«Un nuevo acuerdo de Yalta está lanzado. Su objetivo es frenar el desarrollo de los países del viejo Tercer Mundo. Actúa mediante los medios de comunicación que promueven campañas políticas en contra de los gobiernos populares que buscan el desarrollo productivo autónomo».
Hay que superar la etapa de ser simples productores de materias primas. Está claro. Pero eso no se logra regresando a la situación de mendicidad estatal que caracterizó a Bolivia hasta el año 2005, cuando las riquezas generadas estaban en manos de las empresas extranjeras. Eso no se logra paralizando el aparato productivo, contrayendo el excedente que viene de las materias primas y regresando a una economía de autosubsistencia que no sólo nos colocará en un nivel de mayor indefensión que el de antes, llevándonos a la abdicación total de cualquier atisbo de soberanía (cuya base material radica en que el país pueda vivir y comer de su trabajo), sino que además abrirá las puertas a la restauración patronal-neoliberal que se presentará como la que sí puede satisfacer las demandas materiales básicas de la sociedad. Detrás del criticismo extractivista de reciente factura en contra de los gobiernos revolucionarios y progresistas, se halla pues la sombra de la restauración conservadora. (Álvaro García Linera)
Un muy breve repaso por la historia reciente del pensamiento de izquierda
Con la caída de la Unión Soviética, la hegemonía capitalista en pleno apogeo y la promoción del discurso no sólo del fin de la historia (por derecha), sino del fin de los grandes relatos (por izquierda), se instaló un consenso mundial donde el único modelo económico posible era el que había ganado la Guerra Fría: el capitalismo.
De allí se derivó la consiguiente crisis del marxismo que el post-estructuralismo tan bien se encargó de estudiar. Descentramiento del sujeto (ya no hay un solo sujeto revolucionario: la clase obrera, sino cientos, miles de sujetos). La fragmentación de la sociedad (no se puede pensar como un Todo lo abigarrado y múltiple, no pueden existir, entonces, síntesis). Cualquier tipo de pensamiento filosófico que sostenga una política económica devendría, necesariamente, en un tipo de dictadura totalitaria. La economía no debía ser el centro de ningún pensamiento “emancipatorio”. La clase obrera había muerto, y con ella el trabajo y todo tipo de posibilidad ya no de una revolución, sino, simplemente de un modelo un poco más humano de vida en comunidad.
Todo lo que ayer había sido sólido y férreo, hoy se disolvía en el aire, como un líquido evanescente.
La filosofía de izquierda se repartía entre quienes peleaban con armas muy oxidadas la guerra ideológica de la derecha. Y quienes buscaban pelear contra la ideología de derecha y la de izquierda. Los filósofos estudiaban la complejidad del poder (indescriptible e inabarcable, frente al cual casi nada podía hacerse, en definitiva “poder ejercemos todos”). El gran panóptico digital que todo lo ve avanzaba y echaba por tierra la posibilidad de las opciones clandestinas armadas. Lo absoluto del control del capitalismo financiero mundializado y la insignificancia de lo que la acción humana podía hacer frente a ello, eran las conclusiones más comunes de los libros más leídos al respecto. “No pensemos en el ente antropológico”, decían algunos filósofos que querían sacar al ser humano de en medio de sus teorías.
Al mismo tiempo se vivía una fascinación del pensamiento de izquierda por escritores que, sin declararse, adhirieron de una u otra forma al nazismo como Heidegger o Jünger (por poner dos). Pensadores que o querían volver a la tierra adorada de la Selva Negra alemana. Reconectarse con la tierra. O pensar la política como una lógica de “amigo-enemigo”. La lucha de clases pasaba a ser una puja distributiva que se resolvía en una guerra de posiciones al interior de la democracia liberal post-Berlín.
