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Venezuela: viaje a las regiones indígenas

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Lejos de los poderosos e influyentes movimientos indígenas de Bolivia y Ecuador, los indígenas de Venezuela han recuperado reconocimiento y participación política desde la reforma constitucional del presidente Hugo Chávez. Pero las contradicciones que surgen de sus condiciones precarias, sus estructuras políticas propias y las luchas de intereses ligadas a sus territorios, frenan un proceso […]

Lejos de los poderosos e influyentes movimientos indígenas de Bolivia y Ecuador, los indígenas de Venezuela han recuperado reconocimiento y participación política desde la reforma constitucional del presidente Hugo Chávez. Pero las contradicciones que surgen de sus condiciones precarias, sus estructuras políticas propias y las luchas de intereses ligadas a sus territorios, frenan un proceso lleno de expectativas.
Y «Chávez» vino. Y la luz se hizo. El Chávez en cuestión, cuyo nombre de pila es Hugo, había sido elegido Presidente de la República de Venezuela. En 1999, uno de sus primeros desplazamientos fue a Saimadoyi, la pequeña capital de los indígenas barí. Se encuentra en la Sierra de Perijá (Estado de Zulia), en el extremo oeste del país. No muy lejos del lago Maracaibo, una selva de torres de perforación en un mar de petróleo (el crudo surgió allí por primera vez en 1922). Cerca también de la frontera colombiana. En las soiacas, sus viviendas de tierra cubiertas de hojas de palma, los indígenas vegetaban miserablemente. Y entonces, «Chávez» surgió. «No teníamos luz, vivíamos en la oscuridad. Y él dijo: ‘Voy a enviarles la electricidad'».
El Presidente mantuvo su palabra, la luz llegó (allí, y a todas las aldeas de los alrededores). Así como también una gran cancha de básquet cubierta, un dispensario, una nueva escuela en construcción, becas para los estudiantes y una camioneta para poner fin al aislamiento de la comunidad. Todo suministrado y pagado por el gobierno bolivariano. Como el rebaño de bovinos de la comunidad vecina, Bachichira. Héctor Okbo Asokma, cacique de Saimadoyi y de sus setecientas almas, no oculta su gratitud: «Ese Chávez nos miró, y las cosas cambiaron. Lo queremos mucho». Sí, pero…
Una vida muy difícil
¡Pobre Chávez!, estaríamos tentados de escribir… Cada vez que resuelve un problema, surge otro. En 1999 llegó a Saimadoyi en helicóptero. Por eso no vio la ruta. Una huella de tierra. En fin, que hace las veces de camino. Cuando se viene de Machiques, la ciudad más cercana -a unos 80 kilómetros-, he aquí lo que puede ocurrir. En primer lugar, hay que apiñarse junto con muchos otros en un «rústico», un vehículo del tamaño de un Renault Espace, previamente atiborrado de bolsas, recipientes y canastos, bártulos de todo tipo, ruedas de auxilio y una caja de herramientas. En segundo lugar, hay que encontrar una posición que permita evitar los calambres. Y finalmente, distenderse. Hasta que los frenos fallan en medio de una pendiente particularmente empinada… El «rústico» desciende a toda velocidad en un profundo mar de barro que lo detiene al llegar a la parte baja, felizmente sin accidentes, mientras los viajeros disfrutan de las salpicaduras que entran por las ventanas laterales, totalmente abiertas dado que hace un calor insoportable.
Después de la reparación realizada ahí mismo, en «un cierto tiempo», se vuelve a partir. Se llega al primer río. Ha llovido en las cumbres. El agua cae con estruendo, se derrama y desborda, y hay que dar media vuelta ya que es imposible vadearlo. Considerando el desastre con una mirada apagada, un pasajero se desahoga: «Cada vez ocurre lo mismo, no se puede prever ni planificar nada».
