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14 palabras

Fuentes: Rebelión

Presentación de Sobre Gerónimo de Manuel Sacristán Luzón [Mataró (Barcelona), El Viejo Topo, 2013]. Ateneo barcelonés, 25 de marzo

Para Armando López Salinas que conoció a Manuel Sacristán. In memoriam

Pels amics Ramon Alcoberro, Jordi Mir Garcia i Oriol Romaní

 

Buenas tardes. Gracias al Ateneo barcelonés por la invitación. Gracias a Ramon Alcoberro por su generosidad y sus palabras. Muchas gracias también a los amigos Oriol Romaní y Jordi Mir Garcia por sus intervenciones. Y, desde luego, gracias a Miguel Riera, y a ese Viejo Topo que sigue y sigue, por el esfuerzo y apoyo editoriales.

Si algo de lo que voy a decirles tiene algún valor me gustaría dedicarlo a la memoria de Armando López Salinas, que nos acaba de dejar este mediodía, y a un antiguo compañero, un luchador sindical que está entre ustedes, Quim Costa, al que conocí hace muchos años cuando trabajé en el banco -Banca Catalana, SA- del ex presidente (de la Generalitat y del Banco) Jordi Pujol, el padre del actualmente encausado Oriol Pujol.

Espero no repetir las reflexiones y aproximaciones ya realizadas. Intentaré evitarlo. Tomo pie en 14 palabras-expresiones relacionadas con Sacristán y su Gerónimo, tantas como el día en el que se proclamó, hará pronto 83 años, la República democrática de Sefarad, la República de trabajadores de toda clase, un sistema político que se organizaba en régimen de libertad y de justicia que fue defendido, hasta el sacrificio, por millones y millones de personas.

Disculpen el tono telegráfico de la exposición. Si tuviera algún interés algo de lo que voy a decirles, me gustaría dedicarlo a la memoria de Armando López Salinas, otro imprescindible que acaba de dejarnos: Con Cernuda:

Gracias, Compañero, gracias

Por el ejemplo. Gracias porque me dices

Que el hombre es noble.

Nada importa que tan pocos lo sean:

Uno, uno tan sólo basta

Como testigo irrefutable

De toda la nobleza humana.

1ª palabra: Madrid

Aunque nunca fue este un rasgo de identidad por él destacado, Manuel Sacristán Luzón nació en Madrid en septiembre de 1925.

Este fin de semana, la ciudad de Enrique Ruano y de tantos otros inolvidables e inolvidados se ha convertido de nuevo en hermoso territorio de resistencia, de dignidad, en la ciudad de la hermandad entre pueblos y ciudadanos. A Sacristán, estoy seguro de ello, le hubiera encantado estar allí, estar con todos nosotros. A Gerónimo, que se crió lejos, muy lejos, en la tierra que rodea las fuentes del río Gila, también por supuesto. Y ambos, si estuvieran aquí, la conjetura es casi de manual, reclamarían hoy la libertad de los detenidos aún retenidos y pan, trabajo digno y un techo en condiciones para todas y para todos. Yo también me sumo a las demandas y a la indignación que causa oír a la gobernadora de Madrid. ¡Cifuentes dimisión, Cifuentes dimisión!

2ª palabra: Sorpresa.

Gerónimo historia de su vida se editó en la colección Hipótesis de la editorial Grijalbo. En 1975, meses antes de la muerte del general africanista. Codirigían al alimón la colección un profesor de Metodología de las ciencias sociales que seguía expulsado de la Universidad de Barcelona y se ganaba la vida con trabajos editoriales y traduciendo (unas 30 mil páginas, más de 100 libros, fueron traducidos por él) y otro joven profesor, amigo y compañero suyo, traductor y represaliado como él (había estado en el Sáhara barriendo el desierto), que estaba también a punto de ser expulsado, junto a mi profesor Miguel Candel, de la misma Universidad de Barcelona. Les hablo, no hace falta decirlo, de Francisco Fernández Buey, de quien recientemente presentamos en este mismo marco su libro póstumo, Para la tercera cultura.

