Prologo a «Mamadou va a morir. El exterminio de inmigrantes en el Mediterráneo», de Gabriele del Grande. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. 2009. Traducido del italiano por Esther Habas Castro y Alfonso Morandeira. Nº de páginas: 288 – ISBN: 978-84-96327-51-1 – PVP 18 euros
No nos hagamos ilusiones. Por muy variada que nos parezca la oferta de las agencias de viaje y por muy abigarrados y coloridos que se nos ofrezcan los mapas, en este mundo sólo se puede viajar en dos direcciones: o contra los otros o hacia ellos. Contra los otros, el así llamado Occidente no deja de organizar expediciones militares y cruceros de lujo, giras de negocios y rallys espectaculares, operaciones de bolsa y visitas a las Pirámides. El viaje hacia los otros, por el contrario, es sistemáticamente impedido, desacreditado o despreciado.
Bajo el capitalismo globalizador, incompatible con plazas abiertas, asambleas y ágoras, sólo hay dos «lugares» antropológicos de inscripción individual: el «pasillo», utopía ultraliberal de la circulación sin obstáculos, y el «muro», que revela su fracaso. En el Pasillo giran sin cesar las mercancías, las armas, la información, el dinero, los turistas. En el Muro se quedan enganchados una y otra vez los pobres, los «terroristas», los inmigrantes. Son estos dos «lugares», apenas porosos, espalda el uno del otro, los que construyen la sensibilidad y el comportamiento de los que están atrapados en ellos. En la experiencia del viaje -contra los otros o hacia ellos- es la dirección del desplazamiento y el medio de transporte, marcas de jerarquía global, los que determinan estructuralmente la autoestima del viajero y su percepción del otro y, por lo tanto, la recepción en destino. Contra los otros, vamos blandamente y reclamando gratitud y recibiendo aplausos; hacia los otros, se va a trompicones y pidiendo disculpas y recibiendo azotes. El turista entra en Africa como los acuerdos comerciales y las directivas europeas, desde el aire y desde lo alto, en avión o en crucero de lujo, y se comporta -y es tratado- como si procediese de su alma el valor de sus divisas. Al inmigrante se le obliga a entrar en Europa a ras de tierra y por agujeros, como las ratas y los insectos, y tiene que hacerse perdonar, con sumisión y bajos salarios, su irreductible condición animal (y la necesidad que tienen de él).
Bajo el capitalismo globalizador, sólo hay ya dos posibles desplazamientos en el espacio, en direcciones opuestas y paralelas: el turismo y la emigración. Aún más: ya no hay ni razas ni sexos ni caracteres; ni españoles ni franceses ni senegaleses ni filipinos; sólo turistas e inmigrantes, relaciones entre turistas, relaciones entre inmigrantes y sordos intercambios desiguales entre turistas e inmigrantes. El turista es turista también en su país de origen porque allí también se limita a mirar y porque la presencia inmigrante, molesta y pruriginosa, lo eleva simbólicamente por encima de su clase y lo disuelve ilusoriamente en un grupo nacional revalorizado por el deseo del forastero. El inmigrante es también inmigrante en su propio país porque también allí es objeto de precauciones y sospechas y se ve ininterrumpidamente separado de los visitantes, sin más pasajes que la astucia o la mendicidad, por muros y policías que confirman la peligrosa exterioridad de los nativos.
Pero la diferencia entre los dos «lugares» -el Pasillo y el Muro- dibuja oposiciones subjetivas cuando menos sorprendentes.
Los turistas son llevados, acarreados, dirigidos y entretenidos; los inmigrantes -como recordaba John Berger- «son los más emprendedores de su generación».
Los turistas viajan encerrados en confortables lager, clientes de su propia prisión; los inmigrantes, hasta que se les encierra por existir, son libres.
Los turistas son consumidores livianos sin raíces, aventados por placeres superficiales de orden canibalístico (devorar viandas, souvenirs e imágenes); los inmigrantes viajan guiados por la nostalgia (el «doloroso deseo de regresar») y por eso, en medio de las dificultades, conservan sus costumbres y sus valores de origen. Llevan el alacrán de la realidad clavado en el cuerpo.
