Hugo Chávez asumió la presidencia en 1999. Desde entonces, su gobierno ha afrontado un golpe de estado, un paro petrolero, un referendo revocatorio, una guerra mediática desigual, toda clase de sabotajes, y embestidas internas y externas. Pero la Revolución Bolivariana, diez años después, sigue su marcha inexorable hacia un país más soberano y justo.
Luis Pasteur, en la segunda mitad del siglo XIX, echó por tierra la creencia popular de la generación espontánea. Hasta el microbio menor proviene de otro microorganismo, y este a su vez se origina en otro ser vivo. Es una cadena de generación de vida, que empieza su quehacer lento desde el más impensado resquicio. Así mismo pasa con las cosas de fondo. Es casi de rigor el hecho de que nada acaece porque sí, aunque los niños, con su tesón firme, a veces nos lo hagan creer. No ocurren las cosas que valen la pena, aun las más personales e íntimas, en días, ni siquiera en meses. Las decisiones traquean adentro antes de tomarse. A no ser que alguien se gane la lotería, alguno tenga un traspié garrafal o la teja del alero le caiga al desprevenido transeúnte, el rumbo de la vida de cualquiera no se tuerce de buenas a primeras. En un sentido parecido, si el río suena, es porque piedras trae.
El devenir de las regiones, los países, las comunidades, está marcado por ese ir y venir sin afán que se toma la historia. Cuando el muro de Berlín se cayó a martillazos, hacía mucho tiempo que las barreras estaban fracturadas y los cimientos pegados con goma. El mismo Obama acaba de decirlo, refiriéndose a la crisis inmobiliaria, financiera y general que ahora hace su agosto: «El hecho es que nuestra economía no comenzó a deteriorarse de la noche a la mañana. Tampoco se iniciaron todos nuestros problemas cuando el mercado de vivienda colapsó o la bolsa de valores se desplomó.» Y es cierto: El descalabro no sólo se presumía, sino que se sabían al dedillo los malabares especulativos de todo el sistema financiero internacional, desde hacía décadas. La cuestión apenas era: ¿Cuándo será ese cuando…? Otra cosa distinta es que a veces no veamos lo que pasa o no lo queramos ver. O que necesitemos no verlo. Como en el precepto religioso de tener que creer a ciegas ciertos embutidos, apenas cuestionados alguna vez por el denigrado Tomás.
Y eso que es claro que las cosas se caen o terminan más rápido de lo que se levantan. Se desmontan en un solo aguacero de pocas horas los nimbos que tardan días en hacerse cirrus. La independencia de América Latina, con excepción de Puerto Rico y Cuba (que para la segunda independencia pondría patas arriba la secuencia) con juntas, campañas militares y todo, tomó menos de dos décadas. La conquista había durado tres siglos (y en muchas partes y aspectos todavía se mantiene). Hasta las fases duras del desamor son breves junto a las largas y regocijantes de la pasión.
Las cosas se desploman o construyen a través de procesos. Algo que pasa en un rato será un accidente, a lo sumo un suceso. Es en este campo donde pastan los medios de comunicación y sus noticiarios. Famélicas vacas mediáticas, que pocas veces se pasan la alambrada de este estrecho, pero cómodo, campo. Eso lo sabe cualquier ganadero.
Más allá está lo complejo. Donde las cosas, más que tomarse tiempo, tienen tempo, un ritmo inevitable para hacerse ciertas. Cualquier proceso de transformación supone fases, identificables y diferenciables. A veces, cuando permitimos que los árboles no nos dejen ver el bosque, incluso, pareciera que se devuelven.
Sólo los procesos garantizan una verdadera transformación. El resto son virajes, cambios de tercio, naves a la deriva, vueltas de la tortilla, en todo caso, lecturas fortuitas y falsas de la realidad. O, por lo menos, desatinos, chapaleos, caprichos. Los sinónimos no se agotan, para nombrar lo que atinadamente definió el poeta colombiano León de Greiff, desde 1936: «Variaciones alrededor de nada».
Un proceso, desde luego, está lleno de repetidas variaciones, específicas o generales, perceptibles a primera vista o infinitesimales, fraguadas o aleatorias, nacidas y criadas en las comunidades más alejadas, o como logros de acciones diseñadas en los centros estratégicos gubernamentales. Del centro a la periferia, o viceversa. De arriba abajo, o viceversa.
El proceso
En la República Bolivariana de Venezuela, esto es lo que se adelanta en el presente, en un desarrollo lento, pero seguro, cuya proyección social y en el tiempo fue ratificada hace poco, como para que no quepan dudas. De abajo para arriba, como siempre es mejor que sea.