Sacristán fue el editor, traductor, anotador y presentador del volumen. ¿Qué hacía un libro como este en una colección como aquella? Heller, Geymonat, Fourier, Mattick, Márkus, Gerratana, Garelli, Nougier, una sorprendente y nada sectaria antología anarquista en una colección dirigida por dos marxistas-comunistas, y también Newman, Sylvester, mi admirado Hempel, Turing incluso, el del pensar y las máquinas, pero un indio, Gerónimo además, ¿qué hacía allí, en territorio comanche para él, el indio Gerónimo y una biografía editada por un autor absolutamente desconocido por nosotros, Stephen Melvil Barrett, a principios del siglo XX, reeditada con ligeras modificaciones por Frederick W. Turner en 1970?

Nuestra sorpresa fue mayúscula y nuestro interés por las culturas amerindias irrumpió casi desde la nada. Sin el casi mejor. No fue una creatio ex nihilo. Fue desde Sacristán y Fernández Buey.

3ª. Perdidas.

No puedo asegurarles que todos entendiéramos bien el contenido de todas las notas, casi treinta, aparte de la cronología, que acompañaban a la biografía y ocupaban un tercio del libro. Puedo, en cambio, asegurar, doy testimonio aquí de ello, sin posibilidad alguna de error, que unas palabras se nos quedaron grabadas en la mente de muchos y muchas de nosotros. Les pongo ejemplos de ese «muchos»: Xavier Folch y, una vez más, Francisco Fernández Buey. Y, además, durante mucho años. Cuanto menos en mi caso y en el de Pere de la Fuente y Xavier Pardo.

En la nota 19, «Genocidio conseguido o frustrado», una de las de mayor interés, Sacristán señalaba que cuando se quería hacer una balance del intento de genocidio del que habían sido objeto los indios norteamericanos se podía sostener «que ese intento se ha frustrado, también por lo que hace a los apaches, pero al mismo tiempo hay que recordar a aquellos para los que no se frustró». Los que consiguieron sobrevivir no estaban desapareciendo. No llegaban, hablaba de 1970, «a ser ni la mitad de los que presumiblemente eran al llegar los europeos, pero están multiplicándose más deprisa que el resto de la población estadounidense, incluidos los negros, los «soldados-búfalos», que decían los indios».

Los indios por los que aquí más nos interesábamos, proseguía el traductor de Das Kapital, eran los que mejor conservaban en los EEUU «sus lenguas, sus culturas, sus religiones incluso, bajo nombres cristianos que apenas disfrazan los viejos ritos». Su ejemplo indicaba que tal vez no fuera siempre verdad «eso que, de viejo, afirmaba el mismo Gerónimo, a saber, que no hay que dar batallas que se sabe perdidas». Era dudoso, muy dudoso que en aquel hoy, y en nuestro hoy, hubiera una consciencia apache si las bandas de Victorio y de Gerónimo «no hubieran arrostrado el calvario de diez años de derrotas admirables, ahora va a hacer un siglo».

Batallas que se sabe perdidas, batallas admirables. Este es el punto, las palabras, que quería señalarles.

4ª. Castellano (¡el castellano más hermoso!)

Hay algo que no podré probar, ni argumentar apenas, pero que me parece que resulta inmediato, se nota apenas uno lee dos líneas del libro que comentamos. El hermoso, el hermosísimo castellano que usa Sacristán, marca de la casa, en la presentación, en sus anotaciones y en sus notas finales, y en su traducción por supuesto.

Un ejemplo que viene al caso: «Numerosos indios tras cuyas palabras no se agazapaba ningún interés clasista europeo han expresado su sentimiento de muerte por las consecuencias del choque cultural. Los grandes jefes sioux -Toro Sentado-, comanches -Diez Osos-, poncas -Satanta-, nez-percés -Joseph-, y el mismo Gerónimo, a pesar de que él no era muy dado a la meditación, han expresado ese sentimiento con palabras tan hermosas que llevan en sí la prueba de su veracidad». ¡Palabras que llevan en sí la prueba de su veracidad!

