Aristóteles fijó en el término medio el eje de su discurso filosófico- político; demonizó la demagogia, que equiparó con la degeneración de la democracia. El exceso de protagonismo del pueblo llano, en detrimento del rol debido de las clases medias, conduce a la democracia (la cual sólo se concibe para el ejercicio político de personas […]
Aristóteles fijó en el término medio el eje de su discurso filosófico- político; demonizó la demagogia, que equiparó con la degeneración de la democracia. El exceso de protagonismo del pueblo llano, en detrimento del rol debido de las clases medias, conduce a la democracia (la cual sólo se concibe para el ejercicio político de personas o grupos mesurados y ponderados) a situaciones de extremismo que, a los ojos de los bienmesurados hombres de orden y razón, sólo merecen ponerse a término con la mayor prontitud.
La democracia solo puede tolerarse a condición de que se desarrolle en los límites de la mesura y razonabilidad; del buen criterio, que el meritoso y plutocrático siglo XIX sólo admitía, con la consagración del sufragio censitario, en los hombres de cierta fortuna y/o ilustración: unos cientos de miles en la España de los reinos de los Alfonsos (XII y XIII) y Borbones.
La Grecia aristotélica también reservaba la democracia sólo para una clase de hombres, los esclavistas, únicos ciudadanos de la polis, y a los que su filósofo ilustre, Aristóteles, bendecía con todos los honores y preservaba de la plebe y pobretería. Éstos, llevados por la simple necesidad y, menesterosos al fin, de ninguna de las maneras podían tener criterio alguno sobre los asuntos públicos. Y, al margen, de que el filósofo pudiera tener razón sobre la imposibilidad de alzarse al bien común, si el bien propio e individual no encuentra previa satisfacción, no es menos cierto, que no procuró solución a esta contradicción en la satisfacción de las necesidades básicas del pobre, sino, por el contrario, en la ley, el orden, la justicia, etc, estos es, dicho en roman paladino, en su represión, preconizando salidas autoritarias frente a la crisis de la democracia o su deriva «demagógica o popular».
En fin, Aristóteles, padre espiritual de la clase media, del término medio, de la pequeña burguesía, fue un protofascista en toda la regla. Abrazó, finalmente, el imperio Alejandrino, del que fue asesor y beneficiario, y que ahogara las libertades de las polis. Son tan obvias las coincidencias, que no nos resistimos a manifestar que el fascismo es tan viejo como esa clase media, que hundiendo sus raíces en la Grecia prealejadrina, es acomodaticia, conservadora y pusilánime; es la clase media de un Unamuno y Pio Baroja que, acongojados ante la pobreza, abrazan, falsa y primariamente, el ideario «socialista» o anarquista, respectivamente, pero que, a la postre, activa o pasivamente, más o menos abiertamente, se echan en manos del fascismo, aunque no menos alarmados; y clase, asimismo, de un Cambó, líder de la mesurada y progresista liga catalanista de principios del siglo XX, que no duda en pasearse, amenazante contra el movimiento obrero, fusil del mosaten en mano, por las ramblas de Barcelona. Es la clase de los hombres que padecen «horror historicus» y huyen despavoridos ante el decurso de la historia: les es tan favorable el presente, que desearían que no hubiera futuro; y si el presente les es adverso, miran hacia el pasado; no tienen ojos en la cara, porque no van de cara; van de soslayo y de espaldas. Es, además, la clase que encumbra y sustenta al caciquismo, la que espera favores y empleos del Estado, y, por tanto, la que alimenta la corrupción y corruptelas; la que conoce, pues, las cloacas del Estado, y se comunica a la perfección con los desechos sociales, con el lumpen, los delincuentes y todo lo sórdido que en aquellas repta; con toda esa caterva y turbamulta útil al fascismo.
Marx supo, muy tempranamente, caracterizar, política y sociológicamente, a estos «jefes naturales» del comercio y la industria, las clases medias y su ideología fascista de último recurso. «Son enemigos del despotismo militar«, pero cuando entran en escena los obreros en la batalla contra aquel despotismo, «dispuestos a reclamar la parte que les corresponde de los frutos de la victoria«, las clases medias se asustan y «retroceden para ponerse de nuevo bajo la protección de las baterías del odiado despotismo». «Este es el secreto de la existencia de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensible de otro modo para los futuros historiadores«. Y así, dice Marx, se ven obligadas estas clases mesuradas «a someterse a un poder político que detestan» si quieren preservar su comercio e industria. Y esto lo reflexionaba Marx en 1.856, a propósito de la revolución española de la misma fecha. Por eso, declamó: «Que esta lección se dé incluso desde España es tan impresionante como inesperado«.
Pero hay más. Dos años antes, en 1.854, el mismo Marx encontró el no menos importante sustrato rural del fascismo: el campesino, como prototipo de clase media. Y, a razón de ello, afirmaba: «Además, era un rasgo peculiar de España el que todo campesino que tenía escudo tallado en piedra sobre la puerta de su mísera cabaña se consideraba hidalgo y que, en consecuencia, la población rural, aunque pobre y expoliada, no solía sentir la honda humillación que exasperaba a los campesinos del resto de la Europa feudal.» En 1.936, buena parte de ese campesinado abrazó el ideario carlista y falangista y apoyo el golpe militar fascista.
Es por eso que no hay nada de extraordinario en el surgimiento de las figuras fascistas; son un producto ordinario y vulgar de la historia. Su biografía, desde un punto de vista intelectual y político, es totalmente anodina; son MEDIOcres por antonomasia. Son, en su caso, malos periodistas, como el Duce; pintores de brocha gorda, como el Fhürer; militares crueles y cruentos y de fácil carrera en el Africa indefensa, como nuestro generalísimo. La España MEDIOcre del catolicismo militante (el florecimiento intelectual se desarrolló del lado laico), enfrentada a la «demagógica y popular» república de trabajadores de todas las clases, confió su destino al despotismo militar; primero, a los Primos de Rivera, represores del movimiento obrero catalán, y, más tarde, a los Franco, Milán Astrain, Sanjurjo y Mola, antiobreros ibéricos y universales. Eso culminó y fructificó, con el permiso de Aristóteles y la temprana advertencia de Marx, en un 18 de julio de 1936, dando inicio a la construcción más deformada del Estado artificial que, en las Españas, erigieron los Austrias y perfeccionaron los Borbones, el Estado del Nacional Catolicismo. Y, desde entonces, el sentimiento patriótico del españolito medio está muy malherido, porque una de las Españas le heló el corazón.
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