agravios, deslealtades, provocaciones veladas o abiertas y conductas hipócritas. […]
Todo cuanto ocurre últimamente en la relación Venezuela-Colombia se veía venir. Para utilizar la manoseada expresión de García Márquez, se trata de la agonía anunciada de una relación. Consecuencia de un proceso de acumulación por el Gobierno de Álvaro Uribe -no del pueblo hermano-, de innumerables agravios, deslealtades, provocaciones veladas o abiertas y conductas hipócritas.
Para completar este deplorable cuadro, está la estrategia conjunta del Estado colombiano con el sector pentagonista del Gobierno de los Estados Unidos contra el proceso bolivariano, destinada a socavar la soberanía de Venezuela.
Uno de los objetivos de esa alevosa estrategia es, sin duda alguna, la primera reserva de petróleo del mundo ubicada en la Faja del Orinoco. Un manjar demasiado apetitoso para el imperio y sus vasallos.
Dicen que el dictador mexicano Porfirio Díaz exclamó una vez: «¡Pobrecito México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!». Cierto o no, hay vecindades que son un suplicio. Con Colombia la situación siempre fue incómoda.
La oligarquía de ese país, su clase dirigente, sus mandos militares, mantuvieron una constante hostilidad hacia Venezuela que se traduciría en despojo territorial, ventajas económicas, vaciamiento en nuestro país de la violencia que anida en su seno: paramilitares, narcotraficantes y delincuencia común.
En más de una oportunidad el núcleo de poder colombiano montó contra Venezuela provocaciones descaradas. Sin ir muy lejos está la emblemática experiencia de la corbeta ARC Caldas, colocada en agosto de 1987 en el golfo de Venezuela por el entonces presidente Virgilio Barco.
Este acto artero, realizado con el propósito de probar la capacidad de respuesta de Venezuela, estuvo a punto de desatar un conflicto armado de impredecibles proporciones.
Con el cual se atentó contra la soberanía nacional, lo mismo que a través de otras acciones con similares características como el secuestro por efectivos de la inteligencia colombiana de Rodrigo Granda; y ahora lo complementa la trama de la «Operación Falcón», urdida por el DAS -con anuencia de Uribe-, para infiltrar agentes y promover la desestabilización del Gobierno de Chávez. Uribe y su equipo saben lo que buscan: apuntalar una relación privilegiada con los sectores de la ultra derecha norteamericana y sacar provecho al vínculo de excepción con el Pentágono.
Su conexión con el dispositivo militar de EE UU es directamente con el Secretario de Defensa, Robert Gates, y el Comando Sur. Consecuencia de semejante nexo es la instalación de las 7 Bases Militares, «y otro número indeterminado de unidades colombianas», como lo reconoce el Consejo de Estado de esa nación. Así como la inmunidad para los efectivos militares y los contratistas civiles.
Por cierto, el referido pronunciamiento del Tribunal de la justicia contencioso administrativa, deja mal parado al Gobierno uribista cuando afirma que el acuerdo «relega a Colombia a la condición de cooperante de los EE UU, y desequilibra las obligaciones entre los dos Estados de manera unilateral». ¿Por qué Uribe paga tan elevado precio, en detrimento de la soberanía de su país? La respuesta a esta pregunta corresponde a los colombianos.
Pero yo, como latinoamericano, diría que ningún otro Gobierno de la región sería capaz de suscribir tan ignominioso documento. Uribe lo hace para apuntalar la condición de satélite privilegiado; de cuña del imperio en la región.
También encubre los crímenes de lesa humanidad cometidos por la Fuerza Armada y los paramilitares bajo la consigna de «seguridad democrática», con lo que Colombia pasa a ser modelo en materia de violencia y militarización de una sociedad.
Convirtiéndose en un peculiar enclave donde el Estado de derecho abdica no solo ante ominosos factores internos de poder, sino que lo hace ante los designios de EE UU, que asume plenamente la discrecionalidad en la relación bilateral. Como vemos, la vecindad con Colombia, que es mandato de la geografía, se torna para Venezuela, por obra de aquellos que controlan el poder en esa nación, en fatalidad.
Fuente: http://www.rnv.gov.ve/noticias/index.php?act=ST&f=15&t=112794