Algunos intentos de organizaciones autónomas, foquistas, y aisladas buscaban salvar a la izquierda de su crisis y su dignidad. El “socialismo” quedaba asociado exclusivamente a modelos austeros, de débil gestión económica, pero de amplia hidalguía y dignidad frente a embates imperiales. Desde el período especial de la Revolución Cubana, hasta el nacimiento de la proclama del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional se empezaba a configurar un pensamiento de izquierda autonomista, localista y novedoso, aunque de escasa ambición de poder global.
Es en ese contexto que se da el primer intento de golpe de Estado, fallido, que lleva adelante el Comandante Hugo Chávez Frías. De allí en adelante América Latina ocuparía un rol central en la geopolítica mundial mostrando al planeta un modelo que si bien no terminaba de sacar los pies del plato capitalista, sí era claramente contrahegemónico frente a la versión neoliberal que ofrecía el consenso de Washington.
Los recursos naturales fueron una fuente de ingresos clave de los países de América Latina para implementar modelos soberanos de redistribución del ingreso, con asenso social. En Venezuela el petróleo, en Bolivia el gas, en Argentina la tierra, fueron fundamentales para poder generar modelos de desarrollo con inclusión que luego, de una u otra forma, se verían interrumpidos por contragolpes reaccionarios que identificaban con claridad en esos gobiernos un enemigo a combatir abiertamente.
En paralelo al auge y crecimiento del pensamiento autonomista post-deleuzeano (el único que se encargó de incorporar al marxismo la crítica al sistema financiero, el problema del deseo, el desarrollo tecnológico, y la consumación del capitalismo total), con pensadores como Antonio Negri, Machael Hardt, John Hollowey, Franco “Bifo” Berardi, entre otrxs, surgió el pensamiento y la acción de Álvaro García Linera, el Comandante Hugo Chavez, Cristina y Néstor Kirchner, José Dirceu, etc., quienes se caracterizaban por, además de escribir y pensar, ser militantes políticos que aspiraban al Gobierno de sus pueblos, con programas económicos definidos de soberanía y desarrollo con inclusión. Un nacionalismo popular democrático y soberano que en algunos casos coqueteaba francamente con el pensamiento revolucionario.
Estos gobiernos que consiguieron sustanciales reducciones de la pobreza, aumentos de los salarios en dólares, conquistas en derechos civiles sin precedentes, entre muchos otros logros, tuvieron oposiciones políticas e intelectuales que los cuestionaban por ser “extractivistas”. Tal vez el modelo boliviano sea el más ejemplar al respecto.
Dicho modelo conducido por un aborigen Aymara acompañado por un intelectual de izquierda, militante y ex guerrillero, consiguió 15 años ininterrumpidos de crecimiento económico y asenso social que sólo pudieron ser detenidos con un golpe de Estado violento.
El Gobierno boliviano tuvo que enfrentar severas críticas por su, supuesto, carácter extractivista. Al respecto Linera ha escrito mucho, éste es sólo un párrafo sobre el tema en cuestión:
“Hay quienes nos reprochan el hecho de someternos a la división planetaria del trabajo mundial, como si la ruptura de esta división la pudiera hacer un solo país (ilusión de Stalin) y por pura voluntad de la palabra. Ninguna revolución contemporánea ha podido romper la división mundial del trabajo, ni lo podrá hacer hasta que no haya una masa social políticamente en movimiento, lo suficientemente extendida territorialmente (global) y técnicamente sostenible, que modifique la correlación de las fuerzas geopolíticas del mundo. Por eso antes que jalarse los pelos por al actual vigencia de la ´división del trabajo capitalista´, lo más importante es erosionar esa división del trabajo mediante la expansión territorial de los procesos revolucionarios y progresistas del mundo.
Igualmente se reprocha al proceso revolucionario boliviano el quedarse en la etapa extractivista de la economía, lo que mantendría una actividad nociva con la naturaleza y sellaría su dependencia hacia la dominación capitalista mundial.