Los turistas visitan; los inmigrantes viajan. Los turistas están siempre llegando a sí mismos; los inmigrantes progresan y arriesgan. «Para ir de Palermo a Túnez» -resume de forma lacerante Gabriele del Grande- «bastan 47 euros, diez horas y un carnet de identidad; el viaje a la inversa puede costar 2000 euros, años de desierto y, a veces, la muerte». Los turistas son, pues, corderos; los inmigrantes aventureros.
Los turistas, porque tienen papeles, no son «personas» sino puras personificaciones de un Estado soberano que avala su pasaporte y su moneda; los inmigrantes sin papeles (porque se han desecho de los de origen y no han recibido otros en destino), abandonados por su Estados infrasoberanos, cuerpos completamente a la intemperie, son individuos puros. Los turistas son abstracciones colectivas; los inmigrantes, concreciones individuales.
Los turistas, por eso mismo, son locales, nacionales, para-humanos; los inmigrantes son el hombre desnudo y total . La condición universal que Marx atribuía al proletariado la encarnan hoy, y por las mismas razones, los inmigrantes.
Los turistas, en fin, son un poco cómicos; los inmigrantes son épicos.
El viaje contra los otros -a través de las leyes migratorias y los periódicos, de los centros comerciales y la televisión- está tan asentado en nuestra experiencia que somos incapaces incluso de reconocer la incoherencia de nuestro rechazo. Una sociedad que cultiva los refinamientos de la compasión, que ha inventado el colonialismo y la literatura de viajes, que sigue recordando a Marco Polo, a Stanley y a Peary, que admira los relatos de superación y se deja fascinar por las pequeñas epopeyas de nuestros periódicos, ¿por qué no se emociona ante las peripecias de estos aventureros modernos -los únicos que quedan ya- capaces de recorrer varias veces el continente africano, escapar de prisiones, sobrevivir al desierto, combatir el oleaje, para dar de comer a unos niños lejanos o casar a una hermana sin recursos? Una sociedad que juega en bolsa, que elogia el riesgo y la competitividad, que ensalza el individualismo y condena la intervención del Estado, ¿por qué no admira esta expresión máxima -trágica y heroica- de la «iniciativa privada» enfrentada a todos los obstáculos, sobrepuesta a todas las trabas, liberada de todo proteccionismo estatal? Una sociedad, en fin, que descubrió y dice defender los derechos humanos, que valora literaria y cinematográficamente a los rebeldes y los justicieros, que aprueba las «intervenciones humanitarias» en favor de la democracia, ¿por qué no se inclina con respeto ante estos miles de africanos que, arrostrando todos los peligros, jugándose y a veces perdiendo la vida, recorren distancias casi infinitas para entrar en Europa y reivindicar de hecho la Declaración de DDHH de la ONU y la igualdad natural entre los seres humanos? Ocurre, como sabemos, todo lo contrario. Las virtudes de los inmigrantes se convierten paradójicamente en ventajas para nuestros mercados y puñales para ellos. Que sean emprendedores, obstinados y aventureros, que sientan nostalgia y tengan raíces garantiza la «selección natural» de nuestra mano de obra semi-esclava, asegura en los países de origen la reproducción de un ejército inmigrante de reserva mantenido por las remesas del exterior (sin gastos sociales para los Estados africanos dependientes y corruptos) y conjura el peligro de revoluciones y cambio políticos «desestabilizadores» en el Tercer Mundo. Que sean individuos puros y hombres desnudos los deja completamente desprotegidos y expuestos a toda clase de atropellos y violencias: precisamente porque son sólo humanos carecen de todo derecho.
El resultado es éste: en una dirección hay 160 millones de inmigrantes en todo el mundo que han dejado sus países para levantar casas, recoger cosechas y cuidar ancianos y nosotros los recibimos a palos. En dirección contraria, hay 600 millones de turistas -casi siempre los mismos- que todos los años van a fotografiar fotografías, reforzar dependencias neocoloniales y desbaratar recursos económicos y culturales y exigen y obtienen a cambio reconocimiento y protección. Los constructores se ahogan en el mar; los destructores van a los países de origen de las víctimas a celebrarlo.
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Los turistas y los inmigrantes se cruzan en el camino -hacia arriba y hacia abajo- sin tocarse ni reconocerse jamás, como si viajasen en dos épocas paralelas o perteneciesen a especies diferentes.
