En octubre de 1917, los bolcheviques rusos culminaron con éxito la primera revolución obrera de la historia. Muchos contemporáneos vieron en aquel fantástico acontecimiento urdido en la cabeza de Vladímir Ilich Uliánov, la consecuencia lógica al movimiento revolucionario que ciento veintiocho años antes inició el derrumbe del antiguo régimen y el ascenso al poder de […]
En octubre de 1917, los bolcheviques rusos culminaron con éxito la primera revolución obrera de la historia. Muchos contemporáneos vieron en aquel fantástico acontecimiento urdido en la cabeza de Vladímir Ilich Uliánov, la consecuencia lógica al movimiento revolucionario que ciento veintiocho años antes inició el derrumbe del antiguo régimen y el ascenso al poder de la burguesía y sus intereses. El régimen soviético nacido a raíz de la toma del Palacio de Invierno de Petrogrado, no gozó de un minuto de paz. Desde el mismo momento en que se supo del triunfo del Estado de los Soviet, Inglaterra, Francia, Japón, Polonia, Estados Unidos y veinte países más decidieron destruirlo apoyando la violencia interna de los sectores más retardatarios de la sociedad rusa y declarándole la guerra abierta desde los países limítrofes. No lograron su propósito, pero la URSS quedaría extenuada y desangrada al tener que dedicar sus escasas energías a defenderse de los enemigos de dentro y fuera. La muerte de Lenin, las luchas internas y la guerra fría terminarían por convertir aquella gran esperanza de los trabajadores de todo el mundo en un triste y frustrado sueño, aunque no tanto como se nos ha hecho creer desde los medios que dominan la comunicación en el mundo occidental.
No se trata aquí de analizar siquiera someramente los entresijos del régimen soviético, ni su evolución, tampoco de dilucidar si aquel régimen tuvo algo que ver con el comunismo o no. Lo que pretendemos es recordar la enorme influencia que la revolución rusa de octubre de 1917 tuvo en la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores de todo el mundo y lo que, por el contrario, supuso su colapso tras la caída del muro de Berlín. Desde 1830, los obreros europeos comenzaron a dar serias muestras de rechazo contra el nuevo modo de producción que se estaba imponiendo al calor de las innovaciones industriales: abandono masivo del campo, hacinamiento de los obreros en barrios de pésimas condiciones de salubridad, jornadas laborales interminables, sueldos de miseria, analfabetismo, mortandad infantil alta y represión policial ante el atisbo de la más mínima disconformidad, eran las señas de identidad de un nuevo modelo de organización política y económica que no había nacido para mejorar la vida de los ciudadanos anónimos sino para optimizar la explotación del hombre por el hombre. El descontento se expresaría de forma contundente en las revoluciones de 1848 y 1871 sin que se consiguiesen importantes mejoras para el conjunto de la clase trabajadora, aunque ambos acontecimientos influirían de forma decisiva en la organización posterior de la clase obrera. Desde finales del siglo XIX hasta que Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo fueron asesinados por el Gobierno alemán en 1919, un fantasma llamado comunismo recorrió Europa poniendo en vilo la tranquila vida de una burguesía acostumbrada a ser liberal bajo el paraguas protector de los Estados por ella creados. La muerte de los dos líderes espartaquistas no supuso el fin de las luchas obreras, pero sí una especie de auto de fe, de escarmiento ejemplarizante, de cortafuegos para evitar el posible contagio soviético.
