Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Flickr / Ludovic Bertron (CC-BY)
Las dos grandes visiones sobre distopías futuras han sido «1984», de George Orwell, y «Un mundo feliz», de Aldous Huxley. El debate existente entre quienes observaban nuestro deslizamiento hacia el totalitarismo de las corporaciones giraba en torno a quién de los dos escritores tenía razón. ¿Viviríamos dominados, como escribió Orwell, por una vigilancia represiva y un estado de seguridad que utilizaría formas de control brutales y violentas? ¿O, como Huxley imaginó, nos sentiríamos fascinados por el entretenimiento y el espectáculo, cautivos de la tecnología y seducidos por un derroche consumista que envolvería nuestra propia opresión? Pues ha resultado que ambos, Orwell y Huxley, tenían razón. Huxley fue capaz de imaginar la primera fase de nuestra esclavitud. Orwell la segunda.
Como Huxley predijo, el estado de las corporaciones nos ha ido despojando gradualmente, seduciéndonos y manipulándonos con gratificaciones sensuales, artículos baratos producidos en masa, crédito sin límites, teatro político y diversión. Mientras nos iban entreteniendo y envolviendo, fueron desmantelando todo el conjunto de regulaciones que en otro tiempo mantuvieron a raya al depredador estado corporativo, volviendo a reescribir las leyes que nos protegían hasta abocarnos a la pobreza. En estos momentos, el crédito se ha secado ya, los puestos de trabajo medianamente decentes para la clase trabajadora han desaparecido para siempre y los artículos producidos en masa resultan ahora inasequibles, por todo lo cual nos vemos transportados desde «Un mundo feliz» a «1984». El estado, asfixiado por déficits masivos, guerras sin fin y fechorías corporativas, se desliza hacia la bancarrota. Ha llegado la hora de que el Gran Hermano se apodere del sensorama, de la orgia-porfía y de la bomba centrífuga de Huxley. Estamos pasando de una sociedad donde se nos manipula hábilmente con mentiras e ilusiones a otra donde estamos clara y totalmente controlados.
Orwell alertó sobre un mundo donde los libros estarían prohibidos. Huxley advirtió de un mundo donde nadie querría ya leer libros. Orwell alertó sobre un estado de guerra y miedo permanentes. Huxley advirtió de una cultura habitada por un placer vacío de sentido. Orwell avisó acerca de un estado donde todas las conversaciones y pensamientos estaban vigilados y la disidencia brutalmente reprimida. Huxley alertó sobre un estado donde su población sólo se preocupaba por las trivialidades y el cotilleo, sin que le importaran ya ni la verdad ni la información fidedigna. Orwell nos veía asustados y sometidos. Huxley nos veía seducidos y sometidos. Pero estamos descubriendo que Huxley no era más que el preludio de Orwell. Huxley entendía que en ese proceso éramos nosotros los cómplices de nuestra propia esclavitud. Orwell lo interpretaba como esclavitud. Ahora que el Estado corporativo ha dado ya el golpe maestro, nos encontramos desnudos e indefensos. Y estamos empezando a entender, como Karl Marx supo, que el capitalismo sin restricciones y sin reglamentar es una fuerza brutal y revolucionaria que explota a los seres humanos y el medio ambiente hasta agotarlos o destruirlos.
«El Partido busca el poder completamente en su propio beneficio», escribió Orwell en «1984». «No estamos interesados por el bien de los otros; únicamente nos interesa el poder. Ni la riqueza ni el lujo ni una vida larga ni la felicidad: sólo el poder, el poder puro. Lo que implica el poder puro lo comprenderán ahora. Nos diferenciamos de las oligarquías del pasado en que sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que se nos parecieron, eran cobardes e hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se nos parecían mucho en sus métodos, pero nunca tuvieron valor para reconocer sus propios motivos. Pretendieron, quizá hasta se lo creyeron, que habían tomado el poder de mala gana, por tiempo limitado y que justo a la vuelta de la esquina había un paraíso donde los seres humanos eran libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie toma nunca el poder con intención de renunciar al mismo. El poder no es un medio, es un fin. Uno no establece una dictadura para salvaguardar una revolución; uno hace una revolución para establecer una dictadura. El objeto de la persecución es la persecución. El objeto de la tortura es la tortura. El objeto del poder es el poder».
