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Entrevista a César Rendueles, filósofo, sociólogo y ensayista

«Los proyectos comunales vuelven a poner en el centro de la disputa política la cuestión de la propiedad»

Fuentes: Ctxt

En las últimas décadas, el concepto de los comunes ha ganado cada vez más relevancia. Sin ningún género de duda, se ha convertido en uno de los términos clave en cualquier discusión política y teórica acerca de las posibilidades de transformación ecosocial. En este contexto, el filósofo y sociólogo César Rendueles (Girona, 1975) acaba de publicar Comuntopía: comunes, postcapitalismo y transición ecosocial (Akal), un libro que estudia el papel que potencialmente podrían desempeñar los comunes en la construcción de un futuro postcapitalista.

A lo largo del ensayo, se adopta una perspectiva amplia sobre el concepto de economía. Concretamente, el investigador considera que no toda la gestión de recursos sociales –sean bienes o servicios– ha estado, ni tiene que estar, guiada por los principios de optimización propios del capitalismo. Basándose en esta premisa, y a pesar de que entiende las limitaciones derivadas de la gestión comunal, se plantea una propuesta particularmente ambiciosa: no piensa en los comunes como pequeñas estructuras de organización social paraestatales; por el contrario, aborda la difícil pregunta de cómo integrar los comunes a gran escala en los Estados de bienestar modernos. Solo así, explica, podremos potenciar una transición ecológica justa.

Comuntopía se publicó a principios del 2024. Manteniendo el rigor necesario que requiere abordar una cuestión de este tipo, Rendueles ha escrito un libro accesible, que interesará a cualquiera que crea en la necesidad de una transición ecosocial antagonista. Recientemente tuve la oportunidad de plantearle algunas preguntas sobre su obra, y sobre cómo los conceptos que aborda pueden ayudarnos a vislumbrar una salida a una crisis ecosocial que ya hace tiempo que no podemos ignorar.

En su libro, usa la idea de los comunes para pensar en una transición ecosocial hacia un futuro poscapitalista. ¿A qué hace referencia el concepto de comunes? 

En su sentido más restringido, los comunes son instituciones sociales colaborativas que regulan recursos materiales o inmateriales de propiedad colectiva. Pueden ser pastos, bosques, el agua, bancos de pesca, caza, tareas relacionadas con el mantenimiento de los caminos, la siega, la alfarería… Se han dado en lugares muy diferentes del mundo a lo largo de muchísimo tiempo y han recibido toda clase de nombres: commons, tequio, procomún, minga, andecha, auzolan… Existe un largo debate académico sobre cómo caracterizar los comunes y qué tipo de bienes, servicios y relaciones sociales caen bajo esa categoría. Los economistas tienden a centrarse en aspectos relacionados con la propiedad mientras que los antropólogos suelen prestar atención al tipo de vínculos sociales que sustentan los comunes. Otros autores creen que lo esencial de los comunes no es su dimensión institucional sino su capacidad para evocar una constelación de conceptos relacionados con la solidaridad, la igualdad o la autocontención… 

Explica que una de las características más representativas del capitalismo es la de naturalizar tanto su propia existencia como sistema social, como el tipo de subjetividad que genera. Teniendo en cuenta que partimos de un escenario capitalista, donde las subjetividades están mayoritariamente asumidas, ¿cómo podemos conseguir que no se observen los comunes desde una perspectiva extractivista?

A veces las teorías de la ideología pueden llegar a ser un poco paralizantes. Pueden dar a entender que estamos completamente atrapados en una especie de telaraña cultural –una ontología, como a veces se dice– que modela completamente nuestra subjetividad. Creo que las cosas no son así. Seguramente los miembros de las sociedades precapitalistas eran perfectamente capaces de ver ocasionalmente la naturaleza como una amenaza externa y como un objeto potencial de explotación, del mismo modo que nosotros somos capaces de entender que la especie humana forma parte de ecosistemas amplios y que el paradigma de crecimiento económico ilimitado es un sinsentido. Creo que la cuestión no es tanto la mentalidad o la cultura como que estamos atrapados en relaciones sociales que hacen que determinadas elecciones colectivas resulten muy costosas. Es un problema práctico muy clásico, en realidad. Marx, por ejemplo, atribuía al proletariado un papel universal porque consideraba que era un colectivo que, por su situación económica, política y cultural, podía impulsar cambios que eran del interés general pero que ningún otro grupo social estaba en condiciones pragmáticas de promover. Creía que el resto de clases y subclases sociales estaban atrapadas en intereses cortoplacistas. El problema es que no está nada claro cuál es el equivalente del proletariado marxista de las políticas ecocomunales. Qué colectivos pueden tener la fuerza política suficiente para impulsar la transición ecosocial, desarrollando alianzas transversales con grupos con otra identidad social.

