En el último decenio se han vivido en América Latina movimientos de transformación, de emancipación del Imperio. Uno de estos cambios ha tenido lugar en Venezuela, el «fenómeno Chávez». Con sus logros sociales y asuntos aún pendientes. En Los pasos perdidos, la novela sobre Venezuela del cubano Alejo Carpentier, un negro, un blanco y un […]
En el último decenio se han vivido en América Latina movimientos de transformación, de emancipación del Imperio. Uno de estos cambios ha tenido lugar en Venezuela, el «fenómeno Chávez». Con sus logros sociales y asuntos aún pendientes.
En Los pasos perdidos, la novela sobre Venezuela del cubano Alejo Carpentier, un negro, un blanco y un indio, los tres venezolanos y artistas (pintor, escritor y dibujante) interrogan a los visitantes recién llegados de Europa acerca de las novedades de París. El protagonista les responde: «¡no hay nada en la decadente Europa que merezca la pena!», y les devuelve la pregunta: «¿qué está pasando en el continente americano?» A lo que ellos contestan: «¡Nada interesante pasa aquí! ¡Cuéntennos de Europa!» Desesperado, decide adentrarse Amazonas arriba en busca de los orígenes de la música. Hasta que Europa decidiera desilusionarle de nuevo.
En el siglo XXI parece cierta la opinión del viajero, convencido de que Europa no termina de encontrarse. En cambio, Venezuela, como el resto del continente (con salvedades terribles como México o Colombia) ha iniciado su propia senda. Y a diferencia de otros momentos, sus pueblos saben lo que tienen y lo que quieren. El pistoletazo de salida lo dio Hugo Chávez cuando, contra toda sorpresa, ganó las elecciones de 1998 en un país que hacía más de una década había perdido todo el brillo, incluso el de las zonas elegantes de Caracas.
El «fenómeno Chávez»
No tuvo que esperar mucho el recién elegido presidente Chávez para que los poderes reales del país, apoyados, como siempre, por el Gobierno de los EE UU, empezaran a adversar a su Gobierno con ímpetu. Pensaban que sería «otro militar más», manipulable y venal. Cuando sus planes se torcieron, pues ni el país era el mismo ni las fuerzas de la oposición tan débiles, se marcaron como objetivo acabar con quien aglutinaba ese descontento. Chávez era el enemigo número uno. Un «pirata del Caribe» (expresión irónica de Tariq Ali) que iba a ocupar el lugar que había correspondido a Fidel Castro y que no despierta en Occidente la simpatía de Johnny Deep, pero que tenía petróleo. Un petróleo que iba a ponerse al servicio de repensar Venezuela y toda la zona desde perspectivas emancipadoras.
Una nueva Constitución que permitiera un nuevo Contrato Social incluyente, las leyes que devolvían a la nación costas, latifundios improductivos e hidrocarburos, el cierre de la corrupción a los grupos tradicionales o la mejora de las condiciones laborales, sirvieron para identificar al Gobierno como ajeno a los intereses de la oligarquía. Y esta, como siempre en América, usó los métodos que juzgó necesarios para recuperar la rienda de sus asuntos. Con lo que no contaron fue con que el héroe señalado por el pueblo terminaría salvando al propio San Jorge y matando al dragón con sus propias manos. El fracaso del golpe y el regreso de Chávez a Miraflores en hombros del pueblo que se había echado a la calle para reclamar el regreso de su presidente marcó un punto de inflexión. Nacía el «fenómeno Chávez».
Pero los pueblos no pueden comer demasiado tiempo de signos y fue necesario avanzar en el pago de la deuda social. Después de agotadas las vías ilegales, la oposición recurrió a las vías legales y decidió usar un mecanismo que podía haber activado antes y hubiera ahorrado al país sufrimientos dolorosos como el paro patronal y el sabotaje petrolero (que hundió en casi un 30 por ciento el Producto Interior Bruto venezolano): el referéndum revocatorio. La animadversión de los poderes tradicionales servía para movilizar a una parte del «chavismo». Otra necesitaba datos de las bondades del nuevo régimen.
Las «misiones» y los proyectos
Por sugerencia de Castro, Chávez puso en marcha las misiones, políticas públicas participadas popularmente que suplían la incapacidad de un Estado heredado que no quería ni sabía llevar a las zonas más humildes educación, sanidad, alimentos e, incluso, identidad. Su éxito significó el pico más alto de apoyo a Chávez y el más bajo de apoyo a la oposición: 60 por ciento para el oficialismo, 40 por ciento para la oposición.
