Miles de españoles vendimian en Francia con salarios altos y alojamientos dignos mientras rumanos y búlgaros acuden a tierras manchegas en condiciones infrahumanas
Cada año, 11.000 españoles acuden a la vendimia francesa; sin embargo, sólo en Ciudad Real, se precisan 30.000 jornaleros para recoger la uva. Tan paradójico trasiego responde a una lógica aplastante: los primeros acuden al país vecino con contrato y seguro, cobran 8,44 euros por hora, reciben alojamiento (con cocina, agua caliente y baño) y prestaciones sociales, incluidas ayudas por hijos. Los segundos, en su mayoría gitanos rumanos o búlgaros, duermen en campamentos insalubres (incluso en tinajas, como en Socuéllamos), carecen de contrato, seguro e incluso permiso de trabajo, y cobran 42 euros diarios de jornal, aunque una parte se lo lleva el comisionado sin necesidad de cortar ni un racimo.
Nick Thompson recurre a sus yemas, tintadas de trastear con uvas, para recontar nombres. Corresponden a los nueve hijos de Paco, el jefe de los temporeros andaluces que vendimian en su finca de Cairanne, en el sur de Francia, desde hace 13 años. Asombra la familiaridad. Pero el empresario británico, que se instaló en Francia hace un cuarto de siglo, proporciona más sorpresas. «Soy testigo del cambio social que ha vivido España en las últimas décadas a través de mis trabajadores». Su hija Charlotte pone un ejemplo: «Antes tenían una lavadora pero seguían lavando a mano; ahora cada año quieren una cosa nueva. Este año han pedido una olla exprés».
Por una jornada entre cepas en Francia sacan casi el doble que por recoger fresa en Huelva
Las cocinas de los temporeros de Alcalá del Valle (Cádiz) que trabajan para Thompson no desentonarían en un catálogo de Ikea. Lámparas modernas, fotos de Cartier-Bresson y Doisneau y tonos pastel. «Cuando empecé a venir a Francia, hace más de 40 años, nos metían donde los becerros», revive Paco Soriano, que a sus 67 años emigra más por nostalgia que por necesidad. Es una excepción.
La mayoría de los 100.000 españoles que fueron en 1972 a Francia para trabajar en el campo ya no lo hacen. En la actual vendimia de las 890.000 hectáreas francesas sólo participarán 11.000 españoles (de ellos, 8.000 andaluces y 1.200 valencianos). ¿Por qué? Les compensa. «Se trabaja mejor y se gana más que en España. Allí son muy negreros, la verdad», se sincera en Maldemor du Comtat el granadino Francisco Córdoba.
Algunos de los nueve hijos de Paco Soriano pertenecen al grupo que cortará 250 toneladas de uva en la finca de Thompson, que produce vinos de la denominación de origen Côtes du Rhône. En esta explotación, la recolección manual sobrevive a la mecanizada por tres razones. «Te aseguras la calidad», indica el empresario en primer lugar, «y yo puedo decir que nuestro vino está hecho tras una recolección artesanal». La segunda cuestión es de ritmo: la bodega recibe 15 toneladas al día y no la «inundación» repentina de una vendimia mecánica. Thompson sonríe para aclarar la tercera: «Me gustan Paco y su familia. Cuando empiezo por la mañana prefiero encontrarme personas y no máquinas».
Tal vez el británico sea un empresario atípico. Es generoso con sus jornaleros -sin tener obligación, les proporciona pan diario, tomates, patatas, productos de limpieza y pollos cada domingo- pero no olvida que, al fin y al cabo, la relación es económica: «Es difícil encontrar durante la campaña 25 personas que respeten los horarios y que te den la seguridad de que seguirán ahí hasta el final».
Ése es un mérito de los españoles que vendimian en Francia: han establecido relaciones de fidelidad. Por eso la granadina María Rosa Fernández Heredia es la jefa de su grupo a pesar de su juventud (22 años). Heredó de sus padres el contacto con unos propietarios, que ahora la telefonean cada año para decirle cuántas personas necesitan y para cuándo. «Empecé a venir con mis padres con 16 años; ahora vengo con él», dice en alusión a su marido, Jordi Fernández, de 23, que mueve una carretilla unos metros más atrás. Han dejado a su hijo de cuatro años en Deifontes (Granada) al cuidado de la abuela, pero sobrellevan la separación mejor que Adoración Zamora lleva la de su hijo de seis: «Se cansa una de esta vida, ¿sabes? Me acuerdo mucho de él, su cumpleaños siempre coincide con la vendimia».