Stéphane Mallarmé, el escritor francés, simbolista y maldito, no estaba tan despistado cuando afirmó que «las grandes innovaciones casi nunca son revolucionarias». Es una forma de decirlo, claro está, que no desdice nada de la palabra revolución, sino que más bien nos obliga a entenderla mejor, como referencia a un hecho o una serie de hechos que no ocurren de sopetón, sino que obedecen a un largo y complejo encadenamiento de causas y efectos, al decir de Borges, más que de contingencias. Complicándolo: Más azahares que azares.
Todo proceso implica gazapos, metidas de pata, y hasta tropezar dos veces con la misma piedra. Ha pasado, pasa y pasará. Aquí y acullá. Claro que esto afecta cualquier desarrollo. Y no puede aceptarse ni convalidarse. Ahí es donde vemos que la plata fue más para hacer menos. Que las reuniones sobraron y los hechos faltaron. Que el último en la fila tenía razón y que debimos empezar de atrás para adelante, para que así no le alcanzara tanto a los primeros. Que el presidente del comité de aplausos se las ingeniaba para cobrar por cada palmetazo, o que el destituido por crítico y fastidioso era el mejor y leal. O que esas entelequias, manidas y fáciles y hermanas, llamadas burocracia, desidia y corrupción, tienen siempre nombres propios, sean cien o mil, todos y cada uno tienen registro de nacimiento y están a la mano. Alguien los sabe. Muchos los saben. ¿Quién abre la boca y tira la primera piedra? He ahí la cuestión…
Estos y otros descalabros, desde luego, entorpecen, no digamos el sueño, al menos al inicio, que está impoluto y puesto bien arriba, sino esos días con colas vanas, rabias atoradas y aguaceros tropicales, que unos tras otros son la vida de casi todos. Y no pueden ser los males necesarios. Ni el mal que por bien no viene. Ese sí sería el consuelo de tontos. Al contrario, para domeñar tan nefasto mal ya se han dado pasos largos: se sabe de los problemas y se aceptan, y se han identificado algunos de los existentes. Se les reconoce. Se les combate. Desde el único lado que tiene que hacerse: desde dentro.
Este y no otro, pues, con agobios, aprietos u oscilaciones, pero también con voluntad y esperanzas, es el proceso que da la cara en Venezuela. Una experiencia vital que sirve de referente para una buena parte del resto de países de América Latina, que de no ser así seguramente no estarían tratando de ser como ellos mismos quieren ser, sino quizás volviéndose como Colombia, el país al que no hacen rojo rojito las banderas de un partido, sino la sangre de los miles de opositores, o simplemente inconformes, que son asesinados, para bien del para-país en ciernes.
El avance, la búsqueda
El proceso venezolano actual, que las palabras dejan pasar rápido, significa cambios esenciales, de estructura. Ahora no hay en Venezuela ningún tipo de comunismo, que tanto aterra a tantos tan tontos, por lo general, en un aspaviento premeditado y engañoso. Tampoco hay socialismo o algo acabado que se le parezca. Rastros hay en la arena y pasos van añadiéndose. Se arman las bases de un sistema social nuevo, adecuado al propio país y a los tiempos actuales: Socialismo del siglo XXI. Una causa en construcción, un sentido en pesquisa, unos propósitos a cuyo lomo apunta la flecha.
Empresas esenciales para la economía del país han pasado a manos del estado, o, por lo menos, han quedado bajo su control accionario. Algo más que significativo en ese largo camino de cortarle el paso al capital privado y a las trasnacionales, en aspectos estratégicos para la economía del país. Petróleo, siderurgia, cemento, telefonía, energía, entre otros recursos y servicios han sido nacionalizados mediante la adquisición consensuada de las empresas. Una decencia costosa para un gobierno ceñido a las reglas de juego constitucionales, que, sin embargo, es acusado de irrespetar la propiedad privada, algo tan elogiado y sacro, que tiene rabo de paja en el modo insano con el que se hizo de ambas cosas: propiedad y privada.
Ha comprado Venezuela, dólar sobre dólar, lo que le había sido robado, o arrebatado en trapisondas, o vendido a huevo con la aquiescencia de la corruptela criolla. Pero la voracidad capitalista queda insatisfecha. Se varían, digamos, las proporciones injustas para el país y los términos desfachatados de las concesiones de las empresas básicas petroleras en la Faja del Orinoco, y las transnacionales Exxon-Mobil y Conoco-Phillips ponen el grito en el cielo y sus yupis se rasgan las vestiduras. Y las cosas están tan patas arriba que los aullidos apenas menguan cuando una corte británica, en un juego de espanto que metía en un congelador «preventivo» una fuerte suma de activos de la estatal petrolera, falla a favor del estado venezolano.