Por cierto. Ahora que hablamos de lenguas permítanme leerles un paso de la presentación del traductor de Espriu y Brossa, recientemente acusado de españolismo y anticatalanismo, a la traducción castellana, por él mismo realizada, de «Poemas y canciones» de Raimon. El paso del supuesto españolista:

» Doy brevemente cuenta de una pequeña peculiaridad de la traducción: traduzco algunos valencianismos -los que más   se prestan a ello- por andalucismos. Por ejemplo: traduzco poc por «poco» y miqueta por «poquito», porque son términos corrientes en Cataluña; pero traduzco poquet, que es catalán del País Valenciano, por «poquiyo», no por «poquito», ni por «poquillo». Quiero así incitar a mis paisanos a ver de qué modo el valenciano es, sencillamente, un catalán, igual que el andaluz es un castellano. Y quizá por causas parecidas a las que hacen que para mi oído el castellano más hermoso sea el sevillano, creo que el valenciano de Raimon es un catalán particularmente agraciado.»

5ª. Interés.

¿Y por qué Gerónimo? Con estas palabras se abren la presentación que Sacristán escribió para su traducción:

«Frederick W. Turner, cuya edición de la historia de Gerónimo he seguido en esta traducción, empieza su ensayo sobre el jefe apache con las palabras siguientes:

Para los apologistas de los indios, los aficionados a las cosas indias en general y los anticuarios de tendencia sentimental, el estudio de los chiricahuas y de su historia y la carrera de Gerónimo representan una verdadera piedra de toque. Muchas de esas personas preferirían concentrarse en torno a la historia y las costumbres de otras tribus, como los cheyennes, los navajos o los sioux, ninguna de las cuales fue jamás tan agresiva como la de los chiricahuas. Pero precisamente por eso es tan interesante esta tribu.

El mismo motivo de interés hemos tenido en la redacción de la colección Hipótesis para escoger la narración autobiográfica de Gerónimo».

Era el primer ofrecimiento en memoria de Bartolomé de Las Casas en el quinto centenario de su nacimiento. Las Casas, pues, detrás de la traducción, Las Casas detrás de Gerónimo.

6ª. Justicia.

Hay más razones.

Salvo que uno estuviera muy bien predispuesto, era difícil idealizar a los apaches al modo como lo pudieron ser los sénecas, los mohicanos, o los hurones. Sus costumbres, y especialmente las de los chiricahuas, no podían ser suaves; «eran las costumbres de un pueblo de cazadores-recolectores que, por su situación geográfica, se vio obligado a considerar la acción guerrera en busca de botín tan importante para su supervivencia como la caza misma». En contacto y roce con varias otras naciones, todas más numerosas, en una tierra predominantemente árida, «estos hombres que aceptaron para sí mismos el nombre de «apaches» (la palabra quiere decir «enemigos»)» habían desarrollado una de la culturas más agresivas que se conocen. «Entre las causas comúnmente aceptadas de que el norte de la república mexicana no tenga casi población india primitiva destacan las mortíferas expediciones de los apaches, matando personas y llevándose ganado o alimentos, desde los tiempos del imperio azteca hasta finales del siglo XVIII y, ya más huyendo que atacando, buena parte del siglo XIX». Las mismas tradiciones del nómada -«que, por ejemplo, no puede entorpecer su marcha con débiles, enfermos y ancianos por lo que suele desarrollar al respecto un juego de valores más bien sobrecogedor»- no eran como para hacer grata «la estampa de estos cuatreros soberbios, cargados, además, hasta hace poco con los papeles más siniestros en las películas del Oeste de antes del mal de fin de siècle«.

Pero los apaches, al no facilitarnos las cosas, al impedirnos descansar en una mala conciencia nostálgica, nos dejaban solos y fríos, ante la pregunta de Las Casas. ¿Qué pregunta? «La pregunta por la justicia, la cual no cambia porque el indio sea el trágico Cuauhtémoc en su melancólica elegancia o un apache de manos sucias y rebosando licor tisuín [1] por las orejas».

Esa era, esta es también ahora la cuestión.

