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Veintiuna mil y una noches

Fuentes: La Vanguardia

Como en Dubai saben que el petróleo se acabará un día, ya invierten en generar una economía de conocimiento, sin olvidar el turismo

Estamos construyendo la ciudad global del siglo XXI», me dice mi interlocutor con voz pausada, que contrasta con la intensidad de su mirada visionaria. Viste a la usanza árabe tradicional, pero su perfecto acento denota su educación inglesa de elite. Es el director general de la mayor empresa de promoción inmobiliaria de Dubai.

Estamos en medio del cielo, en el último piso de uno de los grandes rascacielos que se alzan por decenas sobre el desierto, uno de ellos, en construcción, destinado a ser el edificio más alto del mundo. A nuestros pies, una metrópoli de un millón y medio de habitantes que parece salida de la fantasía del hiperdesarrollo, sembrada de oficinas corporativas, complejos residenciales, centros comerciales de lujo con nombres y formas de ciudades italianas históricas, parques temáticos, lagunas artificiales rodeadas de flores y palmeras, autopistas fulgurantes con los últimos modelos de coches y grúas gigantes, muchas grúas, que trabajan día y noche para convertir en realidad la proyección de un Dubai de cinco millones allí donde en 1971, en el momento de la independencia, había menos de sesenta mil personas. Dubai no tiene petróleo, el petróleo está en Abu Dhabi, el más grande de los siete emiratos árabes federados. Pero gestiona la producción de ese petróleo y del capital que de él se obtiene. Y de otros muchos capitales: es el segundo centro financiero mundial desregulado, tras las islas Caimán. Y es el aeropuerto de conexión y el centro de servicios de toda la región del Golfo. Porque ha sabido atraer a su territorio lo esencial de toda economía: capital y trabajo, ambos motivados por el señuelo de altos beneficios. El ochenta y cinco por ciento de su población es extranjero, que van desde profesionales de la finanza y la ingeniería a los trabajadores de la construcción y de la hostelería: indios, pakistaníes, chinos, filipinos, tailandeses, egipcios, palestinos, libaneses, pero también rusos, americanos, ingleses, italianos y un sinnúmero de etnias y nacionalidades que reproducen una Babel multicultural no muy lejos de donde fracasó el primer intento de la Babel clásica, según la crónica de la Biblia.

La elite árabe organizada en torno a la familia del jeque de Dubai y sus redes tribales mantiene una fuerte cohesión interna y comparte su riqueza mediante un extenso Estado del bienestar (salud y educación gratuita, entre otros), que también alcanza a los trabajadores extranjeros durante el tiempo de su contrato. Y como saben que el petróleo se acabará un día, y con ello su papel de intermediario de servicios entre el Golfo y el mundo, ya invierten en generar una economía del conocimiento. Así han surgido la Aldea del Conocimiento, donde intentan atraer a universidades de todo el mundo: Media City, donde están las sedes de las multinacionales de la comunicación en Oriente Medio, empezando por CNN; o Internet City, en donde se concentran unas dos mil empresas de la industria de alta tecnología, aunque en la mayor parte de los casos se trate de oficinas comerciales de distribución y mantenimiento. Sin olvidar el turismo.

En nuestra conversación aparece el gran proyecto de la Palmera en las orillas del Golfo. Tres arrecifes artificiales que generan playas exóticas donde no había sino mar, uno de los cuales esta ya construido, el otro en construcción y el tercero, el más grande, en fase de proyecto. Cuando termine la construcción de este complejo turístico de hoteles y residencias, destinado a Europa, basado en una mezcla de turismo de sol y playa, paraíso consumista de calidad y exotismo cultural, se pondrán en el mercado unas 400.000 habitaciones, servidas por vuelos directos desde las principales ciudades europeas a través de un megaaeropuerto que ya está doblando su superficie (¿se están enterando nuestros estrategas de la industria turística? Éste es el otro Golfo, del que se habla poco, centrados como estamos en la tragedia de la guerra de Iraq y en las tensiones crecientes con Irán).

Pero aquí no acaba la historia que le estoy contando. Porque a 40 minutos en coche de Dubai, en continuidad de urbanización, está el emirato de Sharjah. La prosperidad también se hace presente en una construcción desbordante, en luces de neón, en lujosos hoteles y en un tráfico intenso. Pero en Sharjah hay también mezquitas fastuosas en cada cruce de las principales vías. Las mujeres locales visten de negro de la cabeza a los pies.No se permite el alcohol en ningún lugar público. Y los cánticos de los muecines pueblan el desierto varias veces al día.

¿Tradicionalismo de Sharjah frente a la globalización de Dubai? No exactamente. Pienso en el tiempo pasado en la Universidad Americana de Sharjah junto a su presidente, fundador y financiador, Su alteza el jeque doctor sultán Bin Mohamed Al Qassimi. Lo de doctor va en serio: se refiere a su doctorado en Geografía e Historia por una prestigiosa universidad inglesa. Su alteza es un hombre de profundas convicciones religiosas y que trata de preservar la identidad de su sociedad, su respeto por Dios y las costumbres basadas en la autoridad patriarcal de la familia extendida. Pero también sabe del mundo de nuestro siglo, basado en la economía del conocimiento y la formación de recursos humanos. Su apuesta es la educación de su emirato, las dos universidades que creó en 1997, campus fastuosos de mármol blanco y arquitectura pseudoárabe diseñada por arquitectos occidentales. Una universidad americana, en inglés y con profesores americanos, para hombres y mujeres.Y otra universidad árabe, segregada por sexo. Pero ambas combinando la religiosidad con la enseñanza del estado actual de la ciencia.

Para su alteza es esencial que la inserción de Sharjah, y de los árabes en general, en la globalización se realice sin perdida de su identidad, con el mantenimiento de los lazos familiares y religiosos que constituyen el fundamento de su estabilidad y de quienes son. Y ésta es mi historia: la capacidad de gestionar la contradicción explosiva entre globalización e identidad. Algo que Estados Unidos no entiende, entrando como elefante en cacharrería y decidido a modernizar y democratizar mediante presiones y, si hace falta, bombardeos, con tal de garantizar el control del petróleo mediante la asimilación cultural y política de las sociedades árabes tradicionales. No estoy proponiendo el mantenimiento del tradicionalismo musulmán como forma de vida. Mi perspectiva es analítica. Estoy simplemente constatando, porque lo he visto, que se puede estar de lleno en la competitividad de la globalización y mantener una identidad de formas de vida. Porque Dubai y Sharjah forman parte del mismo sistema, un sistema en el que están los otros cinco emiratos y en el que también se sitúan los otros estados del Golfo.

La estabilidad y la paz relativa de los Emiratos Árabes, en una región que vive en el violento enfrentamiento entre el radicalismo islámico y los ocupantes occidentales, puede deberse, como dicen las malas lenguas, a la financiación bajo mano de redes islamistas para que los dejen tranquilos. Pero más probablemente tiene que ver con esa capacidad de transitar a una globalización económica y a la modernidad tecnológica sin desgarro social y manteniendo la identidad cultural. Situación frágil, en donde cualquier error de gestión política o económica puede inflamar las pasiones y desestabilizar definitivamente el desierto que constituye la mayor reserva energética del mundo. De ahí que lo que se juega en los emiratos del Golfo y en Arabia Saudí es sencillamente la partida entre orden y caos de la que depende en buena medida el destino inmediato de la economía mundial. Empezando por su gasolina, respetado lector.