I La vida de la población trabajadora está periódicamente amenazada por una pesadilla recurrente: la del fin del trabajo provocado por el cambio tecnológico. No es que la gente esté ansiosa por deslomarse trabajando, o por vivir a las órdenes de un superior. Es que temen que la contrapartida sea el paro, la falta de […]
I
La vida de la población trabajadora está periódicamente amenazada por una pesadilla recurrente: la del fin del trabajo provocado por el cambio tecnológico. No es que la gente esté ansiosa por deslomarse trabajando, o por vivir a las órdenes de un superior. Es que temen que la contrapartida sea el paro, la falta de ingresos, la marginación social.
El debate sobre tecnología y empleo es antiguo. La economía capitalista se caracteriza entre otras cosas por un cambio técnico constante, por desempleo recurrente y desigualdades obscenas. Por lo que sabemos de la historia del paro, los peores momentos, las crisis, tienen menos que ver con la tecnología y más con la organización de la economía y la sociedad. Pero nos dicen que ahora es distinto, porque la digitalización va a permitir no solo sustituir millones de empleos rutinarios, sino que reducirán también empleos «cualificados» porque la inteligencia artificial y la capacidad de cálculo de las máquinas resultará mucho más eficaz. O sea, que el paro no sólo es un peligro para la clase obrera tradicional, sino también para las clases medias educadas.
Los que defienden esta posición suelen ser altos empresarios o técnicos cualificados (ingenieros, científicos) en la materia. Sus opiniones reflejan tanto su percepción de los hechos como sus deseos ocultos (lo que yo llamo sus «sueños húmedos»). Para un empresario, un mundo sin obreros sería ideal. La gestión de personal es siempre una de las tareas más pesadas de cualquier actividad en general. En la empresa, donde los intereses de empresarios y trabajadores están en conflicto ―abierto o latente― esta gestión es aún más ardua. Una empresa sin trabajadores, funcionando automáticamente y dejando al propietario una renta recurrente, es el ideal que todo rentista desearía. También para los altos tecnócratas las personas son un estorbo. Muchos tienden a pensar que son las chapuceras intervenciones humanas las que provocan fallos y problemas (sólo hay que ver que casi siempre que hay un desastre se alude al fallo humano, sin pensar que a lo mejor este estaba propiciado por la tecnología empleada). Eliminando empleados se reducen los problemas potenciales (Michel Piore, un importante economista laboral, lo descubrió en una investigación hace casi 50 años; los ingenieros entrevistados le comentaron que siempre que el coste fuera soportable, recomendaban la solución que incorporaba menos empleo). Hay un sesgo capitalista y un sesgo tecnocrático en la orientación del cambio tecnológico. No es casualidad que Frederick W. Taylor aunara en su persona el ser ingeniero profesional e hijo de empresario.
Pero esta introducción del cambio tecnológico no ha supuesto hasta ahora la eliminación del trabajo por muchas y variadas razones. En primer lugar, la eficacia de la tecnología nunca es completa ni se adapta por igual a todas las actividades humanas. En segundo lugar, porque las mejoras tecnológicas han ido asociadas a un aumento en la escala de la producción, a una diversificación de los bienes y servicio. Y, en tercer lugar, porque las luchas sociales han impuesto limitaciones al uso de la fuerza de trabajo y han conseguido que en bastantes casos el aumento de productividad se tradujera en una reducción de la jornada laboral. Este razonamiento se aplica habitualmente al empleo mercantil. El reconocimiento de la importancia del trabajo doméstico muestra además otras cuestiones interesantes. La primera es que años de cambio técnico no han generado un movimiento de reducción radical del tiempo de trabajo doméstico. La segunda es que algunas de las innovaciones en bienes de consumo, más que eliminar el trabajo doméstico, lo han transformado. Un estudio de hace veinte años de la jornada laboral de las amas de casa a tiempo completo mostró que su jornada global era parecida. Lo que había cambiado era su contenido. A principios del Siglo XX, la tarea principal era la producción doméstica de pan, algo que había casi desaparecido 80 años después. A finales del siglo pasado, lo que ocupaba más tiempo era conducir, pues estas mujeres se encargaban de transportar al resto de la familia y, dado el modelo urbano estadounidense, también debían conducir para hacer compras, acudir a centros médicos etc. Y, la tercera, que las propias necesidades familiares han cambiado con el tiempo (por ejemplo, los procesos ligados al envejecimiento reclaman una enorme cantidad de cuidados que generan «un segundo ciclo de actividad» posterior al generado por el cuidado de la infancia). En suma, la tecnología es sólo uno de los factores que influyen en la carga de trabajo, y sus efectos son a menudo ambiguos, pues al mismo tiempo reducen y aumentan la carga de trabajo. Por eso, en la revisión de estudios que ha realizado la Organización Internacional de Trabajo, la previsión de lo que ocurrirá en el futuro es incierta. Depende de muchas variables.
II
Las visiones unidireccionales sobre el impacto del cambio técnico olvidan además cuestiones clave que se pasan por alto en las presentaciones más repetidas. Se destacan cuando menos tres cuestiones habitualmente omitidas.
