El autor, profesor titular de Derecho Constitucional de la Universitat de València y experto en temas venezolanos, desgrana las amenazas internas del proceso bolivariano.
Venezuela se aboca a un nuevo período conflictivo y de crisis del proceso de cambio social. La ciudadanía venezolana ha demostrado ya en dos ocasiones que no entrega un cheque en blanco a la dirigencia de la revolución. En el referéndum para la aprobación de la reforma constitucional de 2007, propuesta por el presidente Chávez y la Asamblea Nacional, el 51% de los votantes rechazaron la misma. Y el 23 de noviembre, el PSUV acaba de perder las gobernaciones más importantes del país por número de habitantes y peso económico, además del gobierno del Distrito Capital.
Los motivos de este rechazo popular deben buscarse básicamente en la incapacidad de la revolución para resolver los pequeños problemas de la gente. El proceso venezolano ha generado grandes y muy interesantes programas sociales para resolver cuestiones acuciantes de salud, educación, alimentación y vivienda. Y la dirigencia del mismo ha mostrado su clara voluntad de llevarlos adelante con éxito, que ya es mucho en un contexto de tradicional fraude consciente a la población por parte de las élites dirigentes.
Pero el concreto funcionamiento de cada programa se enfrenta a serios problemas de capacidad para la organización del trabajo sistemático. ¿De que sirve que haya un estupendo programa de atención primaria si luego, cuando llegas al médico, éste no puede darte el medicamento que necesitas? ¿Para qué tener un estupendo programa de mejora de la enseñanza básica si luego faltan elementos esenciales para la docencia o hay un elevado índice de absentismo de los profesores? La necesidad de una profunda reforma administrativa es palmaria, pero una reforma a fondo, preocupada por cambiar los procedimientos de gestión y no por cambiar los organigramas o los nombres a las cosas.
Junto a ello, mucha gente comienza a apreciar que se multiplican los casos de corrupción. Y si bien es cierto que, en un país acostumbrado a esa práctica durante decenios, eso no desgasta de manera grave al gobernante de turno que lo permite, lo que sí se resiente es la cantidad de recursos económicos que se emplean en atención directa a la población o en infraestructuras. Y eso sí que lo percibe mal el ciudadano medio. Y sobre todo destruye la legitimidad de un proceso que se presentó como enemigo de esa desgraciada práctica social. Si a ello añadimos un fuerte aumento de la delincuencia común, que asola precisamente los barrios populares donde se concentra el apoyo al proceso político-social venezolano, tendremos un cuadro poco prometedor en el corto plazo.
Pero si algo resulta especialmente llamativo, por ser la clave de bóveda de todo el sistema, es la incapacidad del Gobierno para sustituir la dependencia de la renta del petróleo. Diez años después de la llegada de Chávez al poder, el peso de la producción petrolera y sus derivados sigue siendo abrumadora en el PIB. Las apuestas por una economía alternativa a través del apoyo a la mediana industria nacional y el intento de generar un amplio tejido de cooperativas de producción y servicios ha fracasado estrepitosamente, malgastando cientos de millones de dólares por no haber vinculado la recepción de fondos por las nuevas cooperativas a un plan de viabilidad de cada una de las entidades financiadas. El resultado es que la inmensa mayoría de las cooperativas, pasado un tiempo de su constitución, se disuelven o no funcionan.
La amenaza de la desilusión Y frente a este panorama poco alentador, se percibe una oposición que sí que ha aprendido de sus errores y que, progresivamente, va asumiendo un discurso menos confrontador y más centrado en ofrecer a la ciudadanía eficacia en la gestión de las mismas políticas sociales que ha creado su adversario. Aunque, obviamente, se trate de una promesa imposible de cumplir por los intereses e ideología de quienes la hacen. Por tanto, aunque la honestidad personal del presidente Chávez está aún fuera de duda, cada vez más compatriotas comienzan a responsabilizarle personalmente de la mala elección de sus colaboradores y gestores. O la dirigencia política venezolana hace un profundo examen de conciencia y rectifica o los nubarrones se consolidarán en el horizonte social venezolano. Lo grave, una vez más, es la frustración de la ilusión de un pueblo que apostó fuerte por el cambio. Y esas frustraciones conllevan la desautorización social de las ideas de cambio por, al menos, una generación. Y no sólo en el país afectado directamente. La globalización de la esperanza que para muchos supuso la revolución venezolana se puede convertir en la globalización de la desilusión.