Cuando se hable en el futuro de los poetas mayores del siglo XX, se podrá decir una buena cantidad de autores. Y de tantas lenguas. Aquellos que le hablen reveladoramente a la gente, y lo sigan haciendo, iluminándonos. Entre ellos estará el polaco Zbigniew Herbert (Lwów, 1924-Varsovia, 1998), quién escribió durante toda la segunda mitad […]
Cuando se hable en el futuro de los poetas mayores del siglo XX, se podrá decir una buena cantidad de autores. Y de tantas lenguas. Aquellos que le hablen reveladoramente a la gente, y lo sigan haciendo, iluminándonos. Entre ellos estará el polaco Zbigniew Herbert (Lwów, 1924-Varsovia, 1998), quién escribió durante toda la segunda mitad del siglo pasado. Entre nosotros, quizá fue José Emilio Pacheco quien lo dio a conocer, con sus «aproximaciones» de las versiones inglesas de los años 80, en especial del poema Informe desde una ciudad sitiada , del cual JEP extrajo una extraordinaria apropiación/recreación de la desencantada visión que caracteriza a la obra tardía de Herbert.
No obstante, en castellano aún es relativamente desconocido. Este año aparecieron, en traducción inglesa de Alissa Valles, Los poemas reunidos (The collected poems, 1956-1998) , que incluyen toda la obra publicada de Herbert (Ecco, Nueva York, 2007, 600 páginas) y aprovechan también las versiones de Czeslaw Milosz y Peter Dalle Scott. El conjunto permite ver la evolución de su escritura, la vigencia del placer poético que transmite gracias a la naturalidad con que sus poemas habitan la realidad simple y los terrenos de la señora Historia. Su recurrente lectura de la mitología clásica, el imperio romano y otros hitos modélicos le permitió hablar de su presente (la Polonia antifascista y pronto comunista-estalinista, siempre incómoda bajo el yugo soviético) sin sufrir exilio, reducación carcelaria o silencio (y cuando lo alcanzó la censura en los años 70, dejó de publicar pero nunca estuvo solo, y eclosionaría como figura central de la cultura polaca tras las huelgas históricas en los muelles de Gdansk, en 1980).
Con sutileza, y el muy polaco don de la ironía como arma de la resistencia de todo un pueblo acosado durante siglos, Herbert construyó un notable corpus poético, suficientemente astuto (como se dice de Odiseo) para traspasar la censura e imponer su propia legitimidad. Su trato familiar con la Historia remite a Borges, sólo que Herbert, de sobrio y «correcto» afán clásico, es un poeta paradójicamente menos erudito pero más libre, que habló desde el dolor del siglo XX. Borges sabía demasiado y se comprometió demasiado poco con su presente.
Herbert fue un hombre de su tiempo. Su espíritu y su voz animaron el movimiento de Solidarnosc (Solidaridad) cuando representaba una alternativa progresista al socialismo de hierro. Se alejó del movimiento cuando éste devino agente «racionalizador» del neoliberalismo, el alineamiento al Vaticano y el viraje proyanqui de Polonia.
Esa descomposición de una «alternativa» vuelta poder, fenómeno tan común en estos tiempos, no arrastró a la impecable poesía de Herbert, quien en respuesta derivó hacia un desencanto que nunca perdió la ironía. Evitó usar la Historia como consolación o escape. Buscaba la belleza, pero también la verdad. En todo caso, la realidad. Una voz recorre sus libros finales, la del señor Cogito, suerte de alter ego o interlocutor (un poco el señor Palomar de Italo Calvino, aunque con un temperamento muy diferente); el lúcido e irritante escritor sudafricano J. M. Coetzee encuentra esta voz «quijotesca» en el ensayo Zbigniew Herbert y la figura del censor , que aparece en su libro Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar (Debate, México, 2007). El conocido poeta Adam Zagajewski señala la duplicidad de la voz herbertiana, «participación y distancia», y considera al señor Cogito una suerte de vocero, el porte parole de Herbert.
