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12 de octubre: una herida abierta

Fuentes: Rebelión

«Hemos venido aquí a servir a Dios y al Rey, y también a hacernos ricos». Bernal Díaz del Castillo, Guatemala, siglo XVI «¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. […]

«Hemos venido aquí a servir a Dios y al Rey, y también a hacernos ricos». Bernal Díaz del Castillo, Guatemala, siglo XVI

«¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. (…). Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado». Domingo Faustino Sarmiento. Argentina, Diario El Nacional del 25/11/1876

«Los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país». Declaración de Quito, 1992

Hace 523 años el grito proferido por Rodrigo de Triana la madrugada de un 12 de octubre desde su puesto de vigía en el palo mayor de la Pinta informando de la tierra avistada, cambiaría dramáticamente el curso de la historia. Sus repercusiones siguen estando presentes: son, sin más, el cimiento de nuestro mundo actual. Puede decirse sin temor a equivocarnos que el amanecer de ese día comenzó el verdadero proceso de globalización, completado hace unas décadas con la caída del campo socialista con su grito triunfal de «terminó la historia», siendo al mismo tiempo el ocaso de las civilizaciones americanas originarias.

Más de cinco siglos han pasado desde aquel entonces, y la deuda pendiente no parece llegar a su fin. En un sentido, esa deuda es impagable. ¿Por qué?

El «descubrimiento» de América -eufemísticamente llamado «encuentro de dos mundos»- (lo que, más que encuentro, fue «encontronazo»)-, o lo que con más precisión podemos llamar «el inicio del mundo moderno capitalista», es un hecho de una trascendencia sin par en la historia de la Humanidad: inaugura un escenario novedoso que sienta las bases para la universalización de la cultura del imperio dominante, ya a escala planetaria en aquel entonces, mucho más solidificado en la actualidad, cinco siglos después, con la entrada triunfal de las tecnologías de la comunicación e información que vuelven al planeta una verdadera aldea global. El imperio dominante del siglo XVI era el incipiente -pero ya avasallador- capitalismo europeo (representado en ese momento por la España imperial y la Gran Bretaña que se empezaba a industrializar). «Modo de vida occidental», podría llamarse ahora, o libre empresa, o economía de mercado. La llegada de los europeos a tierra americana y su posterior conquista fue la savia vital que alimentó la expansión del capitalismo.

Estas circunstancias de la historia colocan ese encuentro de civilizaciones en la perspectiva de una relación absoluta y radicalmente desigual; en términos estrictos fue más que un «encuentro»: fue el sojuzgamiento (sanguinario) de una sobre otra. Fue, en principio, una invasión militar, seguida luego de un avasallamiento cultural. Hubo vencedores y vencidos, sin lugar a dudas, por lo que la idea de «encuentro» es demasiado débil, ingenua en el mejor de los casos. ¡O hipócrita!

El 12 de octubre marca la irrupción violenta de la avidez europea (capitalista) en el mundo, llevándose por delante -religión católica mediante- toda forma de resistencia que se le opusiera, y haciendo de su cultura la única válida y legítima, la presunta «civilización». Lo demás fue condenado al estatuto de barbarie. En tal sentido, entonces, lo que se produce en ese lejano 1492 es, con más exactitud, un encontronazo monumental, sangriento, despiadado. Por cierto, salen mejores parados del mismo los que detentaban la más desarrollada tecnología militar. Y para el caso, fueron los españoles. Al día de hoy, esa relación no ha cambiado en lo fundamental, y de la espada y la cruz pasamos a la dependencia tecnológica y a las impagables deudas externas de nuestros países.

Han pasado 523 años desde aquel grito, y ningún habitante originario del continente americano se siente «descubierto». En realidad no hay nada que festejar el 12 de octubre, no hay «día de la raza» o «día de la hispanidad» que venga a cuento. Hay una historia forjada a sangre y fuego, sigue habiendo una herida abierta, y fundamentalmente hay una deuda no saldada. ¿Quién la va a pagar? ¿Es posible pagarla?

Por otro lado: ¿qué «raza»? La historia la escriben los que ganan, por lo que ese encontronazo de civilizaciones fue contado por los vencedores -los españoles, para el caso, luego los anglosajones en relación a América del Norte- en la forma de «hazaña», de «gesta gloriosa». Los pueblos americanos no tienen la misma versión. No digamos la población negra de África, que más tarde fue transplantada al continente «descubierto» en calidad de mano de obra esclava. ¿Cuál es la proeza en todo ello? Si a alguien benefició todo esto, seguro que no fue ni a los africanos ni a los americanos.