Después de más de cinco años impidiendo la tarea de Gobierno, la derrota opositora permitió iniciar una redistribución de la renta que redujo a la mitad las cifras de pobreza y de pobreza extrema, acabó con el analfabetismo, volvió a construir infraestructuras y recuperó proyectos como la ampliación del metro o el establecimiento de las líneas férreas. Además, impulsó la integración latinoamericana y apoyó a los países que empezaban a sufrir los embates de la derecha como Venezuela antes.
La oposición empezó una travesía del desierto donde ni lo viejo se marchó ni jamás llegó lo nuevo. Y el chavismo se relajó. Se cerró a cualquier crítica y no frenó los crecientes casos de corrupción que afectaban a lo que se conocía como «boliburguesía». De la misma manera, la ausencia de oposición constructiva enseñoreó los comportamientos, recuperándose elementos de la arrogancia burocrática de la IV República. Las elecciones de septiembre de 2010 supusieron un nuevo punto de inflexión. Una «victoria amarga».
El regreso de la oposición
La oposición a Chávez regresó al Parlamento y podría haber comenzado una política constructiva, aun siendo estas personas las mismas que durante esta década no dudaron en golpear al país para intentar así golpear a Chávez. Se iniciaba así una etapa parlamentaria que había desaparecido en el último lustro.
En 2005, las mismas formaciones protagonizaron una sorpresiva retirada que entregó la Asamblea al oficialismo. Cinco años después han entrado con fuerza en la cámara, ganando 65 de los 165 escaños parlamentarios. 98 fueron para el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y dos para Patria para Todos (PPT), que pagó caro su alejamiento del oficialismo. Y se repite una tendencia: el chavismo disidente no tiene apenas espacio político. Fueron años perdidos en apoyar todo tipo de desestabilización y también de renuncia a una crítica desde las instituciones que hubiera ayudado al Gobierno a calibrar sus políticas.
Los medios internacionales insistieron en la supuesta derrota del Ejecutivo. Esta lectura sólo es correcta desde las pretensiones movilizadoras del oficialismo y no desde el resultado logrado. Al no haber obtenido los dos tercios de la cámara necesarios para la elección de cargos públicos y para la aprobación de leyes orgánicas, el resultado se leyó como una derrota.
¿Qué perdió realmente el Gobierno? El PSUV aventajó a la Mesa de la Unidad, donde se reunió el grueso de la oposición, en 33 escaños. La oposición, que de unida tiene sólo el nombre, siguió sin lograr los diputados que tenía en 2000; además de seguir careciendo de un candidato capaz de confrontar a Chávez.
Con todo, no deja de ser cierto que la tradicional correlación seis a cuatro a favor del chavismo se convirtió en un empate. Aunque no es menos cierto que los seguidores de Chávez utilizan las elecciones intermedias para lanzar mensajes de disgusto al Gobierno, algo que no hacen cuando está en juego la figura del presidente. La oposición se movilizó mucho, a diferencia del chavismo, con cierto hastío tras 14 procesos electorales exitosos.
Sin embargo, sólo el patriotismo de partido impediría entender que la victoria hubiera sido otra con una ley electoral que optara por la proporcionalidad del voto (algo que bien conocemos en España). La reforma de la ley electoral permitió que con menos votos el oficialismo tuviese más escaños que la oposición. Una victoria lograda a cambio de romper la proporcionalidad y el principio «un hombre/ una mujer, un voto».
Asuntos pendientes
¿Por dónde se ha deslizado el chavismo? Un año de crisis económica ha pasado factura, aunque Chávez mantiene mayor apoyo que, por ejemplo, Obama. El desgaste de once años gobernando; repetidas fallas en el suministro eléctrico (debido a una pertinaz sequía); una preocupante inseguridad ciudadana; una elevada inflación que se come los aumentos salariales; corrupción en diferentes niveles del Gobierno; el ruido de guerra generado por Colombia y EE UU; la excomunión de facto del socialismo por parte de la acomodada y racista cúpula de la Iglesia católica venezolana; las lluvias torrenciales que desmoronan cerros y casas… Son aspectos que han pesado en estos comicios, asuntos pendientes en un proceso al que se llama revolución pero que no siempre corre al ritmo de los discursos.
