Hace apenas un mes el profesor Joseph Fontana pronunció una conferencia Más allá de la crisis que Rebelión reprodujo el 8/02/2012 Recomiendo encarecidamente su lectura porque hace un minucioso y esclarecedor repaso a la crisis económica actual, desvelando su impostura y hacia donde nos lleva. Su exposición es realmente magistral en cuanto al análisis del […]
Hace apenas un mes el profesor Joseph Fontana pronunció una conferencia Más allá de la crisis que Rebelión reprodujo el 8/02/2012 Recomiendo encarecidamente su lectura porque hace un minucioso y esclarecedor repaso a la crisis económica actual, desvelando su impostura y hacia donde nos lleva. Su exposición es realmente magistral en cuanto al análisis del presente, pero en los últimos párrafos avanza unos comentarios, no sólo respetables sino dignos de ser tenido en cuenta, no sólo por de quien proceden, sino porque a pesar de que personalmente discrepe encierran aspectos que obligan a la reflexión.
Valgan como muestra dos de esos últimos párrafos:
«El problema inmediato al que hemos de enfrentarnos hoy no es, como algunos pensábamos hace unos años, la liquidación del capitalismo, que debe ser en todo caso un objetivo a largo plazo, porque la verdad es que no disponemos ahora de una alternativa viable que resulte aceptable para una mayoría. Y lo que no puede ser compartido con los más, por razonable que parezca, está condenado a quedar en el terreno de la utopía, que es necesaria para alimentar nuestras aspiraciones a largo plazo, pero inútil para la lucha política cotidiana. /…/
Lo que nos corresponde resolver con urgencia es decidir si luchamos por recuperar cuanto antes un capitalismo regulado, con el estado del bienestar incluido, como se había conseguido cuando los sindicatos y los partidos de izquierda eran interlocutores eficaces en el debate sobre la política social, o nos resignamos a seguir sufriendo bajo la garra de un capitalismo depredador y salvaje como el que se nos está imponiendo.»
Al llegar a la frase «recuperar cuanto antes un capitalismo regulado, con el estado de bienestar incluido» es como si hubiese oído de pronto una nota desafinada en una genial interpretación sinfónica. Volví a releer la parte final de la conferencia, y no conseguí ver viable esa posibilidad de «recuperar» ese tipo de capitalismo ni ese supuesto «estado de bienestar».
Se me dirá que «un capitalismo regulado, con el estado de bienestar incluido» claro que es posible, precisamente porque al haber ya existido puede volver a repetirse. Y porque a ese estado conducirían las salidas sobradamente sensatas y plausibles a la actual crisis, tipo neokeynesianas, que exponen con gran fundamento muchos solventes economistas.
Sigo sin verlo, porque tampoco me creo las recetas neokeynesianas. Si las causas (esos «fantasmas» que señala Joseph Fontana) que permitieron aquel «estado de bienestar» han desaparecido, no veo que encaje muy bien el poder volver atrás, ni que se puedan recrear unas condiciones sociales hoy día innecesarias para los sectores económicos que detentan el poder ( algo que se puede deducir de la exposición de Joseph Fontana). Me refiero, por ejemplo, a las inversiones productivistas en detrimento de las financieras, así como en el fomento del consumo de masas en lugar de primar el consumo de lujo (como igualmente expone Josep Fontana).
El capitalismo, a pesar de la tan cacareada crisis, o más bien gracias a ella, vive una bonanza de «vacas gordas», sin apenas lucha de clases aunque sobren motivos e in continuous crescendo, para que ésta irrumpa con o sin «alternativa viable para la mayoría», como condiciona Joseph Fontana.