7ª Amoralismo.

Por otra parte, además de ser de Las Casas, el planteamiento anterior tenía la virtud de contraponerse al amoralismo cientificista, forma entonces frecuente del progresismo y, en nuestra hora y en nuestro ahora, del conservadurismo y variantes neoliberales, y de amplios sectores de la ciencia académica hegemónicamente instalada donde la palabra justicia suele aparecer, si aparece, en una perdida nota a pie de página en Times tamaño 5, de la página 1936 del volumen 1871 de algunas extraviadas obras completas.

En síntesis: los apaches obligaban al, digamos, progresista «a reconocerse genocida, o a reconocer que a lo mejor tiene sentido político la palabra «justicia». Es decir, ciencia, saber, conocimiento con consciencia, y compromiso poliético del científico.

8ª. Ecologismo.

Hay otra motivación que puede observarse en algunas de las anotaciones y de la que el mismo Sacristán habló cuatro años más tarde, en una gran entrevista, una de las mejores que se le hicieron, de Jordi Guiu y Antoni Munné.

Lo que le hizo interesarme por estudiar con el mayor detalle posible la cultura apache era que, las que se han quedado en la cuneta, eran culturas aristotélicas, culturas de término medio. Lo que Gerónimo, explícitamente, y algunos otros grandes jefes indios -Toro Sentado, Alce Negro y muchos otros grandes jefes indios, «reflexionadores» y chamanes indios- les reprochaban a los blancos «es ser una cultura de la contradicción, una cultura, un pensamiento de tipo radical». Lo que estaban diciendo «no es que no haya que plantar tabaco y no tener entonces tabaco para fumar». No están diciendo que no haya que hacer fermentar el agave para obtener licor «sino que hay que hacerlo un poco, de vez en cuando, que hay que coger el tabaco, plantarlo o no plantarlo, hacer la cosecha; de la mitad del tabaco que se encuentre ir fumando racionalmente y dejar en el suelo una parte por si se acaba la cosecha y así volver a hacerlo». No estaban diciendo: no voy a fumar, no hay que tener vicios. «Están diciendo que hay que tener vicios con mesura, están hablando con mesura, están hablando como Aristóteles o como la vieja cultura griega». En cambio, aquí señalaba una clara paradoja, en la tradición revolucionaria, tanto en la marxista como en la anarquista, lo que se tendía a pensar era «que a la sociedad emancipada llegaremos por negación radical según el esquema hegeliano (aunque sospecho que no sólo hegeliano, sino muy presente en toda la cultura moderna, en la cultura iniciada por los burgueses).»

Eso, concluía Sacristán, era lo que le había hecho estudiar con detalle y apasionarse por los apaches que estaban mucho más atrasados que los aztecas. Ellos representaban muy bien las culturas del término medio en forma muy documentable. No sólo los apaches, desde luego, pero ellos más que nadie.

9ª. Profundidad.

Leer a Sacristán no es sólo ver un pensamiento crítico en acción sino también un pensamiento profundo. En el libro, en sus notas, hay muchos ejemplos. Uno de ellos.

Con la reducción de unos ritos y usos fúnebres a una profilaxis contra los muertos y los fantasmas, señala Sacristán, los etnólogos se pierden un efecto significativo y una explicación, parcial al menos, de la dispersión de las posesiones del muerto, incluida la vivienda (Gerónimo quemó la de su madre muerta). Esa práctica india implicaba el desconocimiento de la herencia de la posesión. Casi daba vergüenza de decirlo, pero no hay más remedio, puesto que los especialistas no lo dicen, señalaba. «Los apaches viven en una comunidad todavía sin clases, salvo los pocos prisioneros de guerra obligados a trabajos elementales: aún no se ha desarrollado entre ellos la agricultura que había hecho cuajar las sociedades clasistas y los estados del istmo y del Anáhuac, por ejemplo. Sus jefes -de paz o de guerra- son todavía personales, aunque la institución esté ya cambiando, como lo indica el que los de paz sean ya casi hereditarios, pertenecientes a algo que tiende a ser una casta. En este marco social persisten usos que defienden a la comunidad contra el privatismo, contra el «individualismo posesivo». Tales son -entre otros- los «regalos» que dividen el botín, impidiendo su acumulación, o dificultándola, y los que dispersan las posesiones de un muerto!.

