Bienvenidos al Museo del Hogar. Como probablemente algunos ya sepan, su existencia, y no me refiero al museo sino al hogar, es antiquísima, tanto como la vida humana. Y es que son dos conceptos que siempre han ido de la mano y sería inimaginable suponer a los seres humanos conviviendo al margen de un hogar. […]
Bienvenidos al Museo del Hogar. Como probablemente algunos ya sepan, su existencia, y no me refiero al museo sino al hogar, es antiquísima, tanto como la vida humana. Y es que son dos conceptos que siempre han ido de la mano y sería inimaginable suponer a los seres humanos conviviendo al margen de un hogar. Claro que, así como hay muy diversas formas de ser humano, también de no serlo, hogares los hay, y los ha habido, de muy diversas clases. El que nos ocupa y que en los próximos minutos vamos a ir recorriendo para mejor conocer sus instalaciones, dependencias, utensilios, su historia en definitiva, durante muchos siglos fue el más común en Occidente aunque, en la actualidad, sea el único que necesita un museo.
Iniciaremos el recorrido por el Museo del Hogar en su puerta de entrada, en la que también concluiremos la visita, y que no siempre fue también la puerta de salida. Son incontables las personas que una vez dentro del hogar, fuese por miedo o por resignación, nunca llegaron a encontrarla. A otras les sobrevino la muerte, no siempre natural, en el interior de la vivienda. Como pueden advertir en la puerta, tanto su acceso como la huida de la casa dependía de una cerradura para la que, aún en el caso de que todos tuvieran llave, no todos tuvieron hora.
Síganme, por favor.
Nos encontramos ahora en la cocina, espacio en el que una de las personas que integraba el hogar, que acostumbraba a ser la misma, se ocupaba de comprar, almacenar y cocinar los alimentos, así como otras labores domésticas entre las que podrían resaltarse: limpiar, tender la ropa, retirarla y plancharla, recoger, barrer, fregar el suelo, volver a recoger, poner la lavadora, atender el teléfono, seguir recogiendo… y estar en la noche en perfectas condiciones para sobrellevar el sexo.
A nuestra derecha podemos admirar una hermosa colección de instrumentos de cocina. Obsérvese con detenimiento como, a pesar del uso, algunos de los artefactos todavía conservan su brillo natural como consecuencia de la limpieza a que eran sometidos para no exponerse a insultos y recriminaciones, y no me refiero al utensilio sino a la operaria. Nótese, igualmente, además del hermoso diseño de los platos y los bellos adornos florales que coronan la mesa, posiblemente, de un reciente aniversario, algunos restos de piel humana sobre el estropajo.
Situada cerca de la cocina se encontraba la llamada sala de estar, que ocasionalmente hacía las veces de comedor, en la que puede apreciarse, en medio del armario adosado a la pared y como si presidiera la estancia, el objeto de mayor veneración y uso en el hogar: el televisor. Gracias a él se mantenían los hogares a salvo de la lectura y de otras consideradas entonces actividades perniciosas, y evitaban los miembros del hogar el riesgo de encontrarse e, incluso, dialogar, caso de que coincidieran en la sala. Se puede apreciar sobre la pequeña mesita situada entre el televisor y el sofá, el mando a distancia, un periódico y un cenicero, así como un par de chancletas de hombre junto al sofá.
Vamos a entrar ahora en uno de los aposentos más importantes del hogar: la alcoba. Justo en el medio podemos advertir una artística pieza llamada cama. Conocida también como lecho, la cama estaba dedicada a la procreación, el divertimento y el descanso por ese orden. La aparente suciedad de las sábanas se debe, realmente, a restos de sangre y lágrimas debido a que no siempre existía, al parecer, común acuerdo entre los miembros del hogar en lo que se refiere a las dos primeras funciones del mueble.
Junto a la cama, obsérvese el armario en el que se guardaba la ropa y otros útiles del vestuario. En sus correspondientes perchas podemos admirar dos elegantes trajes de noche, así llamados dado que su uso se correspondía con fiestas o salidas nocturnas, en general, muy poco frecuentes, razón por la que el vestido femenino casi parece nuevo, como si nunca se hubiera estrenado. Según otros expertos, sin embargo, las fiestas nocturnas sí llegaban a ser habituales lo que desmentiría el anterior juicio y explicaría, además, el evidente deterioro del traje masculino. Quisiera también llamar su atención sobre esos extraños artefactos, al pie del armario, destinados a calzar los pies. Semejante invención se atribuye a Roger Vivier, un empedernido misógino francés que dedicó parte de su dilatada existencia a idear un método de tortura contra las mujeres hasta dar, finalmente, con el más sutil y eficaz de todos: los tacones. Desde entonces, millones de mujeres se vieron condenadas por modas, circunstancias y vanidades propias a tener que desplazarse sobre estos dos artísticos zancos, sacrificando su movilidad y su salud para mayor regocijo de hombres que, como el propio Vivier, nunca tuvieron que ponérselos. El torturador francés, también considerado diseñador, no conforme con su invención, siguió investigando posibles variaciones, aportando al tacón, años más tarde, un diseño curvo que elevaba su altura y acentuaba el desnivel. Aunque hubo quienes celebraron los aportes de Roger Vivier y que, gracias a ellos, los tacones permitieran a las mujeres realzar sus atractivos contoneos y figuras, otras corrientes de opinión censuraron el hecho de que mujeres de todas las edades y culturas sufrieran inclementes dolores de espalda, padecieran roturas de huesos, desgarros musculares, lesiones renales y varices, así como que, por culpa de los tacones, las mujeres estuvieran inhabilitadas para llegar a tiempo a ninguna parte o poder subir y bajar solas las escaleras sin el auxilio del brazo de un gentil caballero. Si bien es cierto que en la historia del cine los tacones también han sido responsables de que todas las mujeres que huían de algún maníaco, asesino o delincuente acabaran cayendo al suelo al rompérseles un tacón, tanto infortunio, en cualquier caso, nunca tuvo mayor trascendencia ya que el varonil protagonista de la trama, siempre llegaba a tiempo de salvarlas de su proverbial torpeza.