En el otro sentido, de Saimadoyi hacia Machiques se encuentra, forzosamente, el mismo problema. Se desencadena una tormenta y nada puede circular. Los viajeros, a veces encerrados entre dos ríos, deben pasar la noche en el lugar, a merced de los mosquitos de la selva. Durante «un cierto tiempo», la única vía de tránsito posible es la montaña escarpada. A pie, doblados bajo el peso de la carga y de los niños pequeños, por un improbable sendero: «En los momentos de urgencia, cuando hay que transportar un enfermo al hospital, esto hace la vida muy difícil», suspira Álvaro Akondakai Konta, un indígena tranquilo, de hablar lento. Otros se muestran menos complacientes: «¡Y el gobierno nacional, que gasta millones y millones de bolívares! ¿En qué lo hace? ¡Exigimos una verdadera ruta, con puentes!»
Porque acá se exige. Un pueblo bravo, los barí. Muy conocido en España en la época de la conquista y de lo que siguió. En aquel tiempo se los llamaba «motilones». Muy valientes, muy orgullosos, resistían. A golpes de lanza y ráfagas de flechas. Su reputación llegó hasta Madrid y Sevilla, donde se canturreaba: «Los indios motilones, ¡te cortaron los cojones!»
Ni siquiera la República pudo doblegarlos. Sólo expresaba desprecio por esos «salvajes». Durante mucho tiempo, matar a un indígena constituía apenas un delito. Unos lo hacían con plomo, los otros con flechas… Los barí fueron uno de los últimos grupos autóctonos que permitieron el acercamiento de los misioneros capuchinos y la «civilización». Recién en los años ’60, no antes, descendieron de la montaña, aceptaron el contacto con los criollos y se agruparon en aldeas.
Trabajo comunitario, zafarrancho de combate. Socialistas precoces, los indígenas actúan colectivamente. Los hombres suben a la camioneta «de Chávez» y a la del cura; ¡ah! sí, también hay un cura español. Vive con los barí desde hace treinta y dos años. No es un revolucionario, pero es abnegado. Se dirigen hacia el río Ogdavia que, enloquecido por las inclemencias del tiempo, aísla a Saimadoyi. Ya que Caracas no se mueve, ya que el gobernador no… ¿Perdón? ¿El gobernador de Zulia? ¡Bah! Nadie conoce su nombre (1). Se sabe vagamente que en diciembre de 2006 fue candidato de la oposición a la presidencia. Quería reemplazar a «nuestro comandante Chávez», «pero los indígenas a él no le importan; nunca hizo nada por nosotros».
Con el agua hasta la cintura, alguien con un tronzador acomete contra el desorden sembrado por los elementos, que obstruye el lecho del río y hace crecer el torrente, hasta más arriba del vado. Cada uno hace lo que tiene que hacer, como una pequeña tribu bien organizada. Voltean un árbol, y luego dos. Jadeando bajo piedras más grandes que ellos, empujan, tiran, transpiran, se agotan, recuperan el aliento durante algunos minutos, y vuelven a la tarea. Una jornada de un trabajo extenuante para levantar un dique y desviar la corriente. Para recubrir el vado con un piso de rocas y guijarros. La primera camioneta se lanza y pasa acompañada de aplausos. La ruta está nuevamente abierta. ¿Por cuánto tiempo?
Reconocimiento y participación
Barí, pemón, warao, kariña, chaima, yarabana, kurripaco, yukpa, wayuú, hoti, jivi… Treinta y cinco pueblos originarios, alrededor de 535.000 personas (2,1% de la población) según el Censo de Población de 2001, viven en las regiones más inaccesibles y menos pobladas del país. En cambio, sufren un vejamen común, ya que hasta fines de los años ’90 Venezuela tenía el régimen más atrasado de todo el continente en lo que concierne a los indígenas.
