-¿Eso es sangre? -No, es carbón. Llevo tanto en el cuerpo como para calentarme hasta mi muerte. Germinal En el centro de los debates económicos que se desarrollan en la actualidad está la cuestión de la competitividad. Las soluciones que propone el discurso neoliberal y la izquierda reformista para afrontar los nuevos retos surgidos del […]
-¿Eso es sangre?
-No, es carbón. Llevo tanto en el cuerpo como para calentarme hasta mi muerte.
Germinal
En el centro de los debates económicos que se desarrollan en la actualidad está la cuestión de la competitividad. Las soluciones que propone el discurso neoliberal y la izquierda reformista para afrontar los nuevos retos surgidos del proceso de internacionalización del capital pasan por la mejora de la productividad y conseguir, así, una mejor posición competitiva en la división internacional del trabajo.
La competitividad es un virus ideológico. Si uno acepta su lógica está perdido. La aprobación de la necesidad de ser competitivos lleva implícita la aceptación del modo de producción capitalista. Se interioriza hasta lo más profundo del tuétano ideológico la esencia del capital y el obrero asume como propia la necesidad de incrementar la explotación de su trabajo. Una vez inserto en el discurso sobre la competitividad no se cuestionan los fundamentos del capitalismo. Estos quedan a un margen y limitan el alcance de la crítica. El debate pretende establecer una alianza contra natura entre el capital y el trabajo. En este marco, el trabajador acepta de forma fatalista las consecuencias del carácter expansivo del capital. Los efectos de la movilidad internacional del capital y las secuelas que se derivan se interiorizan como fuerzas naturales contra las que no cabe resistencia. El capitalismo, como relación social de producción, se le presenta al trabajador como un ente que tiene propiedades físicas e inexorables. El capital se viste con las propiedades de la materia y se objetiva de tal manera que al trabajador no le queda más solución que aceptar sumisamente su lógica.
En el último período el capital ha intensificado la lucha con el trabajo por la prolongación de la jornada laboral. Esta necesidad imperiosa de aumentar la extracción de plustrabajo mediante el mecanismo de la plusvalía absoluta se ha llevado a cabo gracias a la aceptación por parte de la burocracia sindical del discurso de la competitividad. En Francia y en Alemania los líderes sindicales han aceptado sin combate la extensión de la jornada laboral sin incremento salarial como mal menor para poder ser competitivo en el mercado mundial. El peligro de deslocalización se está utilizando como argumento disciplinario de la fuerza de trabajo sin encontrar respuesta ante el desarme ideológico del reformismo de izquierdas. La imagen es terrible: los trabajadores asumiendo como propia su degradación salarial con el fin último de garantizarse sus condiciones de explotación. En este contexto se hace palpable que la clase trabajadora sin el desarrollo de su conciencia no es más que carne de cañón para la explotación. Es una masa incoherente e inconexa de individuos y no se puede constituir en agente social transformador. Su espectro político se reduce hasta el mínimo y sus condiciones de vida y los elementos civilizadores que conllevan quedan socavados.
El que la producción se articule a través del mecanismo del mercado y de la competencia del capital surge del carácter privado de los medios de producción. La propiedad privada de los medios de producción implica necesariamente la no-propiedad de los trabajadores. Los productos del trabajo se tienen que emancipar de la fuerza de trabajo y oponerse al trabajador como una fuerza hostil: «los productos de los obreros, convertidos en poderes autónomos, los productos como dominadores y compradores de sus productores». En consecuencia, el trabajador solo puede vender su fuerza de trabajo al propietario del capital si quiere garantizarse sus condiciones de existencia. En esta venta entra en competencia con el resto de los trabajadores que están en su misma situación, es decir, privados de sus medios de subsistencia. Por lo tanto, lo primero que debemos cuestionarnos es el carácter privado de los medios de producción y el antagonismo que surge entre el potencial productivo de la sociedad y los límites que le impone las relaciones sociales de producción. La pregunta que debemos hacernos no es qué estrategias seguir para mejorar la competitividad, sino por qué el trabajador tiene que vender su fuerza de trabajo al capitalista para poder existir. ¿Por qué la producción tiene que ser mediada por el beneficio y por la extracción de plustrabajo?¿Por qué los productos del trabajo se enfrentan al trabajador como propiedad privada del capital?
