Este jueves, Nicolás Maduro juramentará (juramentó) como presidente de Venezuela para un segundo mandato que se extenderá hasta 2024. Aunque las elecciones se celebraron el pasado 20 de mayo, la Constitución establece en su artículo 231 que «el candidato o candidata elegida tomará posesión del cargo de presidente o presidenta de la República el 10 […]
Este jueves, Nicolás Maduro juramentará (juramentó) como presidente de Venezuela para un segundo mandato que se extenderá hasta 2024. Aunque las elecciones se celebraron el pasado 20 de mayo, la Constitución establece en su artículo 231 que «el candidato o candidata elegida tomará posesión del cargo de presidente o presidenta de la República el 10 de enero del primer año de su periodo constitucional, mediante juramento ante la Asamblea Nacional».
Como casi todo lo relacionado con Venezuela, lo que debería ser un trámite político-administrativo se convierte en un motivo de disputa que trasciende sus fronteras. Parte de la oposición ya ha anunciado que no reconocerá a Maduro como jefe de Estado, al considerar ilegítimas las elecciones de mayo. En el plano internacional, 46 países, encabezados por Estados Unidos, los integrantes del Grupo de Lima y la Unión Europea, se han sumado a este desconocimiento.
Para evaluar de forma correcta qué puede suponer el no reconocimiento de Maduro es necesario contextualizar objetivamente el alcance de esta decisión. Las matrices mediáticas y políticas hegemónicas aluden a un supuesto aislamiento del Gobierno venezolano que, en última instancia, hará imposible su supervivencia. El cerco de la «comunidad internacional» colocaría a al chavismo en una situación imposible.
Este relato olvida que el concepto de «comunidad internacional» carece cada vez más de sentido, al menos de la forma en la que se venía utilizando desde la caída del Muro de Berlín y que sobreentendía la condición de única potencia de Estados Unidos. Es cierto que entre los 46 estados que no van a reconocer a Nicolás Maduro se encuentran algunos de gran peso específico, empezando por los propios Estados Unidos además de Alemania, Francia, Gran Bretaña o Brasil. Pero también es cierto que son 148 las naciones que no se han sumado, más del triple, y entre ellas figuran algunas con un enorme protagonismo político y/o económico como Rusia, China o India. Toda Asia -exceptuando Japón- con su vitalismo y pujanza ha rechazado unirse a la iniciativa liderada por los estadounidenses. Lo mismo cabe decir de África. En términos demográficos, esos gobiernos representan a más de 6.300 millones de personas de las aproximadamente 7.300 millones que habitan el planeta.
Por tanto, afirmar que la «comunidad internacional» va a aislar al Gobierno de Venezuela solo responde o bien a una visión anacrónica de un mundo unipolar que ya no existe o a una estrategia comunicativa para alcanzar unos determinados intereses. La imagen de una Venezuela sola y repudiada por el mundo, pronta a una caída ante el descrédito generalizado, no tiene visos de que vaya a producirse.
A partir de este escenario es pertinente preguntarse en qué se traducirá este no reconocimiento de ese conjunto de países. Es difícil saberlo por cuanto hasta el momento no se han anunciado medidas concretas. Tanto las declaraciones de dirigentes como los pronunciamientos de algunos organismos evitan cualquier referencia explícita y se refugian en los habituales comunicados de condena envueltos en el vaporoso lenguaje diplomático.
El comunicado emitido por el Grupo de Lima el pasado 4 de enero es un buen ejemplo de la ausencia de una estrategia definida que vaya más allá del no reconocimiento de la Presidencia de Maduro. De entrada, el organismo, creado en 2017 para dar seguimiento a la situación de Venezuela, tuvo que hacer frente a la negativa de México de sumarse al rechazo. El Gabinete de López Obrador se desmarcaba así de la trayectoria de su antecesor, Enrique Peña Nieto, beligerante en extremo con todo lo concerniente al Gobierno chavista.
Con esta sonada ausencia, los doce países restantes (Argentina, Brasil, Canadá, Chile, Colombia, Costa Rica, Guatemala, Guyana, Honduras, Panamá, Paraguay, Perú y Santa Lucía) emitieron la citada declaración por la que desconocen el nombramiento de Maduro. Sin embargo, el apartado de las medidas contra Venezuela que acompañaban ese documento no parecía tener la misma contundencia.
En efecto, las relaciones diplomáticas con el país caribeño se «reevalúan» por parte de cada país signatario y siempre teniendo en cuenta «la necesidad de proteger a sus nacionales e intereses». En la práctica, esto supone dejar al arbitrio de cada gobierno hasta qué punto quiere mantener los vínculos con Venezuela. A tenor del documento, el fantasma de una ruptura total de relaciones se desvanece.