La nota de Turner, concluía con esto la quinta nota, era a su vez comentario a la de Barrett. «El conjunto me resulta una muestra interesante de sumisión ideológica al mundo de la propiedad privada. Que los «regalos» chiricahuas puedan ser eco o expresión de una base social no articulada por la propiedad privada no se les ocurre siquiera a estos dos apreciables intelectuales, ambos críticos y sinceros.» 

10ª. Choques.

«Choques culturales, etnocidio, genocidio» es otra de las notas más interesantes del libro. No se pierden la aproximación crítica de Sacristán a la tesis de las sociedades «frías» y las sociedades «calientes» de Lévi-Strauss y, más en general, al estructuralismo tan de boga en aquellos años. El equilibrio, el mesotés de la nota es admirable. Un ejemplo: «Es conveniente, pues, no tomar al pie de la letra la contraposición de culturas frías y culturas calientes (ahistóricas e históricas) ni presuponer que la indudable gravedad de los choques culturales conlleva fatalmente un etnocidio: probablemente no haya culturas de todo ahistóricas, y tampoco es verosímil que todo cambio alógeno de una cultura sea mortal para ella (ni para sus individuos) en el sentido de implicar la pérdida de la consciencia de continuidad.»

Si hay un filósofo de los matices, ese filósofo tiene un nombre: Manuel Sacristán, el compañero de Giulia Adinolfi.

11ª. Etnocida-genocida.

Una de las conclusiones del estudio, también de esta novena nota: «Por concluir en algún momento esta nota acerca de una cuestión inacabable sugiero algo que me parece obligado inferir de la insuficiencia contrapuesta de las visiones de los progresistas y tradicionalistas en esta cuestión: lo más probable es que no se dé prácticamente nunca un choque cultural sin la compañía de un verdadero ataque cultural (incluida la fundamental agresión económica) y, a menudo, la de una agresión genocida. Al menos en la historia americana. Por eso quizás es contraproducente para la comprensión de los hechos separar lo etnocida de lo genocida, los «choques culturales» supuestamente inocentes de las campañas de exterminio.»

12ª Leyendas.

Para que no haya ninguna duda sobre la posición de Sacristán (casi me da vergüenza tener que señalarlo) vale la pena recoger este paso de la nota 19, «Genocidio conseguido o frustrado», otra de sus grandes anotaciones:

«Por lo que hace a nuestros padres, ellos exterminaron a los suaves indios del Caribe, por más retórica que le echen al asunto los de la Leyenda Rosa, y redujeron a los indios californianos y a tantos otros, a una degradación equiparable a la prostitución de los hawayanos por los estadounidenses. Luego, su modo de producción arcaizante (desde el punto de vista europeo) permitió el ejercicio de mociones psíquicas menos homicidas, su colonización fue compatible con una recuperación biológica del indio. Para esta fase, cuyo comienzo se podía fechar simbólicamente en Nueva España con la reacción al asesinato de Cuauhtémoc y la consolidación del virreinato, tiene interés preguntarse por los efectos destructores no sólo del exterminio intencionado, que los tiene sin más, claro, sino también de los del choque cultural. La concentración urbanizadora practicada por los españoles, empezó llena de requisitos jurídicos, como es sabido, y así siguió hasta el siglo XVII. A finales del XVI (1599) Juan de Torquemada había prometido a los indios, en nombre de la Corona, incluso la conservación o restitución de sus territorios, aunque enunciaba unas condiciones que hacen de ese intento el verdadero invento del posterior sistema estadounidense de reservas, en lo poco bueno y en lo mucho malo. En cualquier caso, los indios del norte de México que se sintieron afectados por esa política -acaso, entre ellos, los apaches meridionales- se echaron en masa al monte, aumentando la población «chichimeca», es decir, nómada y belicosa. También hay que contar como parte del proceso genocida causado culturalmente las muchas muertes de indios -entre ellos apaches- por destierro. No he leído en ningún sitio que queden apaches de los llevados a Yucatán. Es verdad que su traslado no fue masivo y que los individuos así trasplantados pudieron fundirse con los mayas del país. Pero, a juzgar por lo que los apaches soportaron en Florida, ni siquiera esa fusión, de haberse producido, pudo ser muy grata. Nada más llegar a la caliente humedad de Florida, tan opuesta a la sequedad de la meseta del Colorado, murieron unos cien apaches. Los médicos diagnosticaron tisis…»