«Something is rotten in the state of Denmark», dice Marcelo en el Acto 1 del Hamlet. Y no sólo hay algo podrido en Dinamarca, sino en medio mundo, para no exagerar. Si no, cómo se explica que el ladrón exija indemnización al atracado, el usurero clame justicia a los cielos, el asesino acuse a la víctima de insubordinación indebida, o que los Estados Unidos de América crean que la República Bolivariana de Venezuela les va a creer el cuento chino de que no hay trampa en su ayuda contra las drogas, contra el terrorismo, por la democracia en Colombia, por la seguridad en el Caribe, por el desarrollo de la región.
Venezuela avanza en transformaciones valiosas, que señalan un nuevo rumbo, unidas a los avances considerables en sectores como la educación y la salud. Pero más allá de los logros importantes en estas y otras materias, que benefician de modo directo a las poblaciones usualmente menos atendidas, hay que destacar los conseguidos en el desarrollo y el fortalecimiento de nuevas dinámicas de participación, organización y construcción social. Son consecuciones que marcan un progreso evidente de las comunidades, para elegir, determinar y proyectar su destino, y que está en los prolegómenos para afianzarse como pueblo. Tres íes esenciales: interrelación, interacción e interdependencia, a las que se añaden de la mano las tres erres machacadas por el presidente Chávez: revisión, rectificación y reimpulso.
Del «Caracazo» hasta acá
Mucho media entre el pueblo de hoy y aquel atribulado y frenético del «Caracazo», hace 20 años, en 1989, que bajó de los cerros y llenó la ciudad de negros y mulatos, con tenis rotos y camisetas sin marca, y que además no sabían inglés. Que saqueó mercados para paliar el hambre, enfrentó guardias y policías en las esquinas, y quedó desperdigado en calles y plazas víctima de la represión desesperada de una oligarquía que no había oído nunca los campanazos. Porque aquel desbarajuste tampoco fue de sopetón. El paquete económico de Carlos Andrés Pérez sólo fue la copa que derramó un vaso grande y lleno. El pueblo ignaro sabía y sentía en carne propia lo que pasaba. Pero quienes tenían la sartén por el mango no oyeron o no quisieron oír, ni más ni menos, que se les estaba acabando el siglo, el XX, que pasaba la alambrada retorciéndose y crujiendo los goznes. Como dijo infaliblemente alguna vez, también el presidente Chávez, «en el «Caracazo» terminó el siglo XX en Venezuela, y empezó el XXI». Sin embargo, hay quienes aún ahora no se percatan de que la Cuarta República ya acabó. Quizás porque en el inconmensurable mundo de Globovisión, los centros comerciales y los cocteles eso sea cierto.
El pueblo de esos días aciagos tenía, vamos a ver, lo que tenía que tener: brío y fuerza, que son poder, y así lo evidenció. Durante estos años ha ganado conciencia política. Aprehende, se forma, comunica y construye conocimiento. Organiza y se organiza, y participa desde los que son los asientos del andamiaje: comunidades y barrios. Fases inherentes y constitutivas del desarrollo social del país.
El gobierno del presidente Hugo Chávez ha celebrado ya los 10 años. No obstante, no puede afirmarse que el proceso de cambios alcance ese tiempo. En un análisis juicioso, los cambios apenas si comprenden los últimos 5 años, en los cuales se han llevado a cabo las nacionalizaciones, se han emprendido las misiones, procesos productivos e industriales nuevos, y en el cuarto oscuro que era la Venezuela de antes se ha visto con más claridad la luz hacia la cual el país se mueve. Porque en este proceso particular las etapas no estaban señaladas. Nadie tenía en las manos el mapa con las equis. Una buena parte de los primeros años de gobierno se quemaron en la defensa de los ataques despiadados desde todos los ángulos de la estructura vigente, el saboteo económico, el acorralamiento político y hasta una exclusión generalizada. Unos años, también, en los que, entre golpes bajos y ataques, se hizo flexible y saludable un proceso en el que muchas de las cosas que se hacen todavía no se ven, porque su naturaleza así lo determina, porque falla la estrategia de divulgación, porque a veces no basta con mostrar, sino que hay que demostrar, como parecería que tiene que hacerse con aquello que se logra con sudor y lágrimas a cada momento, y es desvirtuado o no reconocido.