El uso de las tarjetas de débito, aquellas que sólo permiten transferir nuestros dineros depositados en bancos o cajas de ahorros a una entidad para realizar un pago por nuestra adquisición de un bien o servicio, ha adquirido en los países desarrollados un auge tremendo. Las tarjetas de débito sólo funcionan si nuestro saldo bancario […]
El uso de las tarjetas de débito, aquellas que sólo permiten transferir nuestros dineros depositados en bancos o cajas de ahorros a una entidad para realizar un pago por nuestra adquisición de un bien o servicio, ha adquirido en los países desarrollados un auge tremendo.
Las tarjetas de débito sólo funcionan si nuestro saldo bancario es positivo e igual o superior al pago que queremos efectuar. Las tarjetas de crédito, por el contrario, permiten efectuar pagos independientemente del saldo del usuario y éste pagará por ese servicio financiero una cantidad extra, además del importe financiado, a la entidad crediticia en forma de interés.
Pero fijándonos sólo en las tarjetas de débito, observamos que son la alternativa al dinero físico cuyo monopolio de emisión lo controlan los bancos centrales de cada país. En nuestro caso, el Banco Central europeo con sede en Frankfurt, Alemania.
No vamos a plantear nada nuevo ni extraño. Se trata de seguir los pasos históricos lógicos que se han dado en otras épocas ante la evolución de los medios de pago. En su día, los billetes nacieron como meras letras de cambio de un banquero de una ciudad al ‘corresponsal’ de otra burgos para que su portador cambiase el papel (-moneda) por el oro o las monedas. Siendo sus emisores privados, se fue transfiriendo paulatinamente esa capacidad, el control y el aval de que ese billete equivalía a la moneda, a los bancos estatales emisores. Hora es ya, creemos, para hacer lo propio con las tarjetas.
Al fin y al cabo, el uso de la tarjeta es una alternativa al pago con dinero físico. Su utilización se ha generalizado seguramente por comodidad o por prevenir un riesgo de hurto o pérdida.
Por otro lado, pagamos ese servicio los consumidores, aunque es liquidado por los comerciantes y los receptores del pago. No sólo porque la posibilidad de su uso requiere firmar un contrato con la entidad emisora de la tarjeta que nos cobrará, 6, 12 ó 24 euros anuales por la tarjeta plástica y un mínimo seguro para cubrir ciertos usos irregulares de la tarjeta por personas diferentes a su dueño. Es que, además, en cada uso de ella pagamos, vía receptor del pago, una comisión del 0,1 al 3 e incluso más por ciento de la cantidad transferida.
El abuso, injustificado por razones de avance tecnológico, se agrava al ser los intermediarios oligopolios, VISA, Master card, American Express, etc. Encima, el ‘peso’ de cada uno de ellos es bastante asimétrico y, entre ellos, tienen demandas judiciales sobre prácticas irregulares y abusos de posiciones dominantes que impiden la competencia entre sí. Y esa posición dominante frente a comercios e incluso entidades financieras ha conducido, tanto a la Administración estadounidense como a la comunitaria europea, a la interposición de demandas y reclamación de sanciones por dichas prácticas.
Los comerciantes, en función del número y tipo de transacciones, liquidan los porcentajes acordados con la entidad financiera para sufragar los costes de comunicación y computación, amortización de los aparatos físicos donde se leen las tarjetas y el margen comercial, incluyendo la cuota de los dueños de la emisión de la tarjeta. El diferente porcentaje en función del tipo de comercio no tiene explicación económica y sí de una discriminación por precio para hacer más rentable el ‘negocio’ de los emisores.
Tan evidente es el abuso, la diferencia entre la suma de costes dichos y el precio que se cobra, que en diferentes países los comercios grandes han intentado paliar ese coste favoreciendo la emisión de sus propias tarjetas y los usuarios han llevando sus quejas a los gobiernos respectivos. Otros ejemplos de las comisiones abusivas nos lo dan las entidades con capacidad de negociación que emiten tarjetas con ‘descuento’ sobre su uso, que forman parte del autoengaño del consumidor, y que ponen al descubierto los pingües beneficios de los intermediarios.
Los gobiernos han intentado nadar entre dos aguas, entre su discurso favorable a la economía de mercado y dejar que los agentes sean los que hagan los acuerdos necesarios (a través del precio) o legislar unas normas que adecuen esos precios a unos costes reales.
En nuestro país, desde el Parlamento se ha presionado y se han producido ciertos intentos de reducir como máximo al 3 por ciento la comisión a los comercios y a partir de ahí, dejar a las partes (asimétricas) negociar. Pero no ha habido una gran presión efectiva dado que en nuestro país se cobran generalmente comisiones superiores a las que se realizan en otros países europeos. Se están tocando poderes fácticos. De hecho, los últimos estudios señalan que las comisiones por el uso de todas las tarjetas suponen más del 35 por ciento del total de ingresos de comisiones del sector financiero.
Y las grandes empresas emisoras son estadounidenses.
Es decir, se está aceptando en Europa pagar y transferir a empresas estadounidenses (o empresas privadas sin más) por un servicio fedatario (se tiene o no dinero en tu cuenta de ahorros) cuando tecnológicamente se puede solventar y hacer que el Banco Central europeo tenga el poder de emisión del dinero y de emitir a cada ciudadano un carnet-tarjeta de débito avalado por los activos líquidos de ese mismo ciudadano. Otra cosa es que el Parlamento Europeo no pueda obligar a dicho Banco, tal como dice el proyecto de Tratado Constitucional, a realizar esta labor.
Lo lógico sería, igual que se pasó en la baja Edad Media de la moneda al billete y en la moderna al monopolio público de emisión, convertir a nuestros bancos centrales en tecnológicamente emisores de dinero con tarjetas de chip electrónico, aprovechando la obligación de que a partir del año 2008 en Europa las tarjetas han de pasar de banda magnética a chip, sirviendo mejor al ciudadano.