Otras medidas son igualmente difusas, como la concesión de créditos por parte de organismos financieros internacionales y regionales, que se estudiarán «con criterios restrictivos» o las sanciones contra dirigentes de la administración venezolana. Tampoco se despeja la incógnita de lo que ocurrirá con los representantes del Gobierno venezolano en el exterior, desde el personal diplomático hasta los delegados en organismos internacionales pasando por misiones culturales, deportivas o de cooperación.
Indefinición a lo interno
Habrá que esperar, por tanto, a ulteriores movimientos de los países promotores del desconocimiento para ver su alcance. Mientras, a lo interno de Venezuela, la indefinición también planea sobre la decisión de un sector de la oposición de no reconocer a Maduro. Buena parte de esta indefinición se debe a la implosión del bloque opositor el pasado año. La Mesa de la Unidad Democrática (MUD), la frágil coalición de partidos muy heterogéneos vinculados tan sólo por su animadversión al chavismo, saltó por los aires. Las constantes divergencias en torno a la estrategia a seguir para derrocar a Maduro, los boicots electorales que terminaron por darle al chavismo la mayor concentración de poder que ha tenido en toda su historia, las disputas por el liderazgo y los enfrentamientos no sólo entre partidos sino también en el seno de los mismos dinamitaron a la MUD. El propio Ramón Guillermo Aveledo, quien fuera su secretario ejecutivo durante cinco años, certificó su defunción y desestimó cualquier intento por revivirla: «Aunque sea una buena noticia para el Gobierno y una mala para los que se dan gusto decargándola, hay que reconocerlo: la MUD no existe. Lo sensato es dedicar esfuerzo y talento a una unidad de la sociedad democrática, renovada y eficaz». El Frente Amplio, una suerte de sucedáneo que englobaba a algunas organizaciones y unos pocos partidos que formaron parte de la MUD, apenas tuvo recorrido.
Parte de la oposición quiere aprovechar la toma de posesión de Maduro para recuperar cierto protagonismo. Ante la falta de fuerza real y de conexión con la calle, un sector se ha atrincherado en el legalismo y entiende que un no reconocimiento de las elecciones desemboca en la asunción del poder por parte de la Asamblea Nacional y, a partir de ahí, en la organización de nuevos comicios.
Sucede que esa Asamblea Nacional, con mayoría opositora, cesó sus efectos a partir de la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente por parte del presidente Maduro, haciendo uso de las atribuciones que le concede el artículo 348 de la Constitución: «La iniciativa de convocatoria a la Asamblea Nacional Constituyente podrán tomarla el presidente o presidenta de la República en Consejo de Ministros». La oposición boicoteó las elecciones a la Constituyente en una decisión que el tiempo revelaría como estéril: la Constituyente quedó en manos chavistas y la Asamblea Nacional quedó desactivada, por más que los diputados sigan sesionando para dar una imagen de detentación de poder.
Por otra parte, desde el argumentario chavista se señala que el proceso electoral que ganó Maduro el pasado mes de mayo se celebró con los mismos elementos que las elecciones legislativas en las que venció la oposición en diciembre de 2015: el mismo sistema electoral y de recuento, idéntico Consejo Nacional Electoral, sin observación extranjera -aunque sí con acompañamiento internacional- y también con algunos postulantes inhabilitados. Si entonces la oposición consideró legítima su victoria, cabe preguntarse, señalan desde las filas chavistas, por qué ahora califican de inválido el triunfo de Maduro.
En cualquier caso, las guerras de relatos suelen dirimirse no por lo afinado de los argumentos sino por la correlación de fuerzas. Y en este ámbito la oposición venezolana está completamente ayuna. Su desconexión con la calle es total y su capacidad de movilización, nula. Salvo las bases más acérrimas, el resto de aquéllos que una vez la secundaron ya no siguen sus llamamientos, por más que puedan continuar votándola. Son ya demasiadas veces las que la derecha le anunció a sus huestes que el chavismo estaba a punto de caer. De hecho, en otra proclamación, la de Hugo Chávez el 10 de enero de 2013, la oposición ya prometió que no asumiría, puesto que al encontrarse en Cuba para tratarse de la enfermedad de la que finalmente fallecería no podría asistir personalmente a la juramentación, con lo que su designación como presidente quedaría invalidada. Finalmente no fue así. Los seguidores opositores cosecharon una nueva decepción y sus líderes, una muesca más en su credibilidad. Esa credibilidad se puede ver aún más erosionada si a partir de este jueves transcurren los días y Nicolás Maduro no es desalojado del poder.
Fuente: https://www.celag.org/venezuela-entre-legalidad-y-legitimidad/