Luego apareció el presidente Chávez, elegido a fines de 1998. Asumiendo la herencia de su abuela, una pumé, se convirtió en el más ardiente defensor de esta población. En 1998, siendo candidato, asumió «el compromiso de saldar la deuda histórica» del Estado con los indígenas. Al convocar en 1999 una Asamblea Constituyente, la nueva elite «bolivariana» abrió un espacio de acción colectiva (2). Es cierto que los amerindios, desde los wayuú de los centros urbanos, bien asimilados, hasta los yanomani de la jungla del Amazonas, sin contacto con el resto de la sociedad, tienen niveles de integración muy diferentes. Sus organizaciones, relativamente nuevas, están aisladas de los demás sectores sociales y sufren divisiones. Algunas, sobre todo las de los wayuú que viven en Maracaibo, están afiliadas a los partidos tradicionales (especialmente Acción Democrática). Hay una cierta vacilación…
Venezuela no es como Ecuador y Bolivia, donde poderosos movimientos indígenas han convulsionado regularmente la vida política. «Aquí, el espacio fue abierto por los criollos, y no por su presión -observa, en Maracaibo, el sociólogo y antropólogo Daniel Castro-. Sin embargo, la reconstrucción del país emprendida por Chávez despertó en ellos viejas expectativas relativas a la recuperación de las tierras, la defensa de su modo de vida, etc.». El hecho de que se los invitara a participar en la redacción de la Constitución creó una dinámica entre los indígenas. El 17 y 18 de julio de 1999, los 600 delegados del Consejo Nacional Indígena de Venezuela (Conive) eligieron sus tres representantes para la Asamblea Constituyente, que se unieron a los 128 delegados criollos, con propuestas concretas elaboradas por las bases. Se trataba entonces de hacerlas aceptar.
La resistencia más importante proviene de los sectores económicos interesados en la explotación de los recursos naturales y, sirviéndoles como caja de resonancia, del conjunto de los medios de comunicación. En una palabra, de la oposición. Por el lado «chavista», la Comisión de Seguridad y Defensa, compuesta de ex oficiales, denunció un posible ataque a la soberanía y a la integridad de la nación. También apoyada por el núcleo editorial y televisivo. Hubo discusiones conflictivas y fuertes debates. Finalmente, el 3 de noviembre, se aprobó el texto sobre los «Derechos de los pueblos indígenas», que constituyó la matriz del capítulo 8 de la Constitución Bolivariana, ratificada el 15 de diciembre, mediante un referéndum, por el 71% de los venezolanos (con un 60% de participación). En materia de derechos indígenas, es la versión más progresista de todos los países de América. Las prácticas paternalistas (en el mejor de los casos) fueron sustituidas por una política de reconocimiento y de participación (ver «Nuevos derechos»).
Tucupita es un pueblo taciturno. Aquí termina la ruta que da lugar al gran Delta Amacuro, por el cual el Orinoco desemboca en el Atlántico, en el nordeste del país. Un gigantesco laberinto de caños -canales- estría la jungla y los manglares, en territorio warao. Plantas acuáticas, aromas y nenúfares derivan lentamente junto con el agua. Cuando la noche cae, desaparecen de a poco. Los pájaros se callan. En medio del río, con un ronroneo de motor, la piragua se hunde en la oscuridad.
Un pequeño haz de luces débiles: Guarakajara de la Horqueta. Un embarcadero se dibuja al pie de cada palafito, bohíos montados sobre pilotes. No hay paredes. Un largo techo de hojas de palma de temiche desciende sobre los costados. Cerca, un grupo electrógeno ronronea sin interrupción. Un joven warao de Tucupita, José Gregorio Aramillo, sonríe: «El Presidente dijo que todas las comunidades deben tener electricidad. Teléfono también (señala con el dedo uno sobre un estante). Las personas comienzan a llamarse de un lugar a otro. Gracias a este gobierno, hubo muchos cambios. Pero seguimos siendo waraos; hay que preservar la lengua y el modo de vida». Terrible desafío. Sentado sobre el suelo de troncos de palma manaca, una veintena de indígenas hipnotizados contempla un televisor conectado a un lector de DVD. En la pantalla, con tangas y minicorpiños, las cantantes del grupo ecuatoriano «Caramelos calientes» juegan lascivamente con sus caderas y senos.
En Guajakajara hay alrededor de quinientos habitantes. Tareas artesanales, pequeñas plantaciones -el conuco-, caza y pesca. En su origen los warao -los «señores de la piragua»- eran nómades. Pero desde hace algunos años se han ido haciendo sedentarios. Las calabazas han dejado su lugar a las palanganas de plástico, y los arcos a los fusiles. Los recursos locales se agotan, lo que acarrea malnutrición. Algunos dependen de un salario -de allí los televisores-, porque están empleados en la escuela o en el dispensario. Otros no tienen nada. «No hay trabajo, y no nos ayudan.» Es un nuevo modo de vida, parcialmente integrado. Al mismo tiempo que hablan interminablemente sobre la selva, el río, la naturaleza y el medio ambiente, tiran al agua, al pie de la vivienda, desperdicios, bidones, bolsas y botellas de plástico… Una cloaca nauseabunda.