Nos encontramos ahora frente a una ventana desde la que se atisbaba la vida a su paso por la calle. Las marcas que se aprecian a ambos lados del marco corresponden a uñas de mujer, posiblemente, desesperada.
La mecedora que tenemos delante constituye una de las piezas más importantes de este museo. Si observan detenidamente percibirán como la mecedora desarrollaba, todavía lo hace, un agradable vaivén, hacia delante y hacia atrás, que permitía la relajación de su ocupante, generalmente una mujer. Sus múltiples usos hacían de la mecedora uno de los muebles de mayor uso en el hogar. En ella se dormía y se amamantaba a los hijos, se esperaba al esposo, se contenía el llanto, se controlaban los impulsos, se resignaban los ánimos, se cosía la ropa, se penaban las culpas, se oía la radio, se envejecía y, especialmente, se disipaban las lágrimas y dudas que suscitara la ventana.
Sobre el tocador, coronado por un espejo desprovisto de cualquier magia, llamo su atención sobre algunas diversas joyas entre las cuales debe destacarse la pieza más importante de la colección: el anillo de desposada, vínculo de fidelidad y obediencia por el cual la mujer, siempre que guardara la oportuna discreción y recato, era autorizada ocasionalmente a asomarse a la ventana y saludar la vida, tras los cristales.
La habitación de los hijos, también hijas, que pudieran conformar el hogar, en contra de lo que ciertos rumores muy extendidos en aquellos tiempos sugerían, no estaba prohibida al padre ni por credo religioso ni por imperativo legal alguno. Cierto es que no era una habitación que frecuentara como lo prueba, precisamente, la fotografía del padre sobre la mesita de noche, cuya razón de ser no era otra que recordar a los hijos el rostro de quien sólo conocían de espaldas pero, en cualquier caso, lo que estamos en condiciones de afirmar es que nunca le fue prohibido el acceso a una habitación que, a un tiempo, servía a sus hijos de descanso, juego y estudio. Sobre las razones que explicaran semejante conducta paterna hubo muy diversas investigaciones. Algunas determinaron que la inasistencia del hombre a esta habitación se debía al hecho de que no estuviese dotada de televisor. Otros situaron la causa en la falta de una nevera y hasta hubo quien situó en la ley antitabaco la razón por la que el padre casi pasara desapercibido por esta dependencia pero todas coincidieron en descartar la prohibición como causa.
A nuestra derecha tenemos el baño o servicio de la casa. Provisto de un inodoro, una bañera y un lavamanos, satisfacía las necesidades fisiológicas de sus usuarios siempre y cuando no estuviera ocupado y, de estarlo, desde que saliera el marido. Aunque existe la leyenda de que era la mujer quien más hacía uso de esta instalación, existe la creencia de que ello era debido al hecho de que también era la mujer la que más tiempo permanecía en la casa y de que era la única habitación provista de pistillo, lo que podía permitirle, una vez aislada en su interior, llorar sin testigos.
El pequeño armario del baño escondía, igualmente, un amplio arsenal de productos de belleza e higiene para la mujer, que así fueran aceptados por ella o impuestos por el entorno, de su uso y resultados dependía su estima y el respeto del medio. Ungüentos milagrosos que aseguraban la conservación de rostros juveniles a mujeres maduras, cremas suavizantes capaces de erradicar ojeras y disimular arrugas, pastillas para adelgazar, pomadas para depilarse sin dolor, tintes para transformar aspectos que nunca podían ser definitivos, junto a los inevitables analgésicos que aliviaran sus tantos afanes.
Y bien, llegados a la puerta de este hogar damos por terminado nuestro recorrido por lo que años atrás fuera un hogar llamado humano. La dirección de este museo, a la vez que les agradece su visita, también quiere anunciarles el próximo y definitivo cierre de la presente exposición a causa del deterioro de la misma.
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