El filosofo político Sheldon Wolin utiliza el término «totalitarismo invertido» en su libro «Democracia incorporada» para describir nuestro sistema político. Es un término que daría sentido a Huxley. En el totalitarismo invertido, las sofisticadas tecnologías del control corporativo, la intimidación y manipulación de masas, que superan de lejos las utilizadas por los anteriores estados totalitarios, se enmascaran eficazmente con el oropel, el ruido y la abundancia de una sociedad de consumo. Se va renunciando gradualmente a la participación política y a las libertades civiles. El estado corporativo, escondido tras la pantalla de humo de la industria de las relaciones publicas, del entretenimiento y el materialismo chabacano de una sociedad de consumo, nos devora de dentro a afuera. No le debe lealtad a nadie, ni a nosotros ni a la nación. Se da un festín con nuestros cadáveres.
El estado corporativo no encuentra su expresión en un líder demagogo o carismático. Se define por el anonimato y la ausencia de rostro de la corporación. Las corporaciones, que suelen alquilar a portavoces atractivos como Barack Obama, controlan los usos de la ciencia, la tecnología, la educación y la comunicación de masas. Controlan los mensajes en el cine y en la televisión. Y, al igual que en «Un mundo feliz», utilizan estas herramientas de comunicación para reforzar la tiranía. Nuestro sistema de comunicación de masas, como Wolin escribe, «obstaculiza, elimina cualquier elemento que pudiera introducir cualificación, ambigüedad o dialogo, cualquier cosa que pudiera debilitar o complicar la fuerza total de su creación, hasta su total impresión».
El resultado es un sistema monocromático de la información. Cortesanos de famosos, haciéndose pasar por periodistas, expertos y especialistas, identifican nuestros problemas y explican pacientemente los parámetros. Se descarta como seres raros irrelevantes, extremistas y miembros de la izquierda radical a todos aquellos que se posicionan fuera de los parámetros impuestos. Se prohíbe a críticos sociales clarividentes, desde Ralph Nader a Noam Chomsky. Las opiniones aceptables van de la A a la B. La cultura, bajo tutela de esos cortesanos corporativos, se convierte, como Huxley señaló, en un mundo de conformidad alegre, así como en un inacabable y finalmente fatal optimismo. Nos compramos a nosotros mismos comprando productos que prometen cambiar nuestras vidas, haciéndonos más guapos, más seguros o exitosos mientras velozmente nos despojan de nuestros derechos, dinero e influencia. Todos los mensajes que recibimos a través de estos sistemas de comunicación, ya sea en las noticias de la noche o en los programas de entrevistas como «Oprah«, prometen un mañana más brillante y más feliz. Y esta es, como Wolin señala, «la misma ideología que invita a los ejecutivos de las corporaciones a exagerar beneficios y ocultar pérdidas, pero siempre con rostro risueño». Estamos embelesados, como Wolin escribe, por «los continuos avances tecnológicos» que «fomentan elaboradas fantasías de destrezas individuales, juventud eterna, belleza gracias a la cirugía, acciones que se miden en nanosegundos: una cultura repleta de sueños de control y posibilidades en constante expansión, cuyos habitantes son propensos a fantasear porque la inmensa mayoría tiene imaginación pero pocos conocimientos científicos».