No es que el Delta haya sido abandonado a su triste suerte. «Muchos motores fuera de borda fueron entregados por el gobierno, facilitando el transporte de un lugar a otro», constata un warao. Los Consejos Comunales, creados en 2006 para permitir a la población expresar sus necesidades y hacerlas llegar a las autoridades competentes, así como administrar ellos mismos los presupuestos, han recibido créditos. ¿Y aquí? Deserios Silva esboza una pequeña sonrisa a modo de respuesta. «Hemos elegido nuestro consejo y yo soy el responsable. Es algo nuevo, y está bien. Pero yo no estudié, no sé redactar un proyecto.» Y, en apariencia, no sucede nada.
Pero sólo en apariencia. María Chavy, coordinadora del Ministerio de Participación Popular y Desarrollo Social (Minpades), recorre entre un haz de espuma los cuatro municipios del Delta: Tucupita, Casa Coíma, Antonio Díaz y Pedernales. Tiene la tarea de establecer y reforzar las instituciones locales. Con éxito: a través de sus consejos comunales, las diecinueve comunidades totalmente indígenas del municipio Pedernales han podido desarrollar sus proyectos socio-productivos de pesca, cultivos y productos artesanales. Con zonas de sombra, como en Guarakajara. «Por naturaleza, los waraos son organizados. Pero tienen una cultura oral. Nuestra misión es enseñarles a comunicarse con las instituciones y también preparar a éstas para darles una respuesta». Una tarea inmensa. Por tantos retrasos acumulados desde hace tantos años. Y tantos obstáculos, a pesar de la manifiesta voluntad política del gobierno. «En muchas circunstancias chocamos con los politiqueros, que se introducen en las comunidades y desnaturalizan los proyectos. Y en otras ocasiones, desgraciadamente, los recursos sólo les llegan a algunos…».
Luchas de intereses
Hay que terminar con los mitos. «El hecho de ser indígena no implica que uno sea perfecto -sonríe Daniel Castro-. La corrupción y los conflictos también existen en este universo.» Eso sucede en el Delta, en La Culebrita. El río y las piraguas. Los palafitos. Los proyectos del consejo comunal en vías de realización: diez embarcaciones y redes para relanzar la pesca artesanal, créditos para construir letrinas dignas de ese nombre. La electricidad (y llegó Chávez…). La electricidad, justamente: un grupo electrógeno que funciona las veinticuatro horas, a gasoil, gratuitamente, subvencionado por el gobierno, la alcaldía del municipio. Salvo que…
Salvo que el plantero -responsable warao de la instalación- es un granuja. «Pone a funcionar el grupo recién a las 16 horas y lo detiene a las 22, pretendiendo que hacerlo funcionar más lo estropearía. Y, por esas pocas horas, nos hace pagar el gasoil…» ¿Adónde va a parar el resto del combustible? El dédalo acuático del Delta es propicio para el contrabando. No muy lejos, en el mar, las islas de Trinidad y Tobago aprecian el gasoil barato. En La Culebrita, siguen siendo igualmente pobres. Los escasos productos del trabajo artesanal sirven ahora para pagar la electricidad…
Hay contradicciones de todo tipo. Los consejos comunales crean algunos problemas (3). Entre los barí, estructurados en una democracia bastante vertical, los consejos corresponden a la organización ancestral y se integran naturalmente. En otras partes, como entre los warao o los yupa, las autoridades tradicionales -cacique, consejo de ancianos, chamán-, ven con malos ojos a estos nuevos dirigentes elegidos, porque pierden su autoridad. Aparecen divisiones. Los indígenas de Mérida, por ejemplo, se dejan intimidar por políticos vinculados a los partidos tradicionales, que en algunos casos conservan todavía poder local.
Por otra parte, la concepción del dinero y del tiempo que tienen los criollos y las comunidades indígenas difieren profundamente. En éstas, la noción de «inversión» prácticamente no existe. «Lo que constituye el éxito de los consejos comunales en el país -comenta Daniel Castro- es que la organización popular se ha hecho cargo de ellos. La situación es más compleja entre los indígenas. Sin embargo, éstos comprenden muy bien lo que ocurre y tratan de traducirlo en función de su visión. Aunque de manera mucho más lenta que en el resto del país, comienza a funcionar.»