Hace un año, en un encuentro en el Centro Internacional Miranda, la intelectualidad afín al Gobierno se interrogaba acerca de las luces y las sombras del proceso bolivariano. Algunas alertas, heredadas de la historia venezolana, aparecieron: la corrupción, el burocratismo y la ineficiencia de un Estado clientelar levantado sobre la riqueza petrolera; el peso de los militares como única fuerza pública con capacidad de obediencia; el centralismo que pretende superar la incapacidad de la periferia; la mentalidad rentista y la débil cultura del trabajo; o el clientelismo de partido y la cooptación de los movimientos.
Como cierre de estas debilidades institucionales destaca un liderazgo potente que muestra sus fortalezas en los procesos electorales y en la creación de identidad; pero que exhibe su fragilidad en la subordinación de los principales actores políticos a un líder al que se encumbra y que termina por querer cargar con la tarea que no hace el resto.
Logros y desafíos
La llamada revolución bolivariana ha enfrentado con éxito gran parte de los desafíos del neoliberalismo. Ha ayudado a unificar América Latina como nunca antes en la historia y ha sembrado las bases para una relación con el Norte.
En lo interno, ha logrado alcanzar buena parte de las metas del milenio e incluso ha ido más allá, superando gran parte de los cuellos de botella de la IV República (erradicación del analfabetismo; caída de la mortalidad infantil; acceso a agua potable; tasa de desigualdad de las más bajas del continente; siete por ciento de desempleo o ampliación de las jubilaciones, entre otras cuestiones). Además, uno de cada tres ciudadanos y ciudadanas tiene acceso a estudios, se ha reducido a la mitad la pobreza y se ha terminado con el fenómeno de los «niños de la calle». Todo ello junto a una ciudadanía politizada e instruida (no adoctrinada) que aprende a saber lo que quiere y cómo lo quiere.
El neoliberalismo ha vivido de ahogar las alternativas. De ahí la demonización de Chávez. Sus enemigos no hacen de Venezuela un paraíso (¿existen los paraísos?), pero la justicia social desplegada estos años, junto al clima de libertad reinante, reclama el respeto de cualquier demócrata.
Chávez va a seguir siendo, sin embargo, el «enemigo», pues en la crisis del capitalismo, es el representante de un país que está intentando una respuesta diferente. Algo que recuerda a los intentos en el Chile de Allende, cuando la crisis del keynesianismo de 1973, de construir un socialismo popular. La mirada de Venezuela choca con los puntos de vista del Norte y eso hace de Chávez un incordio.
Una nueva etapa en 2011
Recientemente, con la crisis libia, Chávez se quedaría prácticamente solo defendiendo la «presunción de inocencia» del líder Muamar El Gadafi. Y si bien es cierto que demostró poca sensibilidad con las razones del pueblo libio para levantarse contra el dictador, acertaba en lo relativo a los riesgos de una intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en la zona que repetiría los desastres aún en curso en un país como Irak.
Igualmente, aprobar en los meses entre las elecciones parlamentarias de septiembre de 2010 y la formación del nuevo Parlamento (enero siguiente) una Ley Habilitante que vaciaba de contenido la tarea de la nueva Asamblea debilitaba, aun siendo legal, una de las principales fuentes de legitimación de Chávez. Nos referimos a la asunción de la vía electoral y de los elementos básicos de las democracias parlamentarias; compatible, al menos en el corto plazo, con un poder popular basado en consejos comunales. Es una señal de la necesidad de que el bolivarianismo ensaye formas más participadas de toma de decisiones, como engrasar más en una perspectiva deliberativa las fuerzas políticas que sostienen al Gobierno.
Con la entrada de la oposición en el Parlamento se inauguraba una nueva etapa. Honduras o el golpe en Ecuador no prometen buenos tiempos. Pero las revueltas del mundo árabe demuestran que los pueblos acumulan un malestar que puede convertirse en esperanza. Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil o Paraguay dieron pasos notables. Si el mundo árabe avanza en una dirección similar, puede amanecer en la noche neoliberal. Europa, mientras, sigue esperando.
Juan Carlos Monedero es profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Complutense de Madrid (UCM).
Ilustración de Paula Cabildo.
Este artículo ha sido publicado en el nº 46 de la Revista Pueblos, segundo trimestre de 2011.