Hoy casi nadie duda de que el triunfo aliado sobre el nazi-fascismo no habría sido posible sin el tremendo sacrificio soviético, sacrificio que en absoluto sirvió para disminuir el acoso occidental sobre la URSS. Antes al contrario, las potencias occidentales, primero dirigidas por Churchill, después por Truman, regresaron al bloqueo inventando lo que después se conoció como la guerra fría, ello pese a las múltiples peticiones de Stalin para trabar una alianza con sus antiguos socios de guerra. La guerra fría obligó a los soviéticos a entrar en una carrera no deseada que haría que una parte considerable del PIB del país se destinase a montar un ejército competitivo capaz de contener el expansionismo norteamericano en cualquier lugar del planeta. Los estrategas norteamericanos, al igual que los rusos, sabían que esa guerra terminaría por agotar, como así fue, la capacidad financiera y el apoyo social de un régimen que tenía otras necesidades mucho más urgentes que satisfacer. La burocracia, la asfixia económica, el descontento de la población, la guerra de Afganistán, el inmovilismo, la falta de pragmatismo y la represión lograron que en 1991, dos años después de la caída del muro de Berlín, la URSS desapareciera.
Aquel hecho fue vendido por los gobiernos occidentales y la prensa internacional como la gran liberación, como el acontecimiento más grande que los tiempos contemplaron y, en definitiva, como el triunfo del capitalismo de la Escuela de Chicago: El capitalismo era sinónimo de libertad y el país donde más había progresado, la patria de la libertad. El régimen soviético fue sustituido por otro constituido por lo peor y más oscuro de la nomenclatura del PCUS, dando lugar a un Estado oligárquico a merced de las mafias nacionales e internacionales. Para la clase obrera occidental las consecuencias no tardarían en mostrarse con toda crudeza.
Vencido el diablo comunista, con la Coca-Cola y Mac Donald en la Plaza Roja de Moscú, nacía una nueva era con una sola potencia hegemónica: Estados Unidos, un país en el que cualquier intervención estatal que no sirva para rescatar al capitalismo, es considerada como una intromisión intolerable en el ámbito individual de sus ciudadanos. La era Reagan-Bush II demostraría, con la teoría de la guerra preventiva, la inoculación del miedo en la población mundial gracias a la colaboración de los grandes medios y el comienzo de las privatizaciones salvajes en todo el mundo, que el objetivo no era sólo la URSS, sino librar a los «mercados» y los mercaderes de las obligaciones y corsés que lastraban su humanitaria labor: Estado fiscalizador y regulador, impuestos directos, servicios y empresas públicas, derechos sociales, laborales y humanos. Aburguesados los sindicatos y partidos de izquierda por un exceso de pragmatismo, diezmada la conciencia crítica de la sociedad por el consumo y una televisión multiplicada para formar analfabetos crónicos, pero sobre todo, desaparecido el peligro soviético, el campo quedaba libre para, con la ayuda de las nuevas tecnologías, conseguir la libre circulación de capitales y, con ella, la deslocalización industrial a escala planetaria. Había nacido un mundo libre que se conocía desde que su dios lo creó a la imagen y semejanza de los más crueles, la zoología, en adelante, inspiraría las normas constitucionales partiendo de un axioma irrefutable: La ley la hace el más fuerte y la cumplen quienes han quedado reducidos a la categoría de individuos egoístas y son incapaces de responder comunalmente a quienes les pisan sin pudor alguno.
Mientras todo esto ha ocurrido en los últimos treinta años, muchos intelectuales de izquierda se han pasado con sus alforjas a las filas de la indiferencia equidistante y paniaguada, otros discuten airadamente sobre el sexo de los ángeles ajenos a la realidad que sufrimos, culpando a los pocos gobiernos voluntariosos que quedan de no tomar medidas que no se pueden tomar cuando la calle es de los otros y el mundo lo gobiernan cuatro desde un ordenador situado en el piso 97 de una torre de cristal de no sé sabe que ciudad. Sin embargo, parece que se han olvidado de una cuestión fundamental, que sólo después de los funerales oficiados por la URSS, los abanderados del capitalismo se atrevieron a imponer las únicas libertades intocables que hoy existen: La del libre movimiento de capitales e industrias, y la de destruir al Estado regulador, principales causas de la crisis que sufrimos y del desmoronamiento de las conquistas económicas, políticas y sociales de siglos. Todavía estamos a tiempo de reaccionar.
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