Regreso a los barí. Los hay satisfechos. «Los gobiernos anteriores no hacían nada. Tenemos problemas, pero este Chávez nos ayuda, y por eso le estamos agradecidos.» Pero también los hay en efervescencia y descontentos. Imagínense… La ley de demarcación de las tierras indígenas fue aprobada el 12 de enero de 2001. Estamos en 2007. Como estaba previsto en su texto, los indígenas procedieron a la delimitación de su territorio. Al término de largas discusiones con los ancianos y los jefes, los profesores de las pequeñas escuelas y los campesinos han detectado las montañas que recorrían los ancestros, los sitios sagrados y las zonas de alimentación. Todo está listo. Incluso evitaron escuchar a quienes, tratando de empujarlos a una sobrevaloración -«ecologistas» criollos que se dicen anarquistas-, les sugirieron que, «en el tiempo pasado», el hábitat barí ocupaba todas las tierras hasta Maracaibo. «Desde la zona fronteriza, Río de Oro, hasta el río Santa Rosa, dos mil hectáreas, es lo que exigimos como barí». Nada más y nada menos.
El 12 de octubre de 2006, las autoridades les prometieron el título de propiedad colectiva. «Y después, ¡nada! Todo se detuvo.» ¿Qué pasó? Nadie sabe nada. Algunos sugieren que, como la densidad del hábitat otorgado es tan baja (de alrededor de 1.600 personas), entregarles ese título equivaldría a crear un latifundio. Otros cuestionan la inercia y la ineficacia de los funcionarios. Se habla también de las fuerzas armadas, preocupadas de ver a los barí adquirir tanta autonomía en una zona fronteriza con Colombia, particularmente sensible para la seguridad del país. Se menciona a los grandes propietarios de tierras. Pero, sobre todo, la inquietud tiene un nombre: las empresas mineras, con razones evidentes para tratar de impedir la demarcación.
La ley dice claramente que una vez que los indígenas estén en posesión de su territorio, habrá que pedir su opinión sobre la posible explotación de sus recursos. En última instancia, serán ellos los que decidirán. Es un progreso considerable, porque en tiempos anteriores -«antes de nuestro presidente Chávez», como se dice aquí-, las empresas mineras podían asolar ríos y bosques, acumulando beneficios exonerados de impuestos y sin ninguna restricción para la protección del medio ambiente. Al enfrentar a los indígenas con la policía, la guardia nacional o el Ejército, no han faltado los conflictos, a veces violentos.
Los principales Estados indígenas del país (Amazonas, Bolívar y Zulia) tienen reservas considerables y estratégicas: uranio, oro, metales preciosos, carbón. Y los barí lo saben desde siempre. Si los políticos y los terratenientes se interesan en la Sierra de Perijá, en lugar de árboles van a crecer billetes y comenzará la gran devastación. Y no sólo para ellos, ya que la sierra alimenta de agua a la ciudad de Maracaibo, afectada a veces cruelmente por su escasez.
En las presidencias anteriores ya se abrieron dos minas en el norte de Zulia, Estado donde viven los wayuú, los barí y los yukpa. Instituciones del Estado vinculadas a las multinacionales, como la Corporación de Desarrollo de la Región Zulia (CorpoZulia) y su filial CarboZulia hacen campaña, incluso en las cercanías del poder, con mucho dinero, para extender su actividad. Desde hace dos años tiene lugar una sorda batalla que, a veces, opone a los indígenas entre sí. Las minas emplean a 7.000 trabajadores en la explotación, transporte y exportación. Muchos wayuús están empleados en ellas. «Etnias que no defienden el territorio -se enoja, con el rostro sombrío y los ojos brillantes de cólera, una indígena de Karañakal, en la Sierra de Perijá-. Llega cualquiera, que les da dinero, y ellos se venden. Pero los barí no somos así.»
