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Yo también existo

Fuentes: Rebelión

Con la perspectiva que me da la edad, acierto a distinguir, en mi temprana adolescencia, mi júbilo por la victoria relámpago de la Revolución cubana sobre los parásitos, gusanos y mercenarios que, organizados por la CIA, habían desembarcado en la Bahía Cochinos con el propósito de devolver a Cuba su condición de prostíbulo yanqui. Aprendo […]

Con la perspectiva que me da la edad, acierto a distinguir, en mi temprana adolescencia, mi júbilo por la victoria relámpago de la Revolución cubana sobre los parásitos, gusanos y mercenarios que, organizados por la CIA, habían desembarcado en la Bahía Cochinos con el propósito de devolver a Cuba su condición de prostíbulo yanqui. Aprendo a amar la vena revolucionaria de América Latina a través del ejemplo de Fidel, del Che, de Camilo Cienfuegos, de la resurrección del sandinismo, de los versos de Martí, del sueño de Bolívar, de toda la sangre que las gentes del pueblo derraman en Centro y Sudamérica para formar con ella sombrías nubes sobre el cielo de los dictadores y de los intereses económicos de los oligarcas. Aliento mi primer miedo a la guerra nuclear con la «crisis de los misiles» que enfrentara a Khrushchev y Kennedy, un año antes de que éste cayera asesinado en Dallas en una conspiración que elige a Oswald de chivo expiatorio y borra sus huellas con la desaparición de Jack Ruby.

Fui niño de postguerra y adolescente de una España heredera del miedo y del silencio que empezaba a asomarse a un mundo nuevo. ‘La Pirenaica’ fue mi fuente clandestina de información, trabé amistad con hombres y chicos de más edad que me pusieron en la pista del marxismo, de la dialéctica y del materialismo histórico. Engels llegó a mis manos como un descubrimiento. Me habitué a leer entre líneas en los periódicos del Régimen y a mirar a mi alrededor antes de emprender cualquier conversación comprometida ya fuese en un bar o en cualquier establecimiento público. Me empapé del espíritu revolucionario del 68, clamé indignado contra el napalm que arrasaba Vietnam, vibré con las victorias de Ho Chi Minh, admiré la talla intelectual y humana del Tribunal Russel, lloré la muerte de Guevara en el Yuro y de Martin Lutero King en Memphis. Bauticé mi experiencia de manifestante cuando todavía una manifestación duraba un suspiro. Aún lo recuerdo como si fuera hoy: gentes arremolinadas en las aceras mirando escaparates. Un silbato que suena. Y esa misma gente que se echa a la calzada. El aire que se llena de consignas antifranquistas. Octavillas que vuelan. Y pies para que os quiero, antes de que los esbirros de la Brigada Político Social -a la que años más tarde tendría el dudoso honor de conocer mejor- se hiciesen presentes y nos llevaran por delante. Total, unos minutos. Pero qué minutos tan importantes para la libertad.

Me conmuevo con la dignidad de vida y obra llevada al sacrificio de Salvador Allende. Tras un trienio de intrigas de ITT, de Anaconda, de Nixon y de la CIA, Chile quedaba condenado a largos años de silencio, represión y muerte con las «hazañas» del general y profesor de Geopolítica, Augusto Pinochet, y sus «milicos». Pero si a Víctor Jara lo dejaban mudo para siempre, en Portugal, José Alfonso entonaba su ‘Grândola, Vila morena’ para dar el pistoletazo de salida a la «Revolución de los claveles» que defenestraba del poder a Marcelo Caetano y sus verdugos de la PIDE.