Esta bonanza que en términos económicos algunos llaman «acumulación o recapitalización por desposesión» empezó antes que se declarara, (o declarasen), la actual crisis. Por ejemplo con la ofensiva de los grandes capitales para hacerse con los servicios públicos mediante la privatización de los mismos. Esa ofensiva se vio truncada al no prosperar el AGCS (*) por las trabas que los países empobrecidos llevaron a las sesiones de la OMC. Hoy ese objetivo lo tienen al alcance de la mano y no siguiendo el vericueto de primero liberalizar el comercio de los servicios para luego privatizarlos, sino ir directamente privatizándolos bajo el pretexto de la crisis. ¿Qué es en gran medida el martilleo de la necesidad de reducir el gasto público sino la versión actualizada del AGCS?
«La ocasión la pintan calva» que diría un castizo, ¿Cómo va a desaprovecharla el gran capital? Sólo, obligándolo. Como muy bien dice Joseph Fontana «los avances para el conjunto de los hombres y las mujeres sólo se han conseguido a través de las luchas colectivas». Pero ¿qué envergadura deberían adquirir esas luchas, que hoy no pueden circunscribirse aisladamente a un sólo país -ver Grecia-, para frenar la actual vorágine avasalladora del capitalismo y hacerle retroceder a una etapa anterior? Deberían movilizar a muchos millones de personas de muchas condiciones sociales y de varios países simultáneamente, adquiriendo formas de lucha y organización que despertasen los «fantasmas» dormidos que antaño estremecían a los burgueses como comenta Fontana y que «recorrían Europa» como decía Marx en El Manifiesto.
Ese fantasmal despertar tiene un nombre y es «revolución». El Capitalismo sólo cede para evitar males mayores, y hoy sólo aceptaría devolver a los trabajadores las conquistas arrebatadas y desistir momentáneamente de privatizarlo todo, ante el peligro de perderlo todo.
Puede que hasta aquí, mi discrepancia con Joseph Fontana, no esté clara. Pero existe. Esas luchas necesarias para hacer retroceder al Capital implicarían muchas manifestaciones, ocupaciones, huelgas generales, con represión y provocaciones graves y constantes, implicarían que los trabajadores hubiesen roto el corset de los grandes sindicatos que los maniata (en nuestro caso de CCOO y UGT), que se articulasen muchos niveles de coordinación popular y de trabajadores, el 15-M multiplicado por mil, creando una estructura orgánica capaz de prefigurar un poder alternativo, etc.
A ese nivel de la luchas se puede llegar sin esa «alternativa viable» previa que Josep Fontana menciona, no es necesaria para echar a andar, está demostrado. Pero en el ámbito de las luchas sociales si la cantidad no se transforma en calidad no hay cambio social profundo y éste deberá serlo. Llegado a un nivel de las luchas, la radicalización y magnitud de las mismas deberá generar esa alternativa, viable a los ojos de las masas por cuanto comprenderán que no hay otra salida y porque la desearán. Si no, no se podrá alcanzar ese nivel de confrontación, forzosamente anticapitalista, los fantasmas se disiparían y con ellos los temores del Capital y las posibles concesiones que éste hiciere como «mal menor».
La alternativa de la que habla Joseph Fontana no va en ese camino, sino dirigida hacia «una izquierda real que nazca de más allá de la traición de la socialdemocracia de las terceras vías- elabore nuevas formas de lucha y de mejora», para «recuperar cuanto antes un capitalismo regulado, con el estado del bienestar incluido, como se había conseguido cuando los sindicatos y los partidos de izquierda eran interlocutores eficaces en el debate sobre la política social».
La otra alternativa, la que pone en cuestión el sistema, tiende a destruirlo y de sus cenizas crear unas nuevas formas de producción y de gestión social, Joseph Fontana considera que por no ser hoy aceptada por una mayoría «está condenada a quedar en el terreno de la utopía» e «inútil para la lucha política cotidiana», aunque, concede, «necesaria para alimentar nuestras aspiraciones a largo plazo».
Sin entrar en eruditas disquisiciones etimológicas, popularmente por «utopía» se entiende algo bonito, deseado pero imposible, como un sueño. Y aquí y ahora no necesitamos alimentar sueños para defendernos de los ataques del Capital ni para tener claro que si no lo destruimos el futuro se anuncia terriblemente sombrío.
