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Venezuela: muerte por paranoia

Fuentes: CounterPunch

Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Àngel Ferrero

Un estadounidense que viajase por Venezuela se acordaría de la observación de Will Rogers: «Dios tiene que amar a los pobres, si ha creado tantos de ellos.» Los pobres son los electores naturales y el apoyo más entusiasta del presidente venezolano Hugo Chávez. Objetivo habitual de la beligerante retórica estadounidense y sus acciones, Chávez se ha atrevido a trazar el camino hacia la independencia de su país, rechazando un tratado de libre comercio con EE.UU. Aunque Chávez ha sido elegido varias veces presidente del país por una holgada mayoría, la administración Bush insiste en llamarle dictador.

Las enormes reservas de petróleo venezolanas y el aumento del precio del combustible han permitido a Chávez no solamente saldar su deuda con el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, sino también ayudar a sus vecinos a librarse de sus respectivas deudas. Chávez no esconde su deseo de construir un mercado común latinoamericano, independiente del control estadounidense, lo suficientemente fuerte como para negociar acuerdos comerciales racionales con la Unión Europea, los norteamericanos y otros países.

La industria petrolera venezolana fue nacionalizada en 1976, décadas antes de que Chávez llegara al gobierno. Pero por primera vez, el gobierno venezolano está invirtiendo la mayor parte de sus beneficios en proyectos que benefician a la mayoría pobre de los venezolanos, en lugar de a los pocos ricos del país.

Comunidad tras comunidad, urbana y rural, la excitación es palpable. Se construyen nuevos hogares y escuelas, nuevas clínicas, nuevas infraestructuras. A través de los consejos comunales subvencionados por el gobierno, los ciudadanos son consultados sobre las decisiones políticas y financieras. En esta «nueva geometría del poder», como la han descrito muchos venezolanos, los políticos ya no dictan los proyectos cívicos. Es la ciudadanía, por sí misma, quien prioriza las necesidades de sus respectivas comunidades, y luego ayuda a sacarlas adelante.

La verdadera democratización -una que incluya a la mayoría de la población tradicionalmente privada del derecho de representación- lucha por convertirse en una realidad en Venezuela. Las únicas guerras que aquí se libran son contra el analfabetismo, la pobreza y la enfermedad. Se respira esperanza. Todo el mundo habla del «proceso» de convertir su país de un estado semifeudal en una sociedad igualitaria.

«Estamos siguiendo un camino totalmente nuevo», dice el alcalde de la mediana ciudad de Carora, «más que seguir el modo tradicional de gobierno de los pocos para los pocos.» El alcalde de Carora, Julio Chávez (sin relación con el presidente), ha afirmado que «uno de mis objetivos desde el primer día fue reducir el papel del alcalde.» En Carora, ciudad pionera de los consejos comunales, la totalidad de las ayudas gubernamentales son distribuidas por los consejos comunales, no por la oficina municipal. El alcalde se limita a solicitar su presupuesto a los consejos. ¿Es el experimento venezolano idealista? Sí, lo es. ¿Está este «proceso» desarrollándose sin problemas técnicos? Nadie de con quien me reuní se quejó de ello. ¿Esta transformación social radical que está teniendo lugar en Venezuela es una amenaza para los Estados Unidos? Desde luego que no. De hecho, por difícil que sea de aceptar para los americanos, nosotros podríamos aprender del ejemplo venezolano. La política exterior de los Estados Unidos siempre ha estado movida por una mentalidad de misionero. Pero ya va siendo hora de variar un poco, y dejar la posición del misionero. Desde el Destino Manifiesto que llevó a los EE.UU. ha apropiarse de la mitad de México a Woodrow Wilson, Henry Kissinger y el presente momento, Estados Unidos han impuesto su voluntad sobre otros, no importa cuán violentamente, en nombre de un bien mayor.