Por mi parte, vivo los coletazos del régimen de Franco, la contestación cada vez más osada, más valiente, de las clases trabajadoras y estudiantiles, el regreso de muchos exiliados. Entre ellos se nos cuela el «eurocomunismo» de Berlinguer y Carrillo, versión edulcorada y «democrática» del, en otra hora, revolucionario marxismo-leninismo. La politización del país otorga un grado de concienciación a las acciones, un sentido vital a la lucha, que me hace sentirme orgulloso de mi pueblo, que, entonces, sí lo era solidario y reivindicativo. Años más tarde, entre la rabia y la pena, vería cómo lo desmovilizaba política e ideológicamente el mayor traidor que ha tenido la izquierda y la clase obrera de este país: Felipe González Márquez. Él, y el combo de oportunistas de su socialdemocracia tan reaccionaria como moderna. Con actitud crítica, asisto al nacimiento de una Constitución que nos pareció corta y que hoy daría no sé qué porque se cumpliera. Atónito contemplo una brutal reconversión laboral a la que siguen la educativa y la cultural. Y para que mi capacidad de asombro siga engordando, veo cómo la URSS se va al infierno llevándose con ella al Pacto de Varsovia, para que la OTAN -en la que no íbamos a entrar y hoy nos remite muertos desde países lejanos, costándonos por ende un dinero sustancial que ningún apesebrado periodista de los que han defendido el recorte salarial de los funcionarios, la congelación de las pensiones y la prolongación de la edad laboral, osa mínimamente cuestionar- campe a sus anchas al colmo de volver a derramar sangre inocente en las sufridas tierras de Europa. Todo sea para que se construya el continente Neoliberal al que aspiran Helmut Kohl y toda la camarilla de políticos títeres al servicio del Gran Capital. Destruida la Europa del Este, reunificada Alemania, fragmentada Yugoslavia, y con el espíritu de Maastricht sembrando los vientos de la tempestad que ya ha comenzado a caernos encima, llegamos a este presente de impunes guerras preventivas, de tolerancia cero, de desregulaciones supraestatales y nacionalismos insurgentes que unen sus esfuerzos para socavar desde fuera y desde dentro la estabilidad del Estado, y del cepo de desinformación que nos convierte, cada día más, en idiotas sociales. Entre tanto, nuestra escala de valores ha sustituido «libertad» por «seguridad», y «solidaridad» por «egoismo»; el «ciudadano» ha sido asaltado y despojado de sus pertenencias por el «consumidor», y la vida humana se cotiza más barata que nunca en la Bolsa de las conciencias. A la crisis económica en la que nos han sumido aquellos que gritaban que el Estado era algo obsoleto y que, luego, no tuvieron la menor vergüenza en demandar del «papá» Estado el dinero que necesitaban para seguir con sus mangoneos financieros; a la crisis ecológica en que nos sumerge la rapaz actitud que las empresas multinacionales muestran hacia las riquezas naturales; a la crisis alimentaria con que la globalización capitalista mata de hambre y sed a millones de seres humanos; a todas ellas, se une una cuarta de no menor calado: la crisis ideológica que nos asola. Nunca he visto tan desorientada a lo que antes yo llamaba Izquierda y ahora no sé cómo llamar. Carentes del andamiaje lógico y filosófico que la ideología presta, hoy se confunde el rábano con las hojas con demasiada facilidad. Asisto al entierro de aquel espíritu de Santa Indignación que nos sacudía ante las injusticias del mundo y escucho hablar más del Derecho de los Animales que de los Derechos del Hombre. Me repugna la indiferencia con que presenciamos el genocidio que el sionismo israelita practica con el pueblo palestino mientras, poco a poco, lo va expulsando de sus tierras, o nuestra laxitud ante un golpe de Estado como el que hace un año robó el poder al legítimo presidente de Honduras, Mel Zelaya. Siento que hemos perdido la capacidad crítica para saltar los muros desinformativos -¡mil gracias, Pascual Serrano, por tu impagable trabajo!- que nos presentan a Hugo Chavez, a Evo Morales o a Rafael Correa como caricaturas de lo que realmente son: patriotas dispuestos a defender sus respectivos pueblos del cepo imperialista de los yanquis y de la plutocracia que gobierna el mundo. Hemos llegado tan bajo que, pese a la pertinacia de los hechos, se sigue calificando al PSOE de «izquierda», enfrentándolo al PP, como si ambos no fueran dos versiones fraternalmente caínitas del partido único del Capital. Hemos degenerado tanto que nos parece natural que doña Corrupción y doña Política vayan alegremente de la mano. Y estamos tan intoxicados de miedo, tan esclavizados con nuestras hipotecas u otras obligaciones, tan llenos de egoísmo, que en vez de un pueblo parecemos un rebaño de peleles sin la mínima capacidad de respuesta.