Dado el carácter tan complejo de nuestras sociedades contemporáneas, muy pocas propuestas plantean una simple vuelta a los comunes tradicionales. Por el contrario, la gran mayoría de estas asumen la existencia de instituciones como el Estado. ¿Cómo podemos integrar los comunes en los estados de bienestar modernos? 

Creo que pensar los comunes como una alternativa a la intervención pública estatal es un error que condena a ese tipo de instituciones a desempeñar un papel marginal en cualquier sociedad contemporánea. Es verdad que muchos proyectos comunales surgen de una desconfianza hacia el papel del Estado que tiene una doble raíz. Por un lado, la complicidad del Estado en el proceso de mercantilización global que comenzó a finales de los años setenta del siglo pasado. En cierto sentido, el neoliberalismo ha sido, por encima de todo, una teoría y una práctica en torno al Estado y no tanto una doctrina económica. Esta denuncia del papel del Estado en el austericidio se solapa, por otro lado, con el rechazo de las dimensiones autoritarias de las intervenciones públicas. Creo que ambas críticas tienen parte de razón, pero al mismo tiempo me parece que en sociedades de masas, complejas y diversas, la intervención del Estado es insustituible. En primer lugar, por cuestiones de eficacia y rapidez, algo particularmente importante en un contexto de crisis ecológica que requiere intervenciones a gran escala inaplazables. Pero también por razones éticas. Las estructuras burocráticas pueden ser una fuente de autoritarismo, pero tienen una capacidad para garantizar la universalidad y la igualdad de trato, muy difícil de desarrollar en ámbitos puramente comunitarios. Además, no es cierto que el Estado y, más en general, las grandes estructuras burocráticas sean completamente impermeables al tipo de participación y autogestión características de los comunes. Hay muchas experiencias de intervención colectiva en la gestión pública, desde la participación de representantes de los trabajadores en la administración de las grandes empresas alemanas al consejismo yugoslavo de los años setenta. Todas ellas son experiencias muy ambiguas, con aspectos positivos y negativos, y sería absurdo idealizarlas. Pero creo que sí nos enseñan que no deberíamos ver la relación entre lo común y lo público como una oposición sino como un continuo. Del mismo modo que los liberales ven la relación entre el mercado y el Estado como una amalgama.

Explica cómo, en los últimos años, la tradición marxista ha prestado más atención al capítulo XXVI del Capital, que sitúa los orígenes del capitalismo en los cercamientos de la tierra que ocurrieron en la Inglaterra rural del siglo XVII. Señala que, partiendo de esta idea, autoras como Luxemburg, Federicci, o Harvey han argumentado que estas privatizaciones son inherentes al funcionamiento del sistema –y no solo propios de una fase inicial–. ¿Por qué es tan importante insistir en que el capitalismo necesita de procesos de intervención política violenta en sus orígenes y para su reproducción?

Al menos por dos motivos. El primero es muy evidente, la gran fortaleza ideológica del capitalismo es que se presenta como un conjunto de acuerdos comerciales voluntarios y, por tanto, como extremadamente compatible con la libertad política. Todos entendemos que cuando firmamos un contrato laboral estamos condicionados por nuestras circunstancias económicas y familiares, pero también es verdad que no es un contrato de servidumbre. La historia de la destrucción de los comunes nos explica que ese régimen peculiar de libertad de mercado se construyó a través de la violencia y la coerción y nunca ha dejado de ser así, en mayor o menor medida. El segundo es que nos ayuda a normalizar la propiedad colectiva. Los proyectos comunales vuelven a poner en el centro de la disputa política la cuestión de la propiedad como un elemento central de la capacidad de control democrático. No ya sólo de la propiedad de los medios de producción sino también de los medios de vida en un sentido más amplio. La propiedad colectiva tiene una historia muy rica y diversa que no se limita a la propiedad público-estatal tal y como la conocemos hoy. Tenía que ver, por ejemplo, con distintas restricciones a la propiedad privada, que no se entendía como un dominio absoluto de la cosa poseída –la tierra, por ejemplo –por parte del propietario. Los debates sobre la acumulación originaria nos recuerdan que la limitación de nuestro menú colectivista se produjo a través de una violenta dieta expropiadora.

Le escuché decir que el capitalismo no le resulta un sistema social particularmente eficiente. ¿A qué se refiere?

Es una argumentación clásica del marxismo. Realmente el capitalismo es un sistema incapaz de aprovechar socialmente las inmensas fuerzas productivas que pone en marcha. El aumento de la productividad debería permitirnos relajarnos, descansar y dejar que las máquinas trabajen por nosotros. En vez de eso, los ciclos capitalistas de reproducción ampliada nos condenan al paro, las crisis de acumulación y la destrucción ecológica. Dicho esto, y para ser honrado, esta argumentación suena bien pero tiene truco. Que el capitalismo sea incapaz de aprovechar sus propias fuerzas productivas no significa necesariamente que exista otro más eficaz, capaz de hacerlo mejor.