Han desmantelado nuestra base industrial. Los especuladores y estafadores han saqueado el Tesoro estadounidense y han robado miles de millones a los pequeños accionistas que habían reservado ese dinero para la jubilación o para ir a la universidad. Se han eliminado las libertades civiles, incluido el habeas corpus y la protección contra las escuchas telefónicas sin orden judicial. Los servicios básicos se han entregado a las corporaciones, incluidas la educación pública y la atención sanitaria, que los explotan buscando únicamente el beneficio. El establishment corporativo ridiculiza a los pocos que se atreven a alzar su voz disidente, que se niegan a participar en la feliz charla corporativa, etiquetándoles de bichos raros, de frikis.
Las actitudes y el temperamento han sido astutamente manipulados por el estado corporativo, al igual que los maleables personajes de Huxley en «Un mundo feliz». El protagonista del libro, Bernard Marx, vuelca su frustración en su novia Lenina:
«¿No te gustaría ser libre, Lenina», pregunta.
«No comprendo qué quieres decir. Soy libre, libre para tener el tiempo más maravilloso. Todo el mundo es feliz hoy en día.»
Él se rió: «Sí, ‘todo el mundo es feliz hoy en día’. Pero, ¿no te gustaría ser libre para ser feliz de otra manera, Lenina? A tu manera, por ejemplo; no del mismo modo que todos los demás».
«No sé lo que quieres decir», repitió ella.
La fachada se derrumba. Y cada vez hay más gente que se da cuenta de que se les ha utilizado y se les ha robado, que poco a poco estamos yendo de «Un mundo feliz» de Huxley a «1984» de Orwell. «En algún momento, la gente tendrá que enfrentar verdades muy desagradables. Los puestos de trabajo bien pagados no van a volver. Los mayores déficits de la historia humana significan que estamos atrapados en un sistema de servidumbre que el estado de las corporaciones utilizará para erradicar los últimos vestigios que quedan de protección social a los ciudadanos, incluida la Seguridad Social. El estado ha sufrido una regresión de la democracia capitalista al neofeudalismo. Y cuando todas estas verdades aparezcan claramente, la rabia sustituirá a la alegre conformidad impuesta por las corporaciones. La debilidad de nuestros bolsillos post-industriales, donde alrededor de 40 millones de estadounidenses viven en un estado de pobreza y decenas de millones en una categoría denominada de «casi pobreza», junto con la carencia de crédito que pudiera salvar a las familias de las ejecuciones hipotecarias, de las apropiaciones de los bancos y de la bancarrota a causa de las facturas médicas, pone en evidencia que el totalitarismo invertido no va ya a funcionar.
Cada vez vivimos más en la Oceanía de Orwell, no en El Estado Mundial de Huxley. Osama bin Laden juega el papel asumido por Emmanuel Goldstein en «1984». Goldstein, en la novela, es el rostro público del terror. Sus diabólicas maquinaciones y actos clandestinos de violencia dominan las noticias de la noche. La imagen de Goldstein aparece cada día en las pantallas de televisión de Oceanía como parte del ritual diario de «Dos Minutos de Odio» de la nación. Y sin la intervención del estado, Goldstein, al igual que bin Laden, acabará con vosotros. En la lucha titánica contra la personificación del mal, se justifican todos los excesos.
La tortura psicológica aplicada al soldado raso Bradley Manning -que lleva ya siete meses preso sin haber sido acusado de delito alguno- refleja el destrozo del disidente Winston Smith al final de «1984». A Manning se le mantiene como «detenido sometido a máxima vigilancia» en el calabozo de la Base del Cuerpo de Marina Quantico, en Virginia. Pasa solo 23 de las 24 horas del día. Se le niega la posibilidad de hacer ejercicio. No puede tener almohada ni sábanas en la cama. Los doctores del ejército le han estado atiborrando de antidepresivos. Las más crudas formas de tortura de la Gestapo se han sustituido por refinadas técnicas orwellianas, en gran medida desarrolladas por psicólogos que trabajan para el gobierno para convertir en vegetales a disidentes como Manning. Destrozamos las almas y los cuerpos. Es más eficaz así. Ahora nos pueden llevar a todos a la temible Habitación 101 de Orwell para que nos conviertan en seres dóciles e inofensivos. Esas «especiales medidas administrativas» se imponen habitualmente a nuestros disidentes, incluido Syed Fahad Hashmi, quien pasó tres años encarcelado en condiciones parecidas antes de ser llamado a juicio. Esas técnicas han destrozado psíquicamente a miles de detenidos en nuestros agujeros negros por todo el globo. Constituyen la principal forma de control en nuestras prisiones de máxima seguridad, donde el estado corporativo hace la guerra sirviéndose astutamente de nuestra inferior: los afroamericanos. Todo presagia el cambio de Huxley a Orwell.