Nada de esta anotación final tiene desperdicio.

13ª. Humanismo (compromiso con los desfavorecidos).

También los apaches, señala el traductor de Gramsci, tuvieron sus Las Casas, seguramente más de los que conocemos. Algunos de los citados por él:

El viajero, comerciante y cazador Thom Jeffords, casi apachizado, amigo de Cochise y de Mangas Coloradas. El agente John P. Clum, involuntario infiltrado en el aparato de dominación, «se ganó a pulso su desintegración psíquica a cambio de paliar algunos dolores del pueblo apache». El teniente del ejército estadounidense Royal E. Whitman, que defendió la causa de los apaches aravaipas contra sus asesinos blancos del Tucson Ring. El general George Crook que había sido durante su carrera causante de muchas muertes entre los indios, en las praderas y en la meseta del Colorado; «pero precisamente en su última campaña contra los apaches recorrió el camino de Damasco. Fue probablemente el hombre que más se esforzó por librar a los apaches del húmedo destierro marítimo de Florida». La última fase de la gestión de los amigos de los apaches es curiosa y conmovedora. Con palabras de Sacristán: «consistió en pedir a los comanches que hicieran sitio a los apaches en su reserva de Oklahoma. Los comanches, que habían sido los enemigos históricos de los apaches desde la presión española hacia el norte, accedieron, y los amigos de los chiricahuas consiguieron finalmente de Washington la autorización para el traslado».

Por último, señala el autor de Panfletos y materiales, «a Barrett se debe la valiosa fuente sobre los apaches -y sobre otras cosas- que es la historia de Gerónimo.» Y muchos más, recojo su comentario, que nos siguen siendo desconocidos.

14ª. Legado.

La aproximación de Sacristán no se quedó en eso. Su alumno, su amigo, su compañero, su camarada de mil y una luchas, mi maestro Francisco Fernández Buey, recogió su legado y escribió dos libros imprescindibles en la cultura catalana e hispánica en torno a estos temas: La barbarie y La gran perturbación. En ambos hay sentidas referencias a Sacristán y a sus aportaciones.

Déjenme casi finalizar con un texto que resume la tesis central de Sacristán, en homenaje a ambos y como agradecimiento de su más que paciente y generosa atención. Vale la pena:

«Se puede decir, sin duda, que en todo choque cultural importante hay siempre un factor de riesgo etnocida. Pero este riesgo es variable y depende de gran cantidad de factores. Manuel Sacristán distinguió, en sus notas a la autobiografía de Gerónimo, entre etnocidio querido y etnocidio logrado. En el marco de las consideraciones histórico-metodológicas más generales, discutiendo la construcción teórica de Lévi-Strauss y el punto de vista estructuralista entonces muy extendido, Sacristán negaba, por exagerada, la división dicotómica entre «sociedades frías» y «sociedades cálidas» al tiempo que objetaba también la presentación eufórica, muchas veces hipócrita e interesada, de casos históricos de «adaptaciones rápidas y beneficiosas» de poblaciones cuyas culturas han chocado con la europea. Su conclusión, que comparto en este punto, era que, en el choque cultural, han existido y existen combinaciones variables que van desde el genocidio a la adaptación beneficiosa pasando por el etnocidio y el genocidio frustrados. En cualquier caso, no está dicho que todo cambio alógeno de una cultura sea mortal para ella (o para sus individuos) en el sentido de implicar la pérdida de la consciencia de la continuidad.

