Recomiendo:
0

Washington imperial

Fuentes: Rebelión

El particular sistema electoral estadounidense ha dado el triunfo a Trump y a la américa deprimida, nostálgica del «sueño americano», aquel de predominio blanco, bastante menos multicultural y asentado en la seguridad y bienestar de amplias clases medias y trabajadoras. En voto popular ha ganado, sin embargo, la américa cosmopolita e imperialista, en su versión […]

El particular sistema electoral estadounidense ha dado el triunfo a Trump y a la américa deprimida, nostálgica del «sueño americano», aquel de predominio blanco, bastante menos multicultural y asentado en la seguridad y bienestar de amplias clases medias y trabajadoras. En voto popular ha ganado, sin embargo, la américa cosmopolita e imperialista, en su versión más globalizada y agresiva, que se corresponde con la suma de los votos del Partido Demócrata y de la escisión republicana del Partido Libertario, que ha obtenido, en esta elección presidencial, más de cuatro millones de votos. En cualquier caso, lo importante a subrayar consiste en que esta distorsión del mecanismo electoral ha dejado aflorar un fenómeno social profundo subyacente, cual es, la expresión del descontento y repulsa de amplísimos sectores populares y nacionales a las consecuencias de la globalización capitalista. Los sectores de la economía estadounidense más globalizados (las finanzas, el complejo militar industrial, nuevas tecnologías, las grandes transnacionales) y los grupos sociales a ello anudados (la oligarquía, las clases medias altas, profesionales, etc) han apostado por el continuismo globalizador, por la absoluta libertad de circulación de los capitales, por eliminar (manu militari si es necesario) las trabas al comercio, incluso si ello suponía la deslocalización de importantes sectores productivos, que han dejado sin empleo y sin el «sueño americano» a millones de estadounidenses trabajadores. 

Para esta alta burguesía estadounidense y sus aliados sociales el escenario macroeconómico de sus balances empresariales ya no es la nación sino el sistema mundo. Y su política internacional se confunde, constantemente, con la injerencia y agresión bélica para imponer sus necesidades económicas. No menos importante característica de este bloque social imperialista es su querencia por el desorden en todos los ámbitos (en realidad, es su forma natural de gobernanza), inclusive en la conformación de la sociedades, prefiriéndolas «abiertas», con una amplia amalgama de etnias y culturas, entrelazadas en espacios de inseguridad, miseria, cuando no criminalidad, en aras a convertir el mundo social del trabajo en una babel deslavazada y supranacional de imposible comprensión.  

A la defensa de la glamurosa libertad planetaria de los capitales y del cómodo cosmopolitismo del presunto y rico ciudadano del mundo, la ideología globalizadora nos presenta, como ventaja de la libertad, la sufrida, miserable y criminal odisea a que millones de seres humanos se ven sometidos en forzados exilios económicos y vitales. Y, frente a ello, se ha sublevado gran parte del pueblo estadounidense: los trabajadores blancos y afroestadounidenses de la industria deslocalizada; los latinos ya nacionalizados pero cansados de una inmigración constante que los sumerge, indefinidamente, en los arrabales de la inseguridad y criminalidad; los sectores profesionales y productivos que no dependen del mercado global. La expresión política que han encontrado para manifestarlo, el populismo xenófobo de un magnate, no es, ni mucho menos, un esperanzador signo. Pero este magnate les promete reconstruir el país; les promete OBRA PUBLICA y trabajo; les promete menos inmigración y, por tanto, menos competencia salvaje en el mercado de trabajo y más seguridad en sus vidas y en ciudades. Y les promete cuidar de la producción nacional, evitando deslocalizaciones y recuperando sectores desmantelados. Les promete, en suma, un Estado-nación protector.  

Es aún una incógnita el desenvolvimiento real de la acción de gobierno del Sr. Trump; su primera alocución, dirigida al resto de las naciones, no sonó tan belicista como la de las típicas presidencias demócratas o republicanas. Sin embargo, el posterior ataque a la base aérea en Siria; la creciente tensión con Corea del Norte y la injerencia abierta contra la Venezuela Bolivariana confirman la política imperial de los EE.UU.

