Hasta diciembre de 2017 Venezuela arrastraba una serie de déficits institucionales y republicanos gigantescos. Sin embargo, seguía celebrando elecciones razonablemente libres y competitivas, en las que el gobierno no se privaba de inclinar la cancha mediante la descarada utilización de todos los recursos estatales a su alcance pero en las que existía presencia real de […]
Hasta diciembre de 2017 Venezuela arrastraba una serie de déficits institucionales y republicanos gigantescos. Sin embargo, seguía celebrando elecciones razonablemente libres y competitivas, en las que el gobierno no se privaba de inclinar la cancha mediante la descarada utilización de todos los recursos estatales a su alcance pero en las que existía presencia real de la oposición y cuyos resultados eran verificados por instituciones como el Centro Carter y las Naciones Unidas. Si la democracia puede definirse como un tipo de régimen en el que no sólo hay elecciones sino que además no se sabe de antemano quién las va a ganar, si la democracia comporta en definitiva un cierto grado de incertidumbre, Venezuela era todavía una democracia; en el límite, pero democracia al fin (de hecho, al chavismo se lo podía acusar de muchas cosas salvo de no realizar elecciones y de no reconocer sus derrotas en los pocos casos en los que ocurrían, cosa que por otra parte no hacía la oposición, acostumbrada a denunciar fraude cuando pierde pero no cuando gana, y siempre con el mismo Consejo Nacional Electoral, las mismas urnas electrónicas y el mismo tribunal).
Pero en los últimos años esto cambió. En diciembre de 2015 la oposición triunfó inesperadamente en las elecciones para la Asamblea Nacional. Consiguió una mayoría de dos tercios, suficiente para reformar la Constitución y bloquear al gobierno, y anunció que su plan consistía en forzar una salida anticipada de Nicolás Maduro. El chavismo, que había denunciado irregularidades en la elección a pesar de que controló todo el proceso, presentó una serie de impugnaciones. El Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), que le responde, aceptó una, y ordenó, con argumentos dudosos, repetir la elección en el estado de Amazonas y no juramentar a sus tres diputados. La oposición, que de este modo perdía los dos tercios, se negó a acatar la sentencia. El TSJ, ante un pedido del Ejecutivo, declaró a la Asamblea en desacato, y al poco tiempo anunció que absorbía sus funciones, un autogolpe tan ostensible -y aparentemente implementado sin el aval de Maduro- que al final tuvo que retroceder.
Al impasse institucional provocado por el conflicto de poderes se sumaron una serie de marchas y movilizaciones que entre abril y julio de 2016 causaron más de 100 muertos. La represión del gobierno, según cualquier parámetro que se utilice, fue feroz, tanto la oficial como la paraoficial de los «colectivos» armados, pero también se registraron muertos chavistas en manos de multitudes embravecidas que llegaron a quemar viva a una persona.
La salida que encontró Maduro, más política que democrática, fueron las elecciones para la Asamblea Constituyente anunciadas el 1 de mayo de 2017. Se realizaron bajo un curioso sistema sectorial-representativo, no contemplado en la Constitución vigente, según el cual una parte de los 564 constituyentes fueron elegidos por sector (campesinos, obreros, discapacitados, empresarios, etc) y otra por municipios, en un diseño tal que otorgaba al chavismo una ventaja indescontable: ganaba aún perdiendo. La oposición no se presentó y las elecciones se concretaron, por primera vez, sin veedores independientes. Según el Consejo Nacional Electoral, la participación fue del 40 por ciento, aunque la empresa responsable de las máquinas de votación objetó este dato. Pero lo central es que Maduro se negó a convalidar los resultados en un plebiscito en el que la población se expidiera por el Sí o por el No a la nueva Constitución, como había hecho Chávez en 1999. Después, la Constituyente sencillamente se declaró «originaria» y, en lugar de dedicarse a escribir una nueva Constitución, se instaló como una especie de órgano suprapoder que absorbió las funciones de la Asamblea Legislativa.
Sintiéndose fortalecido, Maduro convocó para el 15 de octubre de 2017 a elecciones regionales (gobernadores), que venía posponiendo desde hacía un año sin más argumentos institucionales que la posibilidad de una derrota. La oposición presentó candidatos, los comicios se realizaron normalmente y el chavismo… arrasó (contra todo pronóstico, se impuso en 18 de los 23 estados e incluso derrotó a figuras opositoras como Henri Falcón en Lara y al sucesor de Henrique Capriles en Miranda). La oposición denunció fraude, aunque nunca pudo exhibir las famosas papeletas que lo demostraban.
La correlación de fuerzas había cambiado. El gobierno, que antes había postergado las elecciones regionales, esta vez decidió adelantar las presidenciales. Aduciendo que el Consejo Nacional Electoral había impuesto una serie de restricciones infranqueables, como la necesidad de revalidar nuevamente las boletas de todos los partidos y la prohibición a la Mesa de Unidad Democrática, histórica denominación del anti-chavismo, a utilizar ese nombre, una parte de la oposición decidió no presentarse. Pero un sector, liderado por Falcón, sí se presentó, y fue ampliamente derrotado. La participación fue baja. El 10 de enero, Maduro juró nuevamente como presidente.
