Uno de los elementos destacables y preocupantes de los últimos años en el escenario político es el ascenso de la extrema derecha no solo en España, sino en gran parte de Europa y en otras zonas del planeta. La extrema derecha es por naturaleza antidemocrática, aunque aproveche las reglas del juego democrático para difundir su […]
Uno de los elementos destacables y preocupantes de los últimos años en el escenario político es el ascenso de la extrema derecha no solo en España, sino en gran parte de Europa y en otras zonas del planeta. La extrema derecha es por naturaleza antidemocrática, aunque aproveche las reglas del juego democrático para difundir su discurso e introducirse en las instituciones. Así, han llegado al poder personajes como Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, Orbán en Hungría o Salvini en Italia. Así podemos observar aberraciones como 27.000 ejecuciones extrajudiciales en Filipinas, según denuncia Amnistía Internacional, en la aberrante lucha contra la droga que libra el presidente Duterte, o la presentación de leyes que recortan gravemente los derechos y el propio sistema democrático, como el proyecto de ley en Polonia que criminaliza la educación sexual. Estas y otras barbaridades hace la extrema derecha cuando llega al poder, lamentablemente con el aval de los mecanismos democráticos.
El cómo es posible que estas fuerzas antidemocráticas ganen terreno dentro del sistema democrático y lo amenacen gravemente no tiene una explicación sencilla. De hecho, ningún fenómeno político o social la tiene, pero sí pueden identificarse algunos factores. Yo me voy a centrar en el sistema educativo, en una reflexión sobre si este tiene algún papel en la construcción de ciudadanía, en la formación de una ciudadanía que contribuya a mejorar la democracia y la sociedad en general, o si, por el contrario, está ayudando a que vayamos a una democracia sin ciudadanos, en expresión de algunos autores, que facilita estos fenómenos preocupantes.
En mi opinión, y en consonancia con la organización a la que represento aquí, solo formando ciudadanos con capacidad crítica, autonomía moral (esto supone un enfoque laico en educación) y sentido de la justicia y de la solidaridad, esto es, ciudadanos formados en derechos humanos, podemos construir las defensas democráticas necesarias para frenar y