Dedica una sección entera del libro a la cuestión de la burocracia. ¿Por qué es tan importante a la hora de pensar en la relación entre los comunes y la transición ecosocial?

Burocracia es un término tan cargado de connotaciones negativas que seguramente deberíamos pensar en otra palabra. En sociología usamos el término para designar la racionalización de la gestión de una gran organización, ya sea pública o privada. Los comunes a menudo se reivindican como una solución a las irracionalidades y defectos de ese tipo de organización burocrática. Ahí yo creo que se da un patrón que a veces pasa desapercibido. Muchas de las reivindicaciones de los comunes más ambiciosas proceden de lugares con políticas de bienestar públicas muy deficientes, en los que el Estado mantiene una relación de absoluta complicidad con las clases altas y las grandes empresas. Para alguien que viva en un país con servicios sociales públicos relativamente avanzados y en los que incluso se ha dado algunos pasos en la democratización de las instituciones burocráticas, seguramente no está tan claro el beneficio de optar por modelos comunales paraestatales. En territorios con una institucionalidad pública sólida, los comunes tradicionales pueden ser vistos como un paso atrás, en la medida en que en una sociedad de masas cualquier iniciativa comunal universalista inevitablemente acabará necesitando de algún tipo de organización formal y parece más sensato tratar de democratizar comunalmente las organizaciones públicas ya constituidas que empezar de cero. Esta dialéctica es muy evidente en los retos de la transición ecosocial. Uno de los motivos por los que las propuestas comunales son populares en el campo del ecologismo es que las políticas estatales han sido no sólo cómplices sino protagonistas de la crisis medioambiental. Pero al mismo tiempo, la racionalidad burocrática permite impulsar cambios coordinados de enorme envergadura y a una velocidad asombrosa. Algo que en el contexto de la crisis ecológica es crucial. El mejor ejemplo de esta contradicción seguramente sea China. Por un lado, es el país del mundo que más CO2 emite. Por otro lado, está impulsando la descarbonización a un ritmo que hoy es sencillamente impensable para cualquier otro país sin esa capacidad de intervención gubernamental. En la transición ecológica necesitamos eficacia y rapidez. Políticas públicas de una magnitud enorme que cambien el mundo. Renunciar a la burocracia o incluso al poder coercitivo del Estado es un suicidio ecosocial. Pero al mismo tiempo necesitamos cambiar el sentido común compartido. Aunque sólo sea para que esas políticas de asalto no generen un rechazo popular sino que sean asumidas, impulsadas y defendidas por la ciudadanía. La lógica comunal –la participación, el autogobierno…– es muy eficaz a la hora de integrar en la vida cotidiana esos cambios normativos que, no nos engañemos, implican sacrificios.

Entonces, ¿es posible una transición ecológica justa? 

Sí, siempre que no pensemos que justo significa angélico. La crisis ecológica tiene una característica a la que las fuerzas políticas de izquierdas están poco acostumbradas: la urgencia. En general, tendemos a pensar que el ciclo largo, la larga duración histórica, juega a favor de las opciones progresistas. Con la crisis medioambiental es evidente que no es así. A veces se dice que la paciencia política es para quien se la puede permitir. En este caso nadie se la puede permitir. Y tenemos que asumir esa tarea inaplazable en una situación de inmensa debilidad política: con una mala mano de póker con la que tratar de ganar una partida de ajedrez. Las élites económicas y políticas están maniobrando para que la transición preserve o incremente su poder, y yo diría que les va muy bien. Pero incluso si no se diera esa situación de debilidad, la transición ecológica estaría llena de contradicciones y resultados insatisfactorios. Una transición justa es un proceso de cambio en el que los costes y sacrificios se distribuyen atendiendo a las distintas necesidades. Y algo así implica inmensas dificultades colectivas, algunas tan básicas como que nuestras evaluaciones son comparativas: por ejemplo, la gente que tiene poco dinero compara su situación con la vida de privilegio que llevan los españoles ricos, no con los nigerianos pobres. Es un sesgo inevitable que todos tenemos y que produce sensaciones de agravio que dificultan mucho las políticas medioambientales. Pelear en serio por una transición justa es asumir el carácter conflictivo y limitado de los arreglos a los que podemos llegar.

Fuente: https://ctxt.es/es/20240401/Politica/46144/cesar-rendueles-entrevista-hugo-de-camps-mora-ecosocial-proyectos-comunales-capitalismo-comuntopia.htm