En Saimadoyi, en 1999, el Presidente afirmó que el carbón no saldría de la tierra si eso afectaba el medio ambiente. Sin embargo, el retraso en la demarcación dio lugar a curiosos desarrollos. Las legítimas inquietudes de los indígenas han sido reemplazadas por la voz de «ecologistas» que orquestan una campaña anti-Chávez, tratado como «pro-cónsul del Imperio», aliado a las transnacionales. Estos grupos, poco numerosos pero que disponen de un gran poder mediático gracias a internet, entre los cuales están Homo y Natura, se han beneficiado en el extranjero con el apoyo de numerosos sitios progresistas y también de páginas web financiadas por la Fundación Rockefeller. «Personas que hablan en lugar de los indígenas -comenta Daniel Castro- para defender sus propios intereses. Cuando vamos a ver a los indígenas, ellos no dicen eso. Incluso dicen lo contrario, o varias cosas al mismo tiempo…».
A través del canal de televisión estatal Vive TV, los venezolanos se han enterado de lo siguiente: los ecologistas no son los portavoces de los indígenas; éstos tienen su propia voz. También por este canal los barí pudieron expresar sus preocupaciones, y fueron escuchados. El 21 de marzo, por orden del Presidente, la ministra de Medio Ambiente Yubiri Ortega de Carrizalez anunció que prohibía abrir nuevas minas de carbón en Zulia y ampliar las explotaciones ya existentes. Pensando en el largo plazo, el gobierno considera una estrategia de desarrollo diferente: agricultura, ganadería y turismo.
En la región indígena se multiplican las realizaciones: demarcación de las tierras en los Estados de Anzoátegui y Monagas; envío de barcos ambulancia a Amazonas, Bolívar y Apure; instalación de paneles solares en algunas comunidades de Apure, para generar electricidad; distribución de raciones alimentarias en el Delta Amacuro… A veces desordenada, la revolución no ha escatimado la creación de organismos, como el Instituto Regional de Asuntos Indígenas (dependiente de los gobernadores), la División Regional de Asuntos Indígenas (en el Ministerio de Educación), las «misiones» Guaicaipuro (políticas sociales destinadas a los indígenas), Robinson (alfabetización), Rivas (estudios secundarios), Barrio Adentro (salud), etc. A tal punto que los interesados terminan por perderse, como el cacique Karañakal: «Un día llega un funcionario, al día siguiente otro, y luego otro, y no comprendemos nada…».
En 2006, para remediar esta situación, se creó el Ministerio del Poder Popular para los Pueblos Indígenas, que tiene como ministra a una indígena, Nicia Maldonado. A esta estructura, y vinculada a ella, se agrega la designación de coordinadores provenientes de las comunidades. Es cierto que las dificultades continúan. Pero, señala Daniel Castro, «hay que diferenciar el discurso político y lo que ocurre en la realidad. No porque sea contradictorio, sino porque se ubican en tiempos diferentes. En el terreno, el éxito es forzosamente lento. Pero al menos, se sabe en qué dirección vamos».
1. Se trata de Manuel Rosales, el único gobernador de la oposición.
2. Violaine Bonnassies, «Les indigènes au Venezuela: une entrée en politique sous les auspices de la révolution bolivarienne», La chronique des Amériques. Observatoire des Amériques, N° 36, Montreal, noviembre de 2006.
3. Renaud Lambert, «Quand le peuple bouscule le ‘vieil Etat vénézuélien'», en Manière de voir, Nº 92: «Derrière les élections, quelle démocratie?»,
abril-mayo de 2007.
En la Constitución
El Estado -«multiétnico, pluricultural y multilingüe»- reconoce los derechos de los pueblos indígenas sobre las tierras que ancestral y tradicionalmente ocupan. Deberá demarcarlas y garantizar el derecho a su propiedad colectiva (art. 119).
Condiciona el uso de los recursos naturales a una información y a una consulta previa de las comunidades (art. 120).
Garantiza el derecho a una educación propia y a un régimen educativo pluricultural y bilingüe (art. 121).
Prohíbe patentar los recursos genéticos de los pueblos indígenas y la propiedad intelectual relacionada con sus conocimientos sobre la biodiversidad (art. 124).
Lleva a tres la cantidad de bancas reservadas a los pueblos originarios en la Asamblea Nacional y también les otorga un escaño en las asambleas municipales y regionales de las regiones que habitan (art. 125).

Traducción: Lucía Vera