La reacción de la derecha frente a la derrota de las elecciones del pasado 15 de febrero fue por lo demás astuta. Consistió en hacer ver los votos obtenidos como una suerte de «triunfo parcial», que le permitía darse el lujo de exigir . A esta postura le siguieron inmediatamente las reacciones de algunos voceros […]
La reacción de la derecha frente a la derrota de las elecciones del pasado 15 de febrero fue por lo demás astuta. Consistió en hacer ver los votos obtenidos como una suerte de «triunfo parcial», que le permitía darse el lujo de exigir . A esta postura le siguieron inmediatamente las reacciones de algunos voceros de la izquierda revolucionaria, quienes no dudaron en llamar a establecer «puentes» de negociación con quienes, hasta entonces, creíamos perdedores por casi 10% de diferencia.
Al parecer la derecha al perder, ganó.
Mucho tuvo que ver en todo esto el más que conocido argumento de la «gobernabilidad», la testaruda esperanza de «recuperar sectores» de la derecha venezolana y la «salvación de la crisis financiera mundial». Según esta postura, para lograr dichos fines se debe concertar con los empresarios, banqueros, medios de comunicación, en fin, con la alta burguesía.
Se olvida así que las causas de la debacle financiera mundial son estructurales, propias del modelo capitalista, y por lo cual, su solución no puede ser de ningún modo coyuntural, ni mucho menos liberal. Lo mismo puede ser dicho del fenómeno de la gobernabilidad, y más aún, de la derecha irrestricta venezolana.
De igual modo se olvida que la derecha en Suramérica nos tiene acostumbrados a dos métodos que resuelven, sin más, el problema de la revolución: la primera vía es matando a la izquierda. La segunda, es comprándola. La primera convierte a los revolucionarios en mártires. La segunda, en neoliberales conversos.
Seguir hablando de negociaciones, después de una furibunda campaña de la derecha y de un triunfo como el obtenido, se convierte por ello en la oportunidad para cristalizar el sueño de la derecha latinoamericana actual: convertir la revolución venezolana en socialdemocracia.
De hecho, cuando analizamos las campañas electorales de la derecha y de la izquierda en Venezuela, en vista de la contienda electoral del 15 de febrero de 2009, nos damos cuenta de un fenómeno digno de atención: nos encontramos en medio de una guerra simbólica en la cual la derecha y la izquierda se pelean por acaparar el centro (que acaso ni siquiera existe como tal).
Lo que resulta de esa pelea (que es electoral ) es que precisamente la izquierda revolucionaria tiende a eternizarse en la conquista por el centro, incluso ganando las elecciones. Parece entonces empecinarse la revolución en seducir a un centro, que nada tiene que ver con la ideología revolucionaria y, por lo tanto, en lugar de aportarle, le quita.
De ahí entonces el surgimiento de esos peligroso «puentes» que se le tienden, nada más y nada menos, que a la derecha que protagonizó una violenta campaña fundada en, lo que el mismo Chávez llamó, «la mentira contra la verdad». Campaña que además fue financiada por la oligarquía venezolana y los Estados Unidos de América.
Cuidado entonces con los benditos puentes y llamados a efímeros diálogos, de una parte y la otra que, en el fondo, se parecen mucho, pero mucho, a pactos que por ser tácitos son aún más peligrosos.
En fin, mientras el socialismo, y los socialistas, se juegan la piel cotidianamente, la derecha juega al cómodo ganar-ganar . Si gana la derecha, arremete sin pudor alguno contra la izquierda como en el caso de Táchira y Miranda. Si pierde, también gana, pues en nombre de la gobernabilidad, incluso los socialistas, llaman al diálogo y la negociación.
Que raro suena todo esto: el socialismo cuando más tiene que aprovechar del triunfo para la profundización de un proyecto revolucionario, vuelve su vista hacia el centro y, con él, a una especie de socialdemocracia progresista. Socialdemocracia que cierto, podría ser buena. Pero no es revolución.
No olvidemos que se puede terminar como se comenzó, es decir, con la «Tercera vía».