Sería absurdo pretender que «el anticapitalismo» pueda hoy galvanizar a las masas y movilizarlas, pero sin embargo en las reivindicaciones cotidianas siempre suele haber algo de esencia anticapitalista, de la cancelación de la deuda hipotecaria mediante la dación en pago, al boicotear los desahucios, a las ocupaciones, y a reclamar la nacionalización de la banca hay un recorrido que responde a una lógica interna anticapitalista. Así como desde el oponerse a un ERE, a pasar a la ocupación de la fábrica, hasta llegar ponerla en funcionamiento bajo control obrero hay un recorrido con la misma lógica interna anticapitalista.
No es un sueño, no es una utopía es una parte de nuestra realidad que hay que ir desarrollando, pero que hay que querer desarrollarla.
Lo realmente utópico por imposible es pretender humanizar al capitalismo. O pretender que la fuerza de trabajo en una economía de mercado no sea tratada como una mercancía. Es cierto que el mercado no se autorregula, pero tiende a funcionar según un ley propia que es la de la oferta y la demanda. La mercancía fuerza de trabajo está sujeta a esa ley y hoy a nivel planetario esa inexorable ley tiende a equiparar el precio, es decir, los salarios, entre las clases trabajadoras de los países enriquecidos y las de los países empobrecidos. Las deslocalizaciones son una de sus consecuencias. La emigración, en parte, también. Hace pocos años cuando ya España era, con gran diferencia, el país con más población desempleada de la OCDE, recibía más población inmigrante que países tradicionalmente receptores como Alemania, Francia o Reino Unido. Sin embargo, en plena fiebre constructora y de auge económico los salarios en este país no sólo no subieron sino que siguieron descendiendo (salvo en el caso de algunos profesionales y autónomos de la construcción). La ley de la oferta y la demanda tiende a equiparar los salarios del primer mundo con los de aquellos países antes llamados del Tercer mundo y ahora «economías emergentes».
Sólo determinados intereses geoestratégicos de algunas potencias llevan a los Estados a intervenir en el mercado de la fuerza de trabajo y alterar la ley de la oferta y la demanda. Como es el caso, por ejemplo, de EE.UU. que no podría funcionar económicamente sin ejercer como potencia hegemónica, y no podría ejercer como potencia económica si no pudiera imponer internacionalmente el patrón dólar en las transacciones comerciales, y no podría imponer el patrón dólar si no tuviera más de mil bases militares repartidas por todo el planeta, y no podría mantener ese impresionante dispositivo militar si no tuviera una población suficientemente satisfecha a nivel consumista en su metrópolis, aunque cada vez se trate más de un consumo de baja calidad de productos fabricado en China y otros lugares en empresas con inversión estadounidense. Por eso en EE.UU. no sólo rescatan los bancos, también la industria del automóvil, practican la dación en pago en los desahucios, toman medidas para frenar los embargos y ayudan a los desahuciados, etc. Pero a pesar de ello, no pueden evitar que los salarios sigan bajando. Y las condiciones de vida del pueblo estadounidense se vayan deteriorando, ya que todo parece indicar que asistimos al declive de un imperio… pero eso se aleja del tema que nos ocupa.
Las empresas no se constituyen para crear puestos de trabajo sino para obtener beneficios. Hoy es un sueño pretender que los Estados en las sociedades de mercado creen empresas públicas para frenar el desempleo, ni siquiera inversiones públicas con tal fin. Se pueden dar caso puntuales pero son irrelevantes en la tónica general. Algunos partidos políticos abogan por las inversiones públicas en determinadas áreas, como por ejemplo, la energías alternativas. Lo que me parece muy bien, pero la realidad es que aunque se consiguiese, además de ser una industria de alta tecnología con plantillas reducidas, si esa industria resultase rentable enseguida aparecería la competencia privada con precios más bajos y haciéndose con el mercado de las públicas perdiendo éstas su rentabilidad y no tardando mucho en ser clausuradas o adquiridas por el capital privado …así que volvemos al principio, «pan para hoy, hambre para mañana».