No existe evidencia histórica que certifique que las sociedades industriales capitalistas son menos nocivas frente a la Madre Tierra que las que se dedican a la extracción de materias primas, renovables o no renovables. Más aún, los datos sobre el calentamiento global refieren fundamentalmente a la emisión de gases de efecto invernadero por parte de las sociedades altamente industriales“.
El infantilismo progresista, un izquierdismo sin autoconciencia de sus consecuencias y afinidades
Entendemos que estos planteos de crítica por izquierda no colaboran a mejorar la dinámica de distribución del ingreso, sino que simplemente la entorpecen o la detienen y configuran un programa político mayor.
Bajo la creencia de que actúan en nombre de la defensa de causas justas, estos sectores colaboran en el freno de políticas que podrían reducir la pobreza, aumentar la producción y el desarrollo nacional o lograr la tan ansiada soberanía energética.
Anclados en lo que García Linera denominó el oenegeismo, enfermedad infantil del derechismo, muchos espacios autónomos con respecto al Estado lanzan fulminantes críticas a políticas petroleras, mineras o de acuerdos de comercio bilaterales con China.
Estas críticas no proponen un desarrollo productivo nacional realizable como alternativa. Simplemente se oponen a cualquier tipo de política que vaya en esa dirección. Algunos sectores, a veces importantes, del ambientalismo, corrientes veganas, colectivos LGTBIQ+ o espacios que nuclean a artistas o pensadores contemporáneos, sólo buscan el rechazo de estas políticas. No reclaman acuerdos donde el Estado tenga una injerencia que le dé mejor margen de negociación. Tampoco plantean su crítica bajo los términos de la soberanía de un país que tiene una economía absolutamente dependiente como el nuestro.
Nada de eso. Los planteos son análogos a los de comunidades hiperdesarrolladas como la estadounidense, europea o la euroasiática. Países donde el desarrollo tecnoindustrial y tecnocientífico han alcanzado dimensiones inenarrables en los últimos 100 años (por supuesto gracias a la explotación de recursos naturales como el petróleo, el gas o el agregado de valor a productos primarios).
Se ha configurado una lógica de lo “políticamente correcto” que nos impide cualquier modelo de desarrollo sustentable de largo plazo. Lo paradójico es que la mayoría de estas movilizaciones o convocatorias son difundidas por redes sociales (Instagram, Facebook, etc.). Por supuesto que desde computadoras o teléfonos celulares construidos, entre otras cosas, con baterías que tienen litio.
El autor español Daniel Bernabé publicó un interesante libro en el que busca demostrar cómo las lógicas del multiculturalismo y la diversidad fragmentaron la identidad de la clase trabajadora contemporánea. Bernabé llama a esto “la trampa de la diversidad”. Sostiene que es una estrategia política del neoliberalismo con el objetivo de generar una división política al interior de las demandas sociales.
Entendemos que lo que se obtiene como saldo de ésta operación ideológica es que las demandas sociales de carácter “cultural” (identidades y género, medio ambiente, etc.) quedan disociadas de la disputa capital-trabajo. Es decir, que se deja de lado la centralidad de la economía para pensar los cambios políticos estructurales.
Así es que nacen posturas políticas que no son defendibles por fuera de los espacios sociales de los que nacen. En Argentina, por ejemplo, la ley de interrupción voluntaria del embarazo tuvo dificultades para encontrar adhesiones de los espacios hegemónicos del movimiento de mujeres, porque el proyecto que había llegado a las cámaras no era exactamente el que había sido promovido por dichos espacios. Esto no solo ha ocurrido en el debate de esta ley. Las posturas antipolíticas del tipo: “o las cosas se dan tal cual las proponemos o nos encontramos frente a una flagrante traición” son usuales en éste tipo de activismos que, si bien pueden promover estadios primarios de movilización y militancia, luego se licuan en la dinámica de la política o de la vida misma.