En primer lugar, la introducción de cambios tecnológicos debe superar la prueba del coste. En una economía capitalista, las empresas invierten para ganar dinero, y por tanto las inversiones no se deciden sólo por cuestiones tecnológicas, sino también por rentabilidad. Hay demasiados ejemplos de tecnologías sofisticadas cuya introducción se ha realizado por parte del sector público basándose en criterios ajeno a la rentabilidad (desde la energía nuclear, pasando por el armamento sofisticado o los trenes de alta velocidad). En segundo lugar, que la digitalización completa exige la creación de costosas redes de comunicaciones, de pesadas infraestructuras cuyo coste sólo es pensable por una masiva inversión pública que choca con la realidad de muchos países y con las orientaciones de las políticas de austeridad. (Desde la revolución industrial sabemos que el papel del sector público ha sido clave en la construcción de las bases materiales del negocio privado: canales, carreteras, internet…). Por último, y posiblemente más crucial: el desarrollo de la digitalización supone un nuevo salto en el consumo energético global y en el uso de unas materias primas básicas. Algo que parece imposible de alcanzar con lo que conocemos como los límites materiales de la actividad humana. Los defensores de la digitalización global suelen ignorar los problemas que plantea la energía y el recurso a minerales específicos.
Por tanto, el discurso sobre el fin del trabajo suele ignorar muchas de las cuestiones que son clave para determinar qué cantidad de trabajo se desarrollará. O es ignorancia, o el discurso forma parte de una campaña propagandística con otros fines.
III
Hablar del fin del trabajo en sociedades de empleo asalariado lo que pretende es un efecto de disciplina social. Se le dice a la gente que su participación social es redundante, que es prescindible, que la sociedad puede pasar sin él. Un efecto disciplinante en lo individual: si el trabajo asalariado tiende a desaparecer, es una especie de lotería mantener el empleo, hay que aceptar lo que salga pues siempre es mejor que nada. Y también en lo colectivo: si la clase obrera asalariada es un grupo social a extinguir, deja de tener una verdadera capacidad de agencia colectiva, deja de representar la posibilidad de alternativa social. Su destino es formar parte paulatinamente de un grupo social subsidiario. No es un discurso nuevo, se puso activamente en circulación por los «think tanks» neoliberales, cuando se repetía insistentemente la tontería de que el trabajo «es un bien escaso» (la mayoría de mujeres puede explicar con detalle que es una actividad abundante). Y se ha repetido paulatinamente en los momentos de crisis. Ahora estamos en una nueva versión de la misma familia de profecías que buscan «autocumplirse». Ahora se da otra vuelta de tuerca, se le dice además a la mayoría de población, incluso a la educada, que sus conocimientos van a estar obsoletos, qué sólo los muy preparados y muy competitivos tienen espacio.
Pretende además que la sociedad acepte acríticamente el modelo de implantación de nuevas tecnologías. Y esto tiene un importante impacto potencial para las políticas públicas, puesto que se trata de evitar que las regulaciones reduzcan la rentabilidad de los negocios privados, seleccionen las formas socialmente más interesantes de usar los conocimientos colectivos o bloqueen actividades que pueden ser muy lucrativas para algunos a costa de generar costes sociales insoportables. De esto también va el eslogan de que el cambio técnico no se puede parar y hay que adaptarse. Esto es lo que están planteando obscenamente los Uber, Amazon, Deliveroos, etc. Que aceptemos como «naturales» la degradación de las condiciones laborales, la desertización de las ciudades y el despilfarro ambiental como una derivada inevitable de su modelo tecnológico y social.
IV
El futuro de la sociedad humana está siempre lleno de incertidumbre. Las cuestiones ambientales cuestionan la viabilidad del crecimiento económico y de los modelos de vida dominantes. Las desigualdades de género, de clase, de nacionalidad y etnia son causa de grandes sufrimientos y conflictos. El cambio tecnológico actual impacta sobre estructuras sociales y condiciones ambientales. Pero no es, nunca lo ha sido, una dinámica natural. La mayor parte de cambios técnicos se producen en la combinación de políticas públicas y decisiones individuales, mayormente empresariales. Obedecen a criterios casi siempre definidos por las élites que operan en interés propio o en respuesta a sus propias visiones del mundo. Que su impacto sea más o menos beneficioso para la gente depende a veces de objetivos no buscados, o de que haya fuerzas sociales que lo orienten en una dirección adecuada. Por eso, el debate de las tecnologías no puede dejarse en manos de los expertos, sino que debe ser objeto de un verdadero debate social.
Los que sostienen que estamos ante el fin del trabajo ignoran además la carga y la importancia social del trabajo no mercantil. Lo que realmente debe preocupar sobre el trabajo es cómo se reparte toda la carga de trabajo social, cómo se construyen reglas de juego donde cada persona contribuya equitativamente a su realización. Si nos interesa la relación entre trabajo, tecnologías y producción, lo que debemos determinar es qué modelos de consumo, qué tipos de producción son compatibles con nuestros límites naturales y con la garantía de condiciones de vida universales. Nos interesa saber los impactos sociales y ambientales de cada tipo de desarrollo tecnológico (algo que aclara el debate sobre la energía nuclear). Nos interesa, en suma, una reflexión colectiva sobre cómo organizar igualitariamente la vida en el planeta, como orientar, a la vez, las regulaciones institucionales y los desarrollos tecnológicos más prometedores. Si queremos hablar del trabajo no podemos reducirlo al empleo asalariado, sino al conjunto de la actividad laboral.
Y para este debate sobran «gurús» y agoreros, sobran dogmatismos. Lo que se requiere es una reflexión ordenada, que en lugar de pánicos y euforias genere capacidad analítica y democracia deliberativa.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-172/notas/vuelve-el-fin-del-trabajo