Vale la pena recuperar ahora este punto de vista sobre el choque entre culturas. Pues esta crítica en paralelo del progresismo estructuralista y de la mala conciencia de los europeos (que ha llegado a la autoatribución de los orígenes de una práctica como la escalpación), permite, en mi opinión, esbozar algunas interesantes sugerencias filosófico-antropológicas. Una de ellas es la que se refiere a la corrección existente entre resistencia de la cultura indígena al genocidio y asimilación de las fuerzas e instrumentos de producción de la cultura invasora por parte de la cultura invadida.

La hipótesis de Sacristán es que la dimensión del genocidio y del etnocidio ha dependido históricamente no tanto de la bondad o maldad de los individuos de la cultura invasora cuanto de la capacidad de producir muerte inherente a su sistema u organización económico-social.

Esta hipótesis abre camino a una concepción dialéctica, y acaso tal vez trágica, pero no lineal-progresista, de la relación entre desarrollo técnico-económico y posibilidades civilizatorias en el choque cultural. Al contemplar las fuerzas productivas como potencialmente portadoras también de destructividad, la hipótesis nos acerca, de paso, a una explicación de por qué, más allá de la bondad o maldad de los miembros de una cultura invasora y de sus ignorancias, ésta ha hecho históricamente más daño, desde el punto de vista etnográfico, cuan más desarrollado estaba su sistema tecno-económico, como se ve en el continente americano. Por último, y por lo que hace a la colonización española en América, esta idea de Sacristán permite, en mi opinión, abrir camino en esa selva de los tópicos que son las leyendas rosas y negras para dar una explicación plausible de lo que ya en el último tercio del siglo XVI se empezó a ver como un genocidio tal vez querido pero, en muchos aspectos, frustrado…»

No añado otra palabra «marxismo» para no descuadrar (y para no cansar más). Pero, en mi opinión, el más que interesante, el excelente, el magnífico marxismo del Sacristán tardío, tan actual por cierto (Michael Löwy ha hablado de ello en el Ecosocialismo. La alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista), tiene en estas anotaciones, en los materiales anexos, en la presentación, en este libro en su conjunto, un nudo central.

Como ya se han imaginado, no es idea mía. Es una sugerencia, otra más, de Francisco Fernández Buey al que tanto recordamos.

Marzo de 2014.

Notas:

[1] Apuntaba también Sacristán: «Además, estaba estudiando a Gerónimo por otras razones, porque estaba en el área del castellano. Gerónimo hablaba castellano, aunque estuviera ya bajo dominio yanqui. Por eso se mezclaban más temas que me lo hacían muy comprensible. Gerónimo sabía decir «buenas noches», «adiós», y estas cosas me lo hacían más comprensible porque él mismo sabía algo de la cultura castellana. Pero en el fondo vale de todos los indios -salvo los de las grandes culturas: aztecas, incas- que son gentes que viven el problema con el esquema aristotélico.»

[2] Los apaches, que acaso aprendieron la técnica de los mexicanos de habla castellana o de los indios de Nuevo México, hacían con el maíz una bebida fermentada que llamaban tisuín que preparaban las mujeres con ayuda de los niños. Gerónimo aprendió a hacerlo de pequeño. Angie Debo(Gerónimo, el apache, ob cit) describe así el proceso de elaboración: «Primero dejaban el maíz toda la noche en remojo. Cavaban luego un foso largo y revestían de hierba las paredes, ponían dentro el maíz y lo cubrían con otra capa de hierba; a veces lo cubrían todo con tierra o con una manta. Después de rociar de agua el maíz mañana y tarde durante diez días, a lo largo de los cuales fermentaba, lo sacaban, lo machacaban en sus metales y luego lo hervían durante cuatro o cinco horas. Finalmente, lo colaban y lo ponían aparte. Al cabo de unas veinticuatro horas, cuando dejaba de burbujear, ya se podía beber. Su contenido en alcohol era relativamente bajo, pero los apaches eran grandes bebedores…» (p. 26)

Salvador López Arnal fue alumno de Manuel Sacristán y de Francisco Fernández Buey

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.