Por principio, al ser la política un espacio de correlaciones de fuerza (que están permanentemente en disputa) no es posible que un proyecto llegue exactamente tal y como se lo planteó en origen. Lo importante, sin embargo, es ganar posiciones y a partir de allí constituir mojones en el avance de políticas de derechos e inclusión. Así ocurrió, por ejemplo con el voto femenino, el matrimonio igualitario o con la hoy indiscutida Asignación universal por hijo.
El problema no son las demandas sociales de la posmodernidad. Aquellas que nos hablan del cuidado del planeta, de la igualdad de derechos de las mujeres o de las identidades no binarias, entre otras cosas. Si no, las lógicas desde las cuales se construyen internamente esos discursos y qué posición establecen con las discusiones macroeconómicas de la vida nacional. En qué vereda de la historia se pararán los espacios que aun no consiguen ligar sus activismos culturales a agendas de transformación económica estructural, como las que propuso la política a lo largo del siglo XX y, aunque no con tal fuerza, las que propusieron los gobiernos rosas de las primeras décadas del siglo XXI en nuestra región.
Retomando, consultado por aquello que lo motivó a escribir el libro, Bernabé asoció directamente “la trampa de la diversidad” al auge de la ultraderecha. Pareciera que hoy ser rebelde es, por ejemplo, ser anti-vacunas (en el marco de la mayor pandemia mundial de la que se tenga memoria). O ser de izquierda sería estar en contra del desarrollo productivo de un país periférico bajo la bandera de la defensa del ambiente. O ser de izquierda sería tener una política de abierta defensa de la autopercepción de género o del tipo de relaciones sexuales que un ser humano puede tener sin ser juzgado (mientras que no lastime a nadie de forma no consentida y no corrompa a menores). O estar en contra del Estado desde una perspectiva anarco-liberal-capitalista.
Las nuevas rebeldías están teñidas de una profunda confusión ideológica. Como clausuramos la opción de cambiar la realidad, asumimos luchas (muchas veces desde nuestros dispositivos móviles) que no revisten más compromiso que el de la relación del sujeto con su propia individualidad. A lo sumo, como grupos gremiales cerrados en sí mismos y sin interconexión o interrelación no sólo entre otros grupos, sino con la trama social que los contiene y los supera. Con la historia viva que los precede, y con las luchas paralelas que se dan que, de ganarse, incluso podrían “derramar” sus éxitos encima de los tan bien considerados “derechos civiles”.
La pregunta sigue siendo, en medio de la marea de reclamos por los derechos individuales (consumo de marihuana, eutanasia, aborto legal, seguro y gratuito, etc.), ¿dónde queda el horizonte de lo común?
¿Dónde quedan los modelos posibles de economía alternativos al subdesarrollo que el capitalismo financiero globalizado hoy propone a países endeudados como Argentina?
La trampa es sencilla, primero se asfixia a las economías subdesarrolladas con deuda en moneda extranjera. Luego se les exige una agenda de austeridad y políticas regresivas para el pueblo. Y al mismo tiempo se promueve desde múltiples sectores una agenda de “diversidad” y “ecología” que no reconoce ningún tipo de lógica económica y termina siendo funcional, aunque desde una perspectiva progresista, a las trabas que el neoliberalismo impone en su lógica post-neocolonial a los pueblos más pobres del planeta.
Es oportuno preguntarnos por qué el impuesto a la riqueza no suscitó la fenomenal movilización política y discusión social que trajo, por ejemplo, la ley de interrupción voluntaria del embarazo. La gran deuda argentina, que tiene un correlato mundial, continúa siendo la economía y las opciones de soberanía en los marcos de un tecnocapitalismo financiero que avanza con intentos de refeudalizar a los pueblos.
Las transformaciones culturales pueden ser grandes motores de politización de la sociedad. Pero sólo si se incorporan a la discusión macroeconómica donde se definen los grandes trazos del desarrollo común de las sociedades. De lo contrario sólo son agendas de individualismo new age que, con extremadas precauciones, pasan de todo tipo de compromiso político por fuera de los límites que imponen la piel y el Yo.