Lo que nos está ocurriendo en los países europeos no es coyuntural fruto de una crisis capitalista más. Joseph Fontana lo describe así: «Necesitamos evitar el error de analizar la situación que estamos viviendo en términos de una mera crisis económica -esto es, como un problema que obedece a una situación temporal, que cambiará, para volver a la normalidad, cuando se superen las circunstancias actuales-, ya que esto conduce a que aceptemos soluciones que se nos plantean como provisionales, pero que se corre el riesgo de que conduzcan a la renuncia de unos derechos sociales que después resultarán irrecuperables. Lo que se está produciendo no es una crisis más, como las que se suceden regularmente en el capitalismo, sino una transformación a largo plazo de las reglas del juego social, que hace ya cuarenta años que dura y que no se ve que haya de acabar, si no hacemos nada para lograrlo. Y que la propia crisis económica no es más que una consecuencia de la gran divergencia.» (los subrayados son míos)
No obstante, en otra parte de su conferencia Joseph Fontana nos habla de ese «gran proyecto de divergencia social» como si de una conspiración se tratara, como de un golpe de estado que establece «una nueva era de desigualdad, a medida que una oligarquía financiera va reemplazando a los gobiernos democráticos y somete a los pueblos a una servidumbre por deudas»
Pero en su magnífica descripción de la crisis va señalando elementos objetivos del desarrollismo capitalista que hacen pensar más en una fase de la sociedad capitalista que al llegar a un determinado nivel en la evolución de los medios y modos de producción exige modificar las relaciones de producción, es decir, generar una superestructura de dominio político cada vez menos compatible con el ideario democrático y de justicia que portara la revolución burguesa. En tal caso «la gran divergencia» como Paul Krugman llama al «proceso por el cual se produjo un enriquecimiento considerable del 1 por ciento de los más ricos y el empobrecimiento de todos los demás» no sería sino la plasmación a nivel social del grado alcanzado por la innata tendencia del capital a la acumulación y sobre todo en este caso a la concentración de la riqueza. Y esto no ocurre fruto de una volitiva y malévola actuación de las clases dominantes, hoy predominantemente financieras, sino que responde a una leyes objetivas, ajenas a la voluntad de los hombres, que se desprenden del «qué se produce y cómo se produce», leyes que Marx descubrió, expuso y analizó concienzudamente.
Es por eso que cada vez estaremos más lejos de lo que se dio en llamar «estado de bienestar» y más cerca de esa barbarie a la que los viejos revolucionarios oponían el socialismo. Algunas palabras por el mal uso han perdido su significado original, por lo que aquel «Socialismo o barbarie» a pesar conservar cierta vigencia, hoy debería sonar «Anticapitalismo o barbarie».
En definitiva, sólo tras un impresionante auge de la lucha de clases que no sería sino una situación revolucionaria, el capitalismo intentaría -para recuperarse- restituir las condiciones del susodicho «estado de bienestar». En tal caso es evidente que la alternativa válida desde el punto de vista de los intereses del pueblo en lucha no sería un «capitalismo regulado» sino un post-capitalismo, cuya definición ahora no es posible ni necesaria.
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(*) El AGCS (Acuerdo General sobre el Comercio de los Servicios, o en ingles GATS – General Agreement on Trade and Services) era un acuerdo multilateral elaborado por la OMC desde 1995 bajo la impulsión de los Estados Unidos, y que conciernía los «servicios» en sentido muy amplio del termino (exceptuaba sólo unos pocos como las FFAA y el sistema judicial). Pretendía la liberalización de su comercio inhibiendo la intervención o protección de los Estados. Al final, el AGCS preveía la liberalización total de 160 sectores de actividad, de los cuales algunos representan fabulosos mercados mundiales que excitan desde hace mucho tiempo al sector privado (2000 billones de dólares para la educación, 3500 billones de dólares para la salud), es decir, conseguir la apropiación privada en la lógica del sistema capitalista de acumulación y concentración de las riquezas.
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