Andando por las comunidades eclesiales de base del Norte amazónico, allí donde crece una Iglesia pobre y liberadora, oí de un líder comunitario, buen conocedor de la lectura popular de la Biblia, la siguiente visión, que él aseguraba era verdadera. Iba un día camino del centro comunitario cuando se vio trasportado, no sé si en […]
Andando por las comunidades eclesiales de base del Norte amazónico, allí donde crece una Iglesia pobre y liberadora, oí de un líder comunitario, buen conocedor de la lectura popular de la Biblia, la siguiente visión, que él aseguraba era verdadera.
Iba un día camino del centro comunitario cuando se vio trasportado, no sé si en sueño o en espíritu, a los jardines del Vaticano. De repente vio a un papa -no era ninguno de los conocidos- todo de blanco, rodeado por sus principales cardenales consejeros. Hacían el habitual paseo después del almuerzo, caminando por los jardines en flor del Vaticano. De pronto, el Papa vislumbró, a unos pocos metros de distancia, la figura del Maestro. Éste siempre aparece disfrazado, unas veces como jardinero, otras como caminante que va hacia Emaús. Pero el sucesor de Pedro, apartándose del grupo de cardenales, con fino tacto, identificó al instante al Resucitado. Se arrodilló y quiso pronunciar la profesión que hizo a Pedro ser la piedra sobre la cual se construye la Iglesia («Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo») cuando fue atajado por Jesús. Mirando el palacio del Vaticano a lo lejos y la silueta de los edificios de la Santa Sede, Jesús con voz entristecida dijo: «No te bendigo, Simón, hijo de Jonás y sucesor de Pedro, porque todo esto no fue inspirado por mi Padre que está en los cielos sino por la carne y por la sangre. A ti te digo que no fue sobre estas piedras que edifiqué mi Iglesia, porque temía que así las puertas del infierno pudiesen prevalecer contra ella».
El Papa se quedó perplejo y dirigió su mirada al rostro de Jesús. Vio que caían furtivamente dos lágrimas de sus ojos. Se acordó de Pedro que lo había traicionado tres veces y que, arrepentido, lloró amargamente. Quiso articular alguna palabra, pero ésta murió en su garganta. Él también empezó a llorar. En esto el Señor desapareció.
Los cardenales oyeron las palabras del Maestro y se apresuraron a asistir al Papa. Entonces éste les dijo con gran severidad: «Hermanos, el Señor me abrió los ojos. Por eso, las cosas no pueden quedar así. Ayúdenme a realizar la voluntad del Señor».
El Cardenal Camarlengo, el más anciano de todos, afirmó: «Santidad, sí, vamos a hacer algo para seguir a Jesús y la tradición de los Apóstoles. Mañana reuniremos a todo el colegio cardenalicio presente en Roma e, invocando al Espíritu Santo, decidiremos cómo proceder, conforme a las palabras del Señor».
Todos se alejaron pesarosos, mientras les venían a la memoria aquellas escenas del Nuevo Testamento que se refieren a Jesús llorando sobre la ciudad santa que mataba a sus profetas y apedreaba a los enviados de Dios, y que se negaba a reunir a sus hijos e hijas como la gallina recoge a sus polluelos bajo sus alas.
Algunos, sin embargo, comentaban: «hermanos, seamos realistas y prudentes, pues nos toca vivir en este mundo que ayudamos a construir. ¿Podemos negar nuestra historia? Pero veamos lo que el Espíritu nos inspira».
Al día siguiente, cuando los cardenales se dirigían a la sala del consistorio, graves y cabizbajos, el secretario del Papa vino corriendo y les comunicó casi a gritos: «El Papa ha muerto».
Se celebraron los funerales con la pompa que acostumbran los cardenales, con sus vestimentas brillantes y llenas de color, venidos de todas partes del mundo. Una semana después sepultaron al Papa.
Y nadie se acordó nunca más de las palabras que el Señor había dicho.