Nuestra certeza, casi religiosa, sobre nuestras aparentemente ilimitadas «buenas intenciones», permite a los EE.UU. justificar, al menos para sí mismo, las injerencias en las cuestiones nacionales de otros países, incluyendo muchos de Latinoamérica. Por desgracia, y no por casualidad, nuestro gobierno tiende a reemplazar el tan temido socialismo populista por males mucho mayores: dictaduras, torturas y genocidios en lugares como Guatemala, Nicaragua, Chile, Argentina y Brasil. La lista es larga y trágica. En 1823 el presidente estadounidense James Monroe declaró que Europa no tenía ningún derecho a interferir en Latinoamérica. No mucho después de la enunciación de la Doctrina Monroe, el libertador sudamericano Simón Bolívar predijo proféticamente que «… los Estados Unidos están destinados a extender por las Américas una plaga de miseria en nombre de la libertad.»

A medida que los países latinoamericanos emprenden un alejamiento dramático de la economía neoliberal y de las estructuras políticas impuestas por los EE.UU. para ir hacia formas más independientes de socialismo democrático, los Estados Unidos se van afianzando en el lado equivocado de la historia. La experiencia americana -del Norte y del Sur- muestra que el capitalismo sólo beneficia a una pequeña minoría, dejando al resto de la población luchando para satisfacer sus necesidades básicas. Bush y Cheney hablan para esa poderosa minoría. El intento de las naciones latinoamericanas por reinventarse a sí mismas y pasar de ser estados feudales y satélites de las multinacionales a democracias genuinamente igualitarias lo ven como una amenaza al viejo modelo gubernamental corporativo y jerárquico.

En nuestros días EE.UU. tiende a ignorar la diplomacia a favor de la violencia. ¿Se trata de una causa o de un efecto de nuestro potencial militar superdesarrollado? Tendemos a declarar la «guerra» a todo tipo de cosas: comunismo, terrorismo, drogas, o varios villanos du jour, como Manuel Noriega o Saddam Hussein. Si es cierto que un hombre que alza su puño para descargarlo es alguien que se ha quedado sin ideas, entonces está claro que la política exterior de Bush y Cheney ha estado en una bancarrota mental desde sus comienzos. Han rechazado las políticas de negociación y abrazado las amenazas y las invasiones. «O con nosotros o con los terroristas» es una simplicidad maniquea bien poco útil a la hora de intimidar países, pero que en cambio los aliena. Cuando Condoleezza Rice declaró que Chávez era «una fuerza negativa en la región», ¿hablaba como secretaria de estado de los EE.UU. o como quien fue y será miembro del consejo de Exxon-Mobil?

Un estadounidense que viaje por Venezuela quedará impresionado por la espectacular diferencia en el tono del discurso público. Los poderosos y prósperos Estados Unidos están dominados por el lenguaje del miedo y de la beligerancia. Parte del problema es que hemos regresado a la caverna platónica, con la diferencia de que las sombras que confundimos con la realidad son en realidad las imágenes parpadeantes de la televisión. Estamos, literalmente, fuera de la realidad, en nuestro país y en el resto del mundo. Alentados por oportunistas políticos, nos preocupamos por el terrorismo, el aumento del precio del combustible, los enemigos extranjeros y la crisis económica.

Comparados con el americano medio, muchos venezolanos tienen muy poco, excepto esta nueva, vigorosa esperanza. Pero resulta que ese poco es mucho. No deberíamos solamente respetar y reforzar el experimento venezolano, sino, quizá, buscar una manera de adaptarlo, por nuestra propia paz de espíritu. Debemos reclamar el discurso de la esperanza. El idealismo ha sido la base de la fuerza americana. La muerte por paranoia es un mal camino.

James McEnteer es el autor de Shooting the Truth: the Rise of American Political Documentaries (Praeger, 2006). Actualmente vive en Cochabamba, Bolivia.

Fuente: http://www.counterpunch.org/mcenteer08252008.html Àngel Ferrero es colaborador de Rebelión, Sin Permiso y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar sus autores y la fuente.