El beneficio, sin embargo, se impone sobre la añoranza. «De esta campaña saldrán mis muebles, mis puertas nuevas, mi rinconera buena y mi aire acondicionado», detalla Rosa. «La casa, el coche, los muebles, todo lo hemos sacado de Francia», apuntala Adoración. Gastan poco porque la mayoría carga con su comida desde España. No disponen de mucho tiempo porque exprimen la jornada al máximo e ignoran las 35 horas semanales consagradas en Francia. Para esta campaña, el salario mínimo es de 8,44 euros por hora, casi tres más que la media agrícola española (5,57 euros). Por una jornada entre cepas en Francia obtienen casi el doble que por recoger fresas en Huelva. Y, a diferencia del pasado, casi todos tienen contrato.
«Los españoles vienen aquí porque ganan más dinero, pero también por las prestaciones sociales, como las ayudas por hijos», sentencia Jesús Acasuso, el técnico de Migraciones de la Federación Agroalimentaria de UGT que lleva tres lustros visitando tajos en Bélgica, Alemania, Holanda y Francia para informar a los españoles de sus derechos. Pese a algunas malas experiencias (un empresario azuzó a sus perros contra él y otro le amenazó con quemarle el coche), su juicio último es favorable: «El patrón francés es seco, desconfiado y legalista; él se ajusta a la ley».
Acasuso hace un control sindical de las condiciones de trabajo, pero también la Administración francesa. Dos inspecciones de Trabajo recibió en 2006 André Salignon, que contrata una cuadrilla de Alcalá del Valle de seis personas para vendimiar 14 hectáreas de uva de mesa. «Puede que alguno tenga trabajadores sin contrato, yo no», zanja con amabilidad.
El alojamiento de sus empleados es una casa antigua, en Malemort du Comtat, con dos cocinas, frigorífico, agua caliente y baño. Sin lavadora. Las tres mujeres de la cuadrilla lavan la ropa a mano. Además de la tarea agrícola, se encargan de cocinar y limpiar para sus padres, parejas o hermanos porque la campaña se rentabiliza más si viajan, al menos, dos personas del mismo núcleo. A veces van solos y vuelven emparejados. Trinidad Guerrero y Rafael Moreno, de 23 y 30 años, se conocían de Alcalá del Valle pero intimaron en Francia. En dos años han ahorrado 36.000 euros. Se han hipotecado por un piso de 120 metros en el pueblo que pagarán emigrando. En unos meses, se casan.
Mientras tanto, en España. Los últimos éxitos de la música latina resuenan machaconamente en la radio del tractor, pero los seis jornaleros repartidos por la parcela no pierden el tiempo tarareándolas. Son las once de la mañana en Socuéllamos (Ciudad Real), un pueblo de 12.000 habitantes en el corazón de la viña castellano-manchega, y les quedan 13 horas para terminar de vendimiar 13 hectáreas. Hay tres hombres y tres mujeres. Todos han viajado desde Rumania porque aquí se les paga 42 euros por cada jornada de ocho horas en el tajo. En su país necesitarían una semana entera para reunir ese dinero.
«Venimos a España porque en otro sitio no podríamos trabajar sin papeles», explica Pavel
Los ‘comisionados’ reclutan braceros en Rumania a cambio de la mitad del jornal
Ninguno tiene contrato, ni permiso de trabajo, ni cotiza un solo euro a la Seguridad Social. Por supuesto, tampoco habían firmado ningún papel que les garantizara el empleo antes de emigrar, ni sabían a qué municipio debían acudir, ni dónde dormirían. Lo único que tienen claro es que su viaje siempre les lleva al oeste: de Rumania a Valencia, para recolectar naranja y después hortalizas. Y de ahí hacia Castilla-La Mancha, para bregarse con el ajo, antes de acudir a la vendimia manchega, con 2.750 millones de kilos de uva por recoger.
Lo más vergonzante, si cabe, son las condiciones en que viven estas personas. A la vera de cualquier pueblo manchego se alzan campamentos de inmigrantes que aguardan a que comience la vendimia para ganarse el jornal. Es el Tercer Mundo en estado puro.
A apenas 100 metros de Socuéllamos, unos 50 gitanos búlgaros duermen en las enormes tinajas que pueblan un descampado. Dentro están las camas: colchones desvencijados que descansan sobre palés, a falta de somieres. «Necesitamos trabajo, porque los niños están hambrientos», se queja Pavel, un tipo dicharachero, vestido con bermudas y gorra de béisbol, que parece ejercer de cabecilla. El resto -sólo los hombres- se acerca a los intrusos. Las mujeres cocinan carne y verduras al aire libre, entre montones de escombros y desperdicios. Los niños extienden la mano para pedir limosna. Comen lo que les trae la Cruz Roja, que también les presta atención sanitaria.