Dicho esto -con lo que, desde una perspectiva progresista, se podrá estar o no en cierto grado de desacuerdo-, no creo que nadie sostenga que este discurso tiene tintes reaccionarios y, menos aún, el más leve matiz derechoso o fascista. Sin embargo, cuando a todo lo anterior añado mi confesión, no sólo de ser aficionado a los toros, sino de haber tenido el honor de vestir de luces al punto de llegar a tomar la alternativa de matador de toros, me veo de inmediato condenado a las cavernas del españolismo, a ser miembro de la «España profunda», a ser tachado de «asesino» y de vil «torturador de animales». No se alarmen, no voy a dedicar un solo razonamiento a defender la fiesta de los toros y mucho menos voy a perder el tiempo tratando de convencer a quienes sienten fobias hacia dicho rito. Sólo advertir que donde se tortura es en algunas comisarías, en ciertos cuarteles, en los vuelos secretos de la CIA, en Guantánamo y en cualquier otra cloaca donde el Poder «vela» por la salvaguarda de sus intereses. No en las plazas de toros, al aire libre y a la vista del público que libremente ha decidido ir. Yo, que he matado cientos, jamás he torturado a un toro. Me he enfrentado a ellos. Y jamás confundiría la tortura con un combate auténtico -diga lo que diga el fanático Mosterín, al que, por cierto, he retado públicamente para que demuestre en la práctica sus estúpidas afirmaciones-, donde el «torturador» ha de exponer la vida por tratar de expresar ese «misterio» inefable e incomprensible que impulsa a algunos hombres a ponerse delante de los toros. Sí les diré que jamás degradaré al toro con un sentimiento de lástima. Es demasiado fuerte, demasiado noble, demasiado arrogante, demasiado bravo, para tenerle pena. Al toro se le admira y se le teme, se le respeta y… se le ama. Sí. Nadie ama más al toro que el torero. Sé que puede parecer incomprensible y hasta contradictorio, pero es tan cierto como todo lo que está escrito en esta carta.

Desearía terminar diciendo que, con los toros, la izquierda de nuevo cuño está cayendo en el mismo infantilismo que caíamos nosotros hace cuarenta años cuando criticábamos al que compraba el MARCA por el mero hecho de leerlo, porque asociábamos ese hecho a la falta de inquietudes políticas y sociales del aficionado futbolístico. Ahora, la fiesta de los toros se asocia a la Derecha, al fascismo, a lo más recónditamente troglodítico que queda en este país. Craso error. Quienes así creen -no digo piensan, porque la mayoría que sostiene esta tesis no ha llegado ni siquiera a pensarla, sólo a asumirla como credo-, ignoran que el toreo no es de derechas ni de izquierdas; que, pese a lo que digan sus detractores haciendo alarde de ignorancia histórica, taurófilos, aficionados y profesionales del toreo los ha habido y los hay de cualquier bando. El toreo no es de derechas, como no lo es el fútbol ni el deporte, aunque entre sus personajes encontremos gentes tan retrógradas como Jesús Gil o como el fascista Juan Antonio Samaranch, aupado desde la camisa azul de la Falange y el saludo fascista a las más altas instancias del Comité Olímpico Internacional. Aficionados al fútbol, al teatro, a la ópera…, los hay de todos los pelos y de todos los colores. En el toreo pasa igual.

No olviden que una de las virtudes que ha caracterizado a la Izquierda ha sido su capacidad de análisis y la profundidad con que ha estudiado aquellos asuntos de su interés. De aquí que, quienes se manifiestan desde posturas izquierdistas sobre la fiesta de los toros, tienen, como mínimo, la obligación de aparcar tópicos y lugares comunes y conocer, con cierto rigor, de lo que están hablando. De este modo, evitarían incurrir en incongruencias como las que les lleva a negar la realidad de personas como yo: prepotencia cercana a la de Carlos III cuando decidió, por decreto, suprimir la existencia de los gitanos, aunque los había a miles. Sintiendo mucho estropearles el guión, yo también existo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.