Pero finalmente tienen que tropezar.
El 10 de agosto de 2007 tuvo lugar el encuentro fabuloso entre las especies. Una gran nave de lujo, el crucero Jules Verne, de 152 metros de eslora, 15.000 toneladas de desplazamiento y con 470 turistas españoles a bordo, salvó a 12 naúfragos que flotaban a la deriva después de que se hubiese hundido la frágil patera en la que viajaban. Al menos quince cadáveres fueron recogidos también y trasladados en helicóptero a Malta. Los supervivientes fueron atendidos en cubierta -separados, naturalmente, del pasaje- de graves problemas de hipotermia y deshidratación; algunos presentaban también severas quemaduras y todos habían escurrido sus últimas fuerzas tratando de mantenerse a flote en medio de las olas. La reacción de los pasajeros fue dispar. Algunos se quejaron de la alteración del programa, de falta de información o de la interrupción de algunos servicios durante las horas que duró la operación de rescate. Otros, en cambio, aceptaron solidariamente el contratiempo y confesaron sentirse impresionados y conmovidos por el acontecimiento. En todo caso -y esto es lo inquietante y revelador- la noticia servida por los periódicos (a partir del despacho original de Europa Press) no era el drama de los inmigrantes sino precisamente la «solidaridad» y la «conmoción» de los turistas: la «aventura» inesperada que les había proporcionado la agencia, casi al final del viaje, y que había que añadir a la anécdota del taxista, a la del vendedor de alfombras y a la del ligón de la Medina. Las declaraciones de una pasajera reflejan muy bien el tono general de los testimonios y el foco de atención escogido por los periodistas, determinante a su vez de la percepción narcisista -viaje contra los otros- de la tragedia ajena: «Fue impactante (la visión de una de las mujeres rescatadas). Gritaba desesperada y lloraba como una Magdalena porque había perdido a su bebé de nueve meses en el agua. Ella le vio hundirse, fue traumático». Algunas madres consideraban asimismo que la situación de excepción generada en el barco por la presencia de los naúfragos podía ser «traumática» para sus hijos y que los «animadores» contratados por la agencia debían haberlos distraído con juegos y espectáculos -cuando quizás era una buena oportunidad para explicar algunas cosas sencillas y terribles a los niños. Ningún periodista, en cualquier caso, se interesó por los naúfragos mismos, ni por sus nombres ni por sus peripecias ni por su destino ulterior. Sólo a través de las declaraciones de un pasajero nos enteramos de que hablaban correctamente inglés y procedían de Eritrea; y la historia termina felizmente con el alivio de que las autoridades del país aceptasen trasladar a los supervivientes a Malta (cuyos centros de «acogida», verdaderos campos de concentración, han sido denunciados ante el parlamento europeo por las condiciones ignominiosas en las que se mantiene a los reclusos). También por la declaración de un pasajero, que atribuye a esa causa el «descontrol» en el barco, llegamos a saber curiosamente que, además del capitán, Vitali Medvedenko, la mayor parte de la tripulación -es decir, los verdaderos salvadores, ignorados por los medios de comunicación- son asimismo inmigrantes: ucranianos, rumanos, cubanos, contratados por la marca española Cruceros Visión bajo condiciones que tampoco a ningún periodista le parece interesante investigar. La noticia del drama angustioso de unos inmigrantes salvados de la muerte por otros inmigrantes se convierte así en la hazaña de unos turistas españoles solidarios que aceptan retrasar unas horas su programa de ocio organizado y a los que «conmociona» deliciosamente esta experiencia adicional; es decir, una humana y refrescante noticia veraniega que acepta como natural y casi ecológico el flujo de turistas e inmigrantes en direcciones opuestas y con medios injuriosamente desiguales y que reivindica como simpática y emocionante la rara intersección entre las dos corrientes paralelas.