Pero hay algo bien importante: el triunfo de la conquista fue muy grande, y los latinoamericanos seguimos sufriendo hoy «complejo de inferioridad». No es infrecuente ver en cualquier ciudad latinoamericana, o incluso en sus regiones rurales, a algún ciudadano (hombre o mujer) de aspecto aindiado, moreno, en definitiva: no-blanco desde el punto de vista fenotípico, con el cabello teñido de rubio. En esta sufrida región del mundo, para ambientar un programa cultural radial o televisivo, en principio a cualquiera se le podría ocurrir usar música llamada «clásica» (música académica europea de los siglos XVII, XVIII o XIX) y no, seguramente, cumbia o ranchera. Y si se trata de organizar una cena de lujo muy probablemente cualquier habitante latinoamericano pensaría en ofrecer langosta, algún plato con un complicado nombre en francés -aunque no se sepa bien qué es-, lasagna quizá… pero seguro que no arepa, humita ni indio viejo. Y por supuesto, para ir «bien» vestido, un varón debe llevar saco y corbata y una mujer tacones altos con joyas y mucho perfume; sería de «mal gusto» presentarse en güipil o con chaqueta de colores típicos como el actual presidente de Bolivia, Evo Morales. Los palacios gubernamentales, aún rodeados de palmeras y bajo abrasadores soles tropicales, deben tener muchas columnas jónicas y dóricas con amplias escalinatas de mármol como los de los «hombres blancos» del norte, y la juventud «chic» canta en inglés. ¡¿Cómo habría de tararear una canción en guaraní o en mapuche?! Y en diciembre, ¡por supuesto!, los malls (también se puede decir shopping centers) se llenan de pinos plásticos y nieve artificial con un viejo barbudo vestido con trajes de piel (que nunca se sabe de qué se ríe…) y que viaja en trineo (¿trineo para la nieve en nuestros países?). Y si pensamos en pirámides fabulosas, pensamos en las de Egipto, olvidando que en Mesoamérica hay otras tan fantásticas como aquéllas (la más grande del mundo, por cierto, está en Guatemala: El Mirador). Dato marginal: la civilización maya llegó al concepto de número cero hace más de mil años, cuando en Europa se perseguían brujas por herejía. ¿Por qué lo latinoamericano no es «civilizado»? ¿Maldición de Malinche? Ah, por cierto: la «civilizada» Europa aún mantiene reyes. Sí, sí: monarcas, majestades, ¡parásitos que viven lujosamente sin trabajar! ¿Civilización?

Mucho tiempo ha pasado desde la llegada de los europeos al «Nuevo Mundo»; la historia siguió su paso, y de aquel momento inaugural del capitalismo hoy tenemos un Norte desarrollado, opulento, y un Sur que se debate en la pobreza y la dependencia. Por cierto que mucho ha cambiado el mundo en estos más de cinco siglos. Que «la rueda de la historia haya avanzado» es una cuestión abierta que llama a la discusión; para las grandes civilizaciones como la inca, la azteca, la maya, no parece que este «descubrimiento» haya tenido grandes beneficios. Para el capitalismo europeo, fue toral: consistió en su acumulación originaria, su empuje inicial. Sin la conquista de América no podría haber habido capitalismo europeo.

Hoy, 523 años después del grito que comenzaba a cambiar la historia, los pueblos americanos (hay quien los llama «precolombinos»… ¿Antes de Colón? ¿No suena ostentoso eso: antes de Colón no había historia?), no se han recuperado aún del trauma que significó la llegada «del hombre blanco»; de grandes civilizaciones, tan o más desarrollados que los europeos, pasaron a ser mano de obra casi esclava, destruyéndoseles buena parte de su rico acervo cultural, condenados a grupos subalternos. Las empleadas domésticas y los trabajos más mal pagados en cualquier punto de América no lo hacen los blancos.

¿Cómo limpiar esa afrenta histórica?

La historia siguió su curso; la historia oficial, aquella que cuentan los ganadores, intentó borrar esas grandes culturas transformando a sus miembros en ciudadanos de países inventados en estos últimos siglos: los incas pasaron a ser peruanos, los mayas guatemaltecos, los aymarás bolivianos, los aztecas mexicanos, los guaraníes paraguayos, los mapuches chilenos, etc. Las tierras saqueadas en la conquista, los recursos robados y enviados a España -que terminaron enriqueciendo a la emergente industria europea-, los miles y miles de vidas de amerindios segadas, la humillación a que se sometió a los pueblos americanos, la postración histórica a la que se les condenó y de la que hoy, como Tercer Mundo, cuesta tanto remontar… ¿se puede resarcir? ¿Quién lo va a pagar? ¿Cómo? La entrega del Premio Nobel de la Paz a la dirigente maya-quiché Rigoberta Menchú el día del 500 aniversario del inicio de la conquista es un buen gesto, pero no basta.

El 12 de octubre, más que día de festejo (¿qué festejar?) debería ser un día de vergüenza humana.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.