Las exigencias de la fronda neoliberal no se detienen. La nueva amenaza es la reforma laboral. El foco del debate mediático está en la cuestión de los costes del despido, en una dudosa elaboración intelectual según la cual tenemos un mercado laboral dual, con unos trabajadores superprotegidos gracias al elevado coste del despido y otros […]
Las exigencias de la fronda neoliberal no se detienen. La nueva amenaza es la reforma laboral. El foco del debate mediático está en la cuestión de los costes del despido, en una dudosa elaboración intelectual según la cual tenemos un mercado laboral dual, con unos trabajadores superprotegidos gracias al elevado coste del despido y otros marginales condenados entre el empleo precario y el desempleo. Según este discurso bastaría con abaratar el despido y establecer un contrato único para eliminar la dualidad. Se trata de un discurso potente por su simplicidad pero dudosamente realista. Como es un tema del que me he ocupado muchas veces y no es cuestión de aburrir, solamente señalar tres cuestiones clave: En primer lugar, que los costes del despido de los empleados fijos son muy diferentes según la vía que se utilice -despido colectivo (ERE), despido procedente atendiendo a alguna de las numerosas posibilidades que incluye el Estatuto de los Trabajadores y despido improcedente – y según el tipo de empresa -parte del coste del despido procedente en las Pimes es asumido por el Fondo de Garantía Salarial-. Si las empresas utilizan el despido improcedente es porque les sale a cuenta, aunque claro está que les será más ventajoso cuanto más barato. En segundo lugar, la creación de un contrato único no elimina la diferenciación de condiciones laborales. Éstas existen en todas las economías capitalistas y son fundamentalmente el resultado de las estrategias empresariales de gestión de personal en aras a reducir los costes laborales, obtener el control sobre el proceso productivo y externalizar la inseguridad económica generada por los avatares del mercado. Con contrato único seguirán existiendo millones de empleados afectados por contratos de poca duración. Más bien, la precariedad puede extenderse a nuevos colectivos. Y en tercer lugar, es falso que estemos ante un mercado dual. Si analizamos el conjunto de condiciones de trabajo, lo que encontramos es una diferenciación de segmentos laborales y el predominio en nuestro país de empleos de baja calidad, como ha puesto de manifiesto un reciente estudio dirigido por el sociólogo Carlos Prieto (coord.), María Arnal, María Caprile y Jordi Potrony, La calidad del empleo en España. Una aproximación teórica y empírica (Ministerio de Trabajo e Inmigración, Madrid, 2009).
Abaratar el despido simplemente hará mas fácil destruir empleo. Reducir la contratación a una sola figura no servirá para mejorar la calidad de muchos empleos, pero servirá para camuflar la precariedad: posiblemente uno de los objetivos pretendidos por el grupo de economistas que tras años de argumentar que el mercado laboral español era hiperrígido chocó con la evidencia del elevado nivel de contratación temporal que ponía en cuestión sus argumentos neoliberales.
Hay sin embargo una cuestión más preocupante aún que la de la regulación del despido: la propuesta de limitar la contratación colectiva al nivel de empresa. En una estructura económica dominada por la microempresa, la reducción del nivel de negociación dejará a millones de empleados sin negociación colectiva, en manos de la negociación individual en la que la empresa tiene un poder desproporcionado (algo que ya advirtió el liberal Adam Smith), especialmente en un país con un salario mínimo paupérrimo. Esto sí es empoderamiento, pero de un tipo diferente del que piensan muchos seguidores de Amartya Sen. Y existe la evidencia de que allí donde la negociación tiene esta estructura, como es el caso de EE.UU., las desigualdades salariales son mayores (incluso dentro de una misma categoría laboral), y las condiciones laborales peores y más diversificadas (no en vano el análisis de la segmentación y la dualidad en los mercados laborales nació allí, no en la regulada Europa). No hace falta ser muy perspicaz para apreciar qué ocurrirá en nuestro país si se debilita el alcance y la incidencia de los convenios sectoriales. Aunque su cobertura es reducida y posiblemente en muchas empresas su aplicación deja que desear, constituyen cuanto menos marcos de referencia de derechos ahora en peligro.
No deja de ser curioso el argumento de sus defensores que hay que permitir a las empresas adecuar sus costes salariales a su situación. Uno no entiende que si el mecanismo de los precios debe adecuarse a la carta de cada situación concreta ello no sea aplicable a todos los costes (no sólo a los salariales), por ejemplo que los intereses bancarios, la factura de la luz o el coste de las materias primeras también se fije en función de la situación de cada empresa. O, puestos a generalizar, que los precios que pagan los consumidores se adecuen a la situación de cada cual. Los economistas neoclásicos llevan años explicando que un solo precio para cada producto o suministro es un poderoso mecanismo que impulsa a las empresas a ser eficientes. Hace pocas semanas, Paul Krugman explicaba el funcionamiento de este mecanismo para justificar la fijación de tasas sobre las emisiones de CO2 como un medio para mejorar la eficiencia ecológica de la economía (Paul Krugman, «Cómo construir una economia ‘verde'», El País Negocios, 25 Abril 2010). No se entiende la razón por la que lo que vale para las emisiones de carbono, y cualquier otro input, no sirva para el caso laboral. Y es que los economistas neoclásicos nos tienen acostumbrados a la doble moral de aplicar los principios del mercado competitivo para todo menos para aquello que afecta a las personas y al mundo laboral. Predican la libertad de movimientos económicos pero sostienen, en su inmensa mayoría, la imposición de barreras a las migraciones de personas (especialmente las de pocos recursos y poca educación, excepto si son atletas de élite). Predican la eficacia del mecanismo de los precios como impulsor de la eficiencia menos en el caso de los costes labores, que en cambio deben adecuarse a la rentabilidad de cualquier empresa, eficiente o no. Tenemos por tanto un poderoso argumento de debate de estas exigencias no sólo en términos de justicia sino también en los aspectos de eficiencia en los que habitualmente se refugian los neoliberales para legitimar sus barrabasadas.
No soy optimista sobre la posibilidad de pararles los pies. Aunque se desarrolle con éxito una exitosa huelga general. Los líderes empresariales más clarividentes tienen ya asumido que una huelga es posible y forma parte del «coste» de aplicar la reforma. Además piensan que servirá para acercar aún mas a la derecha al poder. Peor aún si las movilizaciones fracasan, puesto que a la insensatez de las reformas deberemos sumar la sensación de fracaso, de desmovilización, de resignación con la que una gran parte de la población esta asumiendo que le toca pagar un duro coste por un festín en el que como mucho ha sido paciente espectadora. Pero en lo que hay que pensar es que estamos ante un largo período de padecimientos colectivos del que sólo podrá salirse si se aúna un esfuerzo de organización y movilización social, una capacidad de elaborar propuestas y demandas colectivas y una elaboración intelectual, que no academicista, capaz de ofrecer respuestas a la amenaza a la dictadura incontestable de las estructuras sociales que sostienen el neoliberalismo.