Ante la estatura clásica que alcanzó el muy contemporáneo Herbert, Coetzee reconoce: «Es posible que las circunstancias de su vida hayan desposeído al censor de buena parte de su poder de prohibir o inhibir». Tuvo suerte, genio, y una astucia que el sudafricano encuentra a veces demasiado «esteticista». Sin embargo, admite: «La poesía de Herbert se basa en un gran secreto que el censor no conoce, el secreto de lo que lo hace un clásico. Diga lo que diga la opinión popular, afirmen lo que afirmen los propios clásicos, lo clásico no pertenece a un orden ideal, ni se alcanza adhiriéndose a una u otra serie de ideas. Por el contrario, lo clásico es lo humano, o por lo menos, lo que sobrevive de lo humano».
En la parte superior, algunos poemas en prosa de las colecciones Hermes, perro y estrella (1957) y Estudio del objeto (1961), a partir de las versiones de Alissa Valles.
El muro
Nos sostenemos en contra del muro. Nos arrebataron la juventud como la camisa a un hombre condenado. Esperamos. Antes de que la gruesa bala se aloje en nuestros cuellos, pasan 10 o 20 años. El muro es alto y fuerte. Atrás del muro hay un árbol y una estrella. El árbol está rompiendo el muro con sus raíces. La estrella mordisquea el muro como un ratón. En 100, 200 años, habrá una pequeña ventana.
Siete ángeles
Cada mañana aparecen siete ángeles. Pasan sin tocar. Uno de ellos me arranca del pecho el corazón. Se lo lleva a la boca. Los otros hacen lo mismo. Se les marchitan las alas, y sus rostros pasan del plata al púrpura. Salen aporréandose las chanclas. Sobre una silla dejan mi corazón como una vacija vacía. Toma el día entero volverla a llenar, de manera que a la mañana siguiente los ángeles no me dejen todo alado y de plata.
Infierno
Contando desde arriba: una chimenea, antenas, una lámina enrrollada. A través de una ventana redonda ves a una muchacha en los hilachos que la luna olvidó llevarse y los dejó a merced de los chismosos y las arañas. Más abajo una mujer lee una carta, se refresca la cara con talco, y sigue leyendo. En el primer piso un joven camina de un lado al otro pensando: ¿cómo podré salir a la calle con los labios mordidos y los zapatos cayéndoseme a pedazos? El café de abajo está vacío; todavía es temprano.
Sólo hay una pareja en una esquina. Se toman las manos. Él dice: «Siempre estaremos juntos. Mesero, un café negro y una limonada, por favor». El mesero se mete detrás de la cortina y una vez allí, rompe a carcajadas.
Objetos
Los objetos inanimados siempre están en lo correcto y nada se les puede reprochar, desafortunadamente. Nunca observado una silla tropezar una pata con otra, o una cama que se recueste con las rodillas dobladas. Y las mesas, ni siquiera cuando están cansadas se atreven a aflojar las rodillas. Sospecho que los objetos se comportan así por consideraciones pedagógicas, para reprobarnos constantemente por nuestra inestabilidad.
Guerra
Un convoy con copetes de hierro. Niños pintarrajeados con gis. Limas de aluminio derriban casas. Ensordecedores misiles lanzados a un aire completamente enrojecido. Nada vuela en el cielo. La Tierra atrae los cuerpos y el plomo.
Pequeña ciudad
De día hay frutas y mar, de noche estrellas y mar. La Calle de las Flores es un cono de colores alegres. Mediodía. El sol golpea con su blanco bastón los verdes umbrosos. En un paseo de laureles los bueyes entonan una oda a la sombra. En ese momento decido declarar mi amor. El mar conserva la paz y la pequeña ciudad se hincha como los senos de la muchacha que vende higos.
De la mitología
Primero fue un dios de la noche y la tempestad, un ídolo negro sin ojos, ante el cual todos saltaban, desnudos y pintados con sangre. Más tarde, en tiempos de la república, hubo muchos dioses con esposas, hijos, camas crujientes e inofensivas explosiones de rayos. Al final sólo los neuróticos supersticiosos llevaban en sus bolsillos estatuillas de sal, representando al dios de la ironía. No había mucho mayor dios por entonces.
Y llegaron los bárbaros. Ellos también tenían un alto concepto del diosesito de la ironía. Lo triturarían con los tacones para agregarlo a sus platillos.
Luna
No entiendo cómo puedes escribirle poemas a la luna. Es gorda y desaseada. Se cuela en las narices de las chimeneas. Lo que más le gusta es meterse debajo de la cama y olisquearte los zapatos.