La competencia entre capitales privados en su batalla por el beneficio supone un enorme derroche de recursos. En contra del dogma ortodoxo que canta las loas de la competencia (con el monopolio de la propiedad, claro está) debemos cuestionar la existencia misma de la propiedad privada como eje vertebrador del proceso productivo. A la competencia capitalista, a esta guerra de todos contra todos, debemos oponer la cooperación socialista de la producción social.
Pero además, el debate sobre la competitividad debe situar en el centro el objetivo y las consecuencias del incremento de la productividad del trabajo. Precisamente, el incremento de la productividad es la alternativa que propone el reformismo de izquierdas para competir con los bajos costos salariales de países como China. Sus propuestas pasan por incrementar la productividad del trabajo aumentando el coeficiente capital-trabajo e invirtiendo en desarrollo e investigación. En términos marxista se trata de incrementar la extracción de plusvalía relativa elevando la composición orgánica del capital. Esto equivale a incrementar la tasa de explotación. El discurso reformista no se cuestiona en ningún momento que los incrementos en la productividad del trabajo sean apropiados por el capital. Al abordar la innovación tecnológica como un elemento neutral de la producción se acepta de manera implícita la confiscación de sus beneficios por parte de capital. Es importante resaltar que la reducción de la jornada laboral no ha tenido su contrapartida en los enormes incrementos de la productividad del trabajo de las últimas décadas. El desarrollo tecnológico y la productividad que este implica se han puesto al servicio del capital y han servido para encadenar al trabajador a la máquina e incrementar su explotación.
¿Quiere decir esto que se debe despreciar la lucha por la defensa de los puestos de trabajo y por la conservación de las condiciones laborales? Ni mucho menos. Sin embargo, como nos recordó Rosa Luxemburg en su Reforma o revolución: «La lucha sindical se convierte, gracias a los procesos objetivos de la sociedad capitalista, en una especie de trabajo de Sísifo». Es por ello, que estas luchas se deben encadenar al objetivo último de la transformación social y debe quedar bien claro el carácter temporal que, necesariamente, asumen las reformas bajo el capitalismo. Lo que la clase obrera logra arrebatar a la burguesía cuando la correlación de fuerzas le es positiva ésta se lo quita cuando este equilibrio de fuerza se altera nuevamente en su favor. Retomando las palabras Rosa L.: «El socialismo no se deriva automáticamente y bajo cualquier circunstancia de la lucha cotidiana de la clase obrera. Resulta solamente de las contradicciones cada vez más agudas de la economía capitalista y de la convicción, por parte de la clase obrera, de la absoluta necesidad de su abolición por medio de una revolución social. Si se niega lo primero y se rechaza lo segundo, como hace el revisionismo, se reduce el movimiento obrero a simple sindicalismo corporativo y a reformismo social, lo que por su propia dinámica acaba conduciendo, en último término, al abandono del punto de vista de clase.»
El desarrollo de las fuerzas productivas está encorsetado por la propiedad privada de los medios de producción y por los límites que establece la existencia del Estado nacional. De estos dos elementos se deducen cuales son los objetivos del movimiento obrero para superar el modo de producción capitalista. En su lucha contra el capital los trabajadores tienen que volver a levantar la bandera del internacionalismo proletario. No se trata de una consideración romántica sino que es una cuestión de vital importancia para el movimiento obrero. Una de las consecuencias más perniciosas del discurso sobre la competitividad es enfrentar a los trabajadores en líneas nacionales. No debemos permitir ningún tipo de alianza interclasista con las burguesías nacionales. Por ello es necesario desenmascarar el discurso que pretende vincular los intereses del capital nacional con los intereses del trabajo y cuestionar los cimientos más profundos del capitalismo.
Xabier Gracia. Seminario de economía crítica Taifa