Porque, ciertamente, lo que el pueblo estadounidense eligió en la persona de Trump fue un emperador. La globalización capitalista no ha ido acompañada de la conformación de una superestructura política globalizadora; al contrario, el orden internacional se hace pedazos y tanto parte de la sociedad estadounidense como un sector de su dirigencia política contemplan perplejos esta nueva situación. Su anterior dominio en todos los campos, tecnológico, productivo, científico ha sido cuestionado por la realidad del desarrollo capitalista de otras naciones como China, India, etc. Y es que la liberación que el capital ha experimentado con respecto a sus respectivas realidades estatales también ha afectado a la sociedad y al Estado de EE.UU. El capitalismo global no respeta ni preserva el dominio y hegemonía de los EE.UU.  

Liberado el capital de los estrechos límites del Estado-nación tiende a no sentirse obligado ni tan siquiera con su Estado-nación matriz. La superestructuras políticas que el capitalismo global crea, en informales, etéreas y oscuras autoridades gubernamentales, ocultas en la maraña de sus no menos oscurantistas instancias burocráticas (los G7, G20, los distintos Foros, BM, FMI, etc), tras la que no se esconde ninguna realidad estatal cierta, pero que eclipsa, no obstante, la autoridad de los estados nacionales preexistes, es el modelo de gobierno mundial del capitalismo global, que se asemeja al viejo Estado liberal, en la medida que no integra, realmente, voluntad popular ni representatividad democrática algunas, al tiempo que se preocupa, casi en exclusividad, en crear las condiciones más óptimas para la realización del capital global, libre de trabas. Así, pues, puede afirmarse que el capitalismo, en esta peculiar e histórica dispersión supranacional, ha expropiado, a hurtadillas, a sus pueblos la realidad estatal y los derechos políticos a ella anudados; y esto mismo han experimentado, con crudeza, los ciudadanos estadounidenses.  

Su reacción, sin embargo, ha sido grotesca. Con la elección de Trump, los estadounidenses han pretendido sustituir la alambicada superestructura política de la globalización por una suerte de tosca y simple, por básica, magistratura imperial, que vendría escenificando el Sr. Trump, sobre todo, en sus viajes internacionales, cuando humilla protocolariamente a sus aliados o les requiere, al modo de los emperadores romanos, el abono de las «contribuciones» vencidas por la defensa de las fronteras del imperio (léase financiación de la OTAN).  

El capitalismo globalizado no generará realidades estatales estables; la necesidad de su libre y brutal circulación, así como las propias rivalidades interestatales y el miedo a que ello pudiera unificar a la clase obrera mundial lo impedirá. Sin embargo, en este proceso, debilita, hasta la extenuación, al Estado-nación.  

En el escenario europeo, el chovinismo francés, el revanchismo y militarismo alemán, las ínfulas romano imperialistas de Italia, el aislacionismo inglés y el «no estar nunca» de españoles y portugueses, más preocupados por sus dominios de ultramar, han impedido la construcción de unos verdaderos Estados Unidos de Europa. Y a resultas de ello, en estos momentos, Europa soporta, atribulada, las humillaciones del Emperador Trump.  

En cualquier caso, lo decisivo, en esta fase histórica, no es lo que vaya acontecer en la vieja Europa. Vivimos un periodo histórico de transición, caracterizado por la progresiva pérdida de los EE.UU. de su condición de gendarme de un orden internacional que se resquebraja y la emergencia de una nueva potencia mundial, China, que, en su expansión, hace uso de un modelo de relaciones internacionales basado en el comercio, la cooperación y el desarrollo (de lo cual da cuenta la revitalizada Ruta de la Seda) y del que, en principio, habría de surgir un nuevo orden internacional. La sustitución de Gran Bretaña por los EE.UU. en esa condición de gendarme mundial estuvo acompañada por dos guerras mundiales. La primera reacción de los EE.UU. ha sido la esperpéntica elección de un arbitrario e imprevisible EMPERADOR y el intento de recuperar su antes incuestionado Estado-nación en la versión de la Roma (Washington) Imperial.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.