Dos días antes, el 8 de agosto del 2007, siete pescadores tunecinos habían salvado a 44 emigrantes naufragados a 14 millas de la isla italiana de Lampedusa. Atendiendo a la petición de socorro del capitán Yenzeri, cuatro patrulleras italianas acudieron al encuentro del barco de pesca. Una vez en Lampedusa, los pescadores no fueron recibidos como héroes ni entrevistados por periodistas encandilados por la solidaridad de los tunecinos. Fueron detenidos, encarcelados durante 32 días -sin poder siquiera telefonear a sus familias- y están ahora a la espera de un juicio por «favorecimiento de la inmigración clandestina» que les puede costar entre 1 y 15 años de cárcel. Cumplieron con las leyes del mar y de la humanidad, que obligan a socorrer a los náufragos, y chocaron con las leyes de la UE, que prohiben la compasión. De esta noticia, que recoge precisamente Gabriele del Grande en uno de los informes mensuales de Fortaleza Europa (fortresseurope.blogspot.com), el observatorio que él mismo fundó en 2006, se pueden extraer dos conclusiones. La primera, en efecto, es que la división turista/inmigrante es tan estricta y funcional que, mientras que los turistas son siempre inocentes y a veces hasta solidarios, los solidarios africanos son siempre «inmigrantes» o -valga decir- sospechosos, lo que revela sin duda -y alimenta- el nuevo racismo estructural dominante en Europa. La segunda conclusión es de orden material y humanitario y la expone el propio del Grande en el citado informe: » En cualquier caso, el daño está hecho: en la mar ha corrido la voz. En más de una ocasión, náufragos supervivientes han denunciado la indiferencia de pesqueros y barcos mercantes frente a botes que se iban a pique. Ahora, por más que absuelvan a los 7 tunecinos, ¿quién se atreverá a socorrer a nadie si el precio son años de prisión o el secuestro de su barco? Es una cuestión de hondo calado, pues sin el auxilio de los pescadores el mar se cobrará muchas más víctimas». ¿A quién le importa? Si la compasión es un delito, la indiferencia es legal; y pronto, por este camino, la agresión será una hazaña.
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Italia, vanguardia hoy de la decadencia fascistizante de Europa como otrora lo fuera de la emancipacion y la lucha, conserva sin embargo una tradición de riguroso periodismo comprometido que contrasta con la mansedumbre frívola de nuestros medios de comunicación. Así, en los últimos años, algunos libros imprescindibles han tratado de emprender ese viaje hacia los otros que el turismo mediático obstruye y desprecia por igual para abordar desde el otro lado la dura experiencia de la emigración: el estremecedor «I fantasmi di Portopalo» de Giovanni Bellu, el brillante «A sud di Lampedusa» de Stefano Liberti y este acusador «Mamadou va a morir» que aquí presentamos y del que es autor el joven y valiente periodista italiano Gabriele del Grande. Lo que hace del Grande es lo contrario que los cronistas españoles de la «aventura» del Jules Verne: localiza muy bien el verdadero lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento. El lugar de los acontecimientos es la patera hundida y no el crucero de lujo; el verdadero acontecimiento es la muerte evitable de quince eritreos y no la impresión que ésta produce en 420 turistas traumáticamente separados durante unos minutos de sus martinis y sus cervezas. Para localizar el lugar de los acontecimientos y el verdadero acontecimiento basta un mínimo de decencia humana; para ocuparse de ellos hace falta un esfuerzo adicional que pocos periodistas están dispuestos a acometer y muy pocos periódicos -mitad por ideología, mitad por economía- a financiar. El viaje contra los otros y el turismo mediático se imponen también -y configuran fatalmente las conciencias- porque cuestan menos trabajo y menos dinero que la exploración de la realidad y del dolor que la acompaña.
Gabriele del Grande tiene el mínimo de decencia humana para localizar una noticia y el coraje profesional, cada vez más raro, para contarla. A lo que antes se llamaba sencillamente «periodismo» hoy lo llamamos «periodismo comprometido». Comprometido con su trabajo, comprometido con la decencia humana, del Grande sabe que el lugar de los acontecimientos no es una patera aislada cerca de Malta sino todo el mar Mediterráneo y parte del Atlántico y Africa entera y todo el tercer Mundo y la Europa candada y arrogante y el capitalismo globlizador que determina una severa cartografía del sufrimiento humano. Y sabe que el verdadero acontecimiento no es la muerte de 15 eritreos y el encarcelamiento de 12 en los lager de Malta sino la masacre de al menos 1.581 seres humanos sólo en el año 2007 y la reclusión, tortura y abandono de cientos de miles de ellos en campos de concentración y desiertos en Europa y en el norte de Africa: eso, pues, que sin ninguna exageración el teólogo Franz Hinkelammert ha definido como un «genocidio estructural».