Los nómadas no se sienten a gusto pordioseando. Pero cuando ven la cámara, se agolpan para contemplar las fotos de las viñas y sufren una metamorfosis. «¡Vendimia, vendimia!», gritan con los ojos incandescentes. Para ellos, las uvas marcan la frontera entre la miseria y la dignidad. «Cuando nos den trabajo, nos mudaremos a un piso», asegura Pavel, consciente de que hay españoles que marchan a vendimiar a Francia porque allá les pagan más. ¿Por qué ellos vienen a España? La respuesta es tajante: «Porque en otro sitio no podríamos trabajar sin papeles».
Emilia, de 23 años, corta sin parar racimos de uvas rojizas con certeros tijeretazos. Es una veterana de la ruta de las recolecciones. Esta vez, para romper la costumbre, no regresará a Rumania cuando acabe la vendimia. Quiere quedarse para empadronar a su hijo de cinco años, que nació en España y que siempre la acompaña en sus viajes. Por la tarde, acudirá a la parcela de otro agricultor, el mismo que le ha proporcionado una casa de campo en la que se amontonan 10 personas.
Emilia y sus compañeros tienen miedo de reconocer que no están regularizados, aunque, al fin y al cabo, es su empleador el que está vulnerando la ley. «Sí que tenemos papeles», responden. Quieren decir que tienen documentación, porque de permisos de trabajo, nada de nada. El agricultor, Andrés Muñoz, lo ha reconocido sin medias tintas.
Muñoz no oculta su temor a que una inspección de Trabajo le imponga una multa de miles de euros por emplear a sin papeles. Los rumanos y búlgaros son ciudadanos comunitarios, pero la moratoria impuesta por España les impide trabajar por cuenta ajena si su empleador no solicita sus permisos de trabajo con dos meses de antelación. Hasta el pasado miércoles, la Delegación del Gobierno en Castilla-La Mancha había recibido solicitudes para contratar a 12.800 extranjeros. Sólo en la provincia de Ciudad Real se precisan 30.000 jornaleros.
Las dimensiones de la chapuza son tan mayúsculas que los agricultores han comenzado a replantearse la situación. El pasado jueves hubo reunión en la Cooperativa Cristo de la Vega, que agrupa a 1.300 socios. Creen que el año que viene convendría respetar las reglas de juego. «Todos preferimos que el trabajo sea legal», explica Muñoz, que confía en que el Gobierno le admita las solicitudes de permisos que pidió a destiempo. ¿Por qué no lo hicieron antes? Se habla de improvisación, de desidia, pero en el fondo del asunto late un sentimiento de desconfianza. «¿Cómo voy a pedir a los inmigrantes con antelación, si no sé quiénes van a venir?», plantea el agricultor, que recuerda que la vendimia no es ningún chollo: «Si gano 9.000 euros tras un año entero de trabajo, puedo estar más que contento». ¿Y cómo están respondiendo los seis irregulares que le están sacando las castañas del fuego?: «Parece que van bien. Pero de todo hay en la viña del señor».
Tras rematar el campo de Muñoz, la cuadrilla de Emilia se toma un descanso en el camino que rodea la parcela. Ni el agricultor ni los jornaleros ponen reparos a enseñar su vivienda. Hasta que, tras intercambiar unos cuchicheos en rumano, rechazan que ningún extraño husmee en su casa. «Es que el jefe no quiere», alegan. El jefe es un compatriota que llega en un coche blanco cargado de colchones viejos y, sin soltar palabra, lanza una mirada desafiante. Los jornaleros ponen cara de entierro, se quedan callados y se suben a toda prisa en el automóvil. Parece que el jefe, que no trabaja pero manda lo suyo, no quiere que le sigan.
En la casa de acogida temporal de inmigrantes de la Cruz Roja en La Solana (Ciudad Real) vive una familia rumana que llegó al pueblo cuando comenzó el verano. Sin un céntimo en el bolsillo, tenían que dormir en un parque. Son Viorel Boboc, de 42 años, su esposa, Gabriela, de 41, y sus hijos Valentin (21), Simona (15) y Ángel (8). Los padres, a la espera de los permisos, ya han empezado a vendimiar. Ganan lo que marca el convenio: 42 euros. El año pasado sólo cobraban 25 euros. El resto se lo quedaba un compatriota que le consiguió el empleo. En La Solana les llaman comisionados. Se anuncian en carteles repartidos por las poblaciones rumanas que nutren de inmigrantes a la vendimia manchega, y les prometen vivienda y trabajo. Ganan una fortuna sin necesidad de arrancar ni un solo racimo.
Mientras el grueso de la materia prima de los mejores vinos de La Mancha lo recogerán este año inmigrantes sin permiso de trabajo, Andrés Muñoz habla maravillas de un caldo local que ganó el primer premio en un concurso regional de variedades blancas. «Es nuestro vino campeón», dice el agricultor. En la tienda de la cooperativa de Socuéllamos cuesta 1,85 euros. Su nombre es Yugo.