No tenía la menor idea del significado ni el origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme; lo que hoy sé es que no dejé de escribir ni un solo día durante 18 meses hasta que terminé el libro. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina […]
No tenía la menor idea del significado ni el origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme; lo que hoy sé es que no dejé de escribir ni un solo día durante 18 meses hasta que terminé el libro. Parecerá mentira, pero uno de mis problemas más apremiantes era el papel para la máquina de escribir; tenía la mala educación de creer que los errores de mecanografía, de lenguaje o de gramática eran en rea-lidad errores de creación y cada vez que los detectaba rompía la hoja y la tiraba al canasto de la basura para empezar de nuevo. Con el ritmo que había adquirido en un año de práctica, calculé que me costaría unos seis meses de mañana diarias para terminar.
Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obra de escritores mexicanos, entre ellos La región más transparente, de Carlos Fuentes; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y varios guiones originales de don Luis Buñuel. Cuando le propuse que me sacara en limpio la versión final, la novela era un borrador acribillado de remiendos, primero en tinta negra y después en tinta roja para evitar confusiones, pero eso no era nada para una mujer acostumbrada a todo en una jaula de locos. Pocos años después Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle; las recogió empapadas y casi ilegibles con ayuda de otros pasajeros y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.
Lo que podría ser motivo de otro libro mejor es cómo sobrevivimos Mercedes y yo con nuestros dos hijos durante ese tiempo en que no gané ningún centavo por ninguna parte, ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa. Habíamos resistido a la tentación de los préstamos con interés hasta que nos amarramos el corazón y emprendimos nuestras primeras incursiones al Monte de Piedad. Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con un rigor de cirujano, pasó y revisó con su ojo mágico los diamantes de los aretes, las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas y al final nos los devolvió con una larga verónica de novillero: »Todo esto es puro vidrio».
En los momentos de dificultades mayores, Mercedes hizo sus cuentas astrales y le dijo a su paciente casero sin el mínimo temblor en la voz: »Podemos pagarle todo junto dentro de seis meses». »Perdone, señora -le contestó el propietario-, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?» «Me doy cuenta -dijo Mercedes impasible-, pero entonces lo tendremos todo resuelto. Esté tranquilo». El buen licenciado, que era un alto funcionario del Estado y uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido, tampoco le tembló la voz para contestar: »Muy bien, señora, con su palabra me basta», y sacó sus cuentas mortales: »La espero el 7 de septiembre».
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de la ciudad de México para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de 590 cuartillas escritas a máquina a doble espacio y en papel ordinario y dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la Editorial Sudamericana. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: »Son 82 pesos». Mercedes contó los boletos y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: Sólo tenemos 53. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires, sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte, pero antes de que consiguiéramos el dinero para mandarla ya Paco Porrúa, nuestro hombre en la Editorial Sudamericana, ansioso de leer la primera mitad del libro nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarlo. Fue así como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy. Muchas gracias.