¿Quiénes son, cómo se llaman, de dónde vienen, con qué medios, por qué motivos, cuánto tardan, cuánto les cuesta, cuánto ganan las empresas europeas expulsándolos de sus tierras, cuántos mueren, cuánto paga la Unión Europea para matarlos, cuánto cobran sus sicarios dictatoriales -Senegal, Mauritania, Marruecos, Túnez, Libia- por ayudarles en el exterminio? Empeñado en encontrar respuestas a estas preguntas, del Grande siguió durante meses las cambiantes rutas migratorias -de Senegal a Turquía, del Sahara Occidental a Túnez- para escuchar a estos «aventureros» (el nombre que se dan a sí mismos) que no pueden redactar diarios de viaje ni publicar sus propios periódicos.
En la escena final de «Capitanes intrépidos» de Kipling, el alcalde de Gloucester lee frente al silencio emocionado de sus ciudadanos los nombres y edades de todos los pescadores muertos durante el año, agradecimiento de los vivos y supervivencia honorable de los náufragos. En lápidas e inscripciones se recuerdan los nombres de los muertos de la primera y segunda guerra mundial y en el museo del Holocausto se recoge la lista de las víctimas judías del nazismo. Todos los años se reproduce y se recuerda el elenco minucioso de los muertos el 11-S en las Torres Gemelas. Ninguna lista conserva, en cambio, el nombre de los cuerpos anónimos ahogados en el Mediterráneo y en el Atlántico o desaparecidos en el desierto del Sáhara mientras trataban de llegar a Europa. Algunos de ellos engrosan la serie potencialmente infinita de los número; de otros, ni nombre ni cifra ni cuerpo, sólo queda la sospecha de su existencia y la sospecha de nuestra miseria.
Pero hay una lista que quizás sí podría hacerse. Una muy parecida a ésa, estremecedora y brutal, que el 11 de septiembre de 1973 la junta militar chilena leía por la radio tras el golpe de Estado de Pinochet: la de los ciudadanos a los que, a lo largo de los meses y años siguientes, la dictadura iba a matar. Podríamos nosotros recoger los nombres vivos y calientes que aparecen en las páginas del libro de Gabriele del Grande y colocarlos en fila e irlos llamando, uno por uno, al paredón:
Mamadou va a morir.
Romeo va a morir.
Marcel va a morir.
Babakar va a morir.
Paulin va a morir.
Michael va a morir.
Hamdi va a morir.
Y así sucesivamente.
» Los que van a morir te saludan», proclamaban los gladiadores esclavos antes de emprender el combate. Los que van a morir nos acusan. El libro de del Grande demuestra sin margen de error ni escapatoria retórica que hay «una guerra mundial contra los pobres» y que nosotros combatimos en ella.
Por eso, porque somos también pasajeros en este viaje contra los otros que viajan hacia nosotros, no quiero dejar de reproducir las palabras que escribió John Berger en un bellísimo y doloroso libro sobre la emigración publicado hace 35 años; es decir, cuando eran todavía los italianos, los españoles, los portugueses los que dejaban sus tierras para construir las casas de los suizos y los alemanes (cuando -como dice el título de un libro de Gian Antonio Stella- «los albaneses éramos nosotros»): «La justicia o injusticia de un sistema social sólo pueden juzgarse relacionándolas con el ser total del hombre: de otra forma lo único que puede decidirse sobre ese sistema es si resulta eficaz o no. El principio de la igualdad es un principio revolucionario no sólo porque desafía la existencia de jerarquías, sino porque afirma que todos los hombres son iguales en su plenitud. Y lo contrario es igualmente cierto: aceptar la desigualdad como natural es convertirse en un ser fragmentado, es no concebirse a uno mismo más que como la suma de un conjunto de conocimientos y necesidades».
Viajar hacia los otros o contra ellos es una decisión de la que no depende sólo la vida de miles de africanos, asiáticos y latinoamericanos: de ella depende también nuestra propia dignidad como humanos civilizados; es decir, la supervivencia misma del planeta: de sus rosas, sus pájaros, sus leyes y sus hombres.