«Nunca podrás tener de nuevo sentimientos humanos normales», dice el torturador de Winston Smith en «1984». «Todo estará muerto dentro de ti. Ya no podrás ser capaz nunca de sentir amor o amistad o alegría de vivir o risa o curiosidad o valentía o integridad. Te quedarás vacío, hueco. Vamos a exprimirte hasta vaciarte y después te llenaremos de nosotros mismos».
El nudo se va estrechando. La era del divertimento se sustituye por la era de la represión. Decenas de millones de ciudadanos han tenido que entregar sus registros telefónicos y correos al gobierno. Somos la ciudanía más controlada y espiada en la historia humana. Muchos de nosotros tenemos nuestras rutinas diarias atrapadas en docenas de cámaras de seguridad. Nuestras inclinaciones y hábitos se registran en Internet. Nuestros perfiles se generan electrónicamente. Cachean nuestros cuerpos en los aeropuertos y nos filman con escáneres. Y los anuncios de servicio público, las pegatinas de los coches de inspección y los carteles del transporte público nos instan constantemente a informar de actividades sospechosas. Porque el enemigo está por todas partes.
Se silencia brutalmente a quienes no se ajusten a los dictados de la guerra contra el terror, una guerra que, como Orwell señaló, es inacabable. Las draconianas medidas de seguridad utilizadas para reprimir las protestas en las cumbres del G-20 en Pittsburg y Toronto fueron salvajemente desproporcionadas para el nivel de actividad de la calle. Pero enviaron un claro mensaje: ¡NI SE OS OCURRA INTENTARLO! La persecución por parte del FBI de los activistas a favor de Palestina y en contra de la guerra, que el pasado septiembre vieron cómo los agentes asaltaban sus hogares en Minneapolis y Chicago, es un presagio de lo que está por venir para todos aquellos que se atrevan a desafiar el Neolengua oficial del estado. Los agentes -nuestra Policía del Pensamiento- incautaron teléfonos, ordenadores, documentos y otras pertenencias personales. Se han enviado citaciones judiciales a 26 personas para que comparezcan ante un gran jurado. Las notificaciones citan leyes federales que prohíben «proporcionar apoyo material o recursos destinados a organizaciones extranjeras terroristas». El Terror, incluso para quienes no tienen nada que ver con el terrorismo, se convierte en el objeto contundente utilizado por el Gran Hermano para protegernos de nosotros mismos.
«¿Empiezan a ver, pues, qué clase de mundo estamos creando?», escribió Orwell. «Es exactamente todo lo contrario de las estúpidas Utopías hedonistas que los viejos reformistas imaginaron. Un mundo de temor, traición y tormento, un mundo donde se pisotea y se es pisoteado, un mundo cada vez más despiadado en la medida en que se va refinando».
Chris Hedges ha sido corresponsal en América Central, Oriente Medio, África y los Balcanes a lo largo de dos décadas. En 2002 recibió el Premio Internacional de los Derechos Humanos de Amnistía Internacional. En 2010 recibió el Premio a la Mejor Columna Online por el ensayo «One Day We’ll All Be Terrorists». Ha dado clase en las Universidades de Columbia, Nueva York y Princetown. Actualmente da clases a los presos de un correccional de Nueva Jersey. Es también miembro del The Nation Institute.
Fuente: http://www.truthdig.com/