Así, con una Asamblea Legislativa legalmente constituida pero desprovista de funciones reales, una Asamblea Constituyente manifiestamente ilegal y un presidente dañado en su legitimidad de origen, llegamos a la situación actual. La insólita decisión de Juan Guaidó de declararse «presidente encargado» y la aún más insólita decisión de Estados Unidos y buena parte de los países latinoamericanos de «reconocerlo» agudizan la tensión y profundizan la polarización. Pero, ¿hasta dónde llega realmente la mano siniestra del imperio? En realidad, salvo que decida una invasión armada desde el Caribe o desde Colombia, lo que crearía un Vietnam a la enésima difícil de imaginar bajo una administración Trump que se acaba de retirar de Siria, la capacidad de injerencia de Washington se limita a las sanciones financieras y el apoyo a la oposición. Por eso, más allá de las intenciones, el efecto es limitado: Venezuela no es una isla, no se la puede bloquear como a Cuba, y sobrevive básicamente de sus menguadas exportaciones de petróleo, un bien que siempre encuentra quien lo compre (incluyendo sobre todo a Estados Unidos, el principal comprador de crudo venezolano). La injerencia existe, pero resulta insuficiente para derrocar al chavismo.
La explicación del drama venezolano es fundamentalmente local: una economía dislocada (un millón por ciento de inflación el año pasado), un deterioro social dramático (62 por ciento de pobreza según el índice que elaboran las universidades), la tasa de homicidios más alta de América Latina (89 cada cien mil habitantes) y una sociedad en descomposición (unos dos millones de emigrantes en dos años, incluyendo a prácticamente toda la clase media). Pese a ello, Maduro ha logrado sostenerse en el poder, básicamente por tres motivos. El primero es el control vertical de la Fuerza Armada Bolivariana, que no es un «aliado» del gobierno sino parte esencial del dispositivo de poder. El segundo son los restos de legitimidad que aún conserva como resultado de los formidables avances sociales conseguidos durante los gobiernos de Chávez y el rechazo que genera la oposición política en los sectores populares, lo que explica que «los pobres no bajen de los cerros». Este apoyo social relativo se completa con la desordenada e ineficiente pero enorme red de provisión de alimentos básicos instrumentada a través del Carnet de la Patria y el hecho de que, como resultado de la hiperinflación más que por una decisión deliberada de política económica, buena parte de los servicios públicos -luz, metro, internet- son prácticamente gratuitos. El tercer aspecto que explica la sobrevida es el respaldo geopolítico de grandes potencias como Rusia y China y de poderes emergentes como Irán y Turquía, que ofrecieron asistencia financiera, energética y militar en los momentos más críticos y demostraron que el gobierno no está totalmente aislado, aunque al costo de una deuda monstruosa y la hipoteca de buena parte de la riqueza minera e hidrocarburífera del país.
En este marco, la única salida posible es una negociación entre ambos bandos, algo que en algún momento parecía posible y hoy está descartada. En un contexto de polarización tal que el ganador se lleva todo, una de las mayores dificultades es la cuestión de inmunidad de los funcionarios chavistas en caso de su salida del gobierno. Como la oposición tiene un ánimo mortal de revancha, el chavismo sospecha con razón que dejar el gobierno no implicaría un paso pacífico a la oposición parlamentaria sino la cadena perpetua o el exilio; sienten, en suma, que no se juega el poder sino la vida.
Volvamos a la pregunta del comienzo. Venezuela no es una dictadura en sentido estricto. No es un régimen estalinista ni un sistema de partido único: no hay violaciones masivas a los derechos humanos (aunque sí focalizadas y una política de «zona liberada» para el accionar de los grupos paraestatales en los barrios). La libertad de expresión persistente, aunque limitada sobre todo en los medios digitales, a los que no llega el brazo del gobierno. Maduro no es un autócrata y la sociedad puede expresarse electoralmente, con los problemas que señalamos. Al mismo tiempo, en Venezuela hay una evidente proscripción de opositores y una creciente cantidad de presos polítcos: si en Brasil Lula no pudo presentarse a las últimas elecciones, en Venezuela las principales figuras opositoras se encuentran exiliadas (Manuel Rosales), inhabilitadas (Henrique Capriles, Corina Machado) o presas (Leopoldo López). Si en Argentina Milagro Sala es una presa política se la mire por donde se la mire, en Venezuela hay decenas de presos políticos, algunos de ellos encarcelados simplemente por organizar movilizaciones pacíficas y la mayoría detenidos en condiciones inhumanas en la prisión que regentean los servicios de inteligencia. El militarismo es, ya desde tiempos de Chávez, uno de los rasgos del régimen.
Y finalmente, como se vio en estos días, la represión en las calles alcanza una ferocidad que no se ve en ningún otro país de América Latina salvo en Nicaragua (no deja de resultar llamativo el silencio de la izquierda latinoamericana al respecto).
Como ningún otro país de la región, Venezuela es una democradura, una especie de autoritarismo-caótico y ultracorrupto, un régimen híbrido que combina elementos democráticos y autoritarios y que va mutando de acuerdo al contexto internacional, los precios del petróleo, el ánimo del gobierno y la correlación de fuerzas con la oposición.
* Periodista y politólogo, trabajó como redactor y columnista del diario Página/12, para el cual cubrió campañas electorales y diversos acontecimientos en Argentina y el exterior. Actualmente dirige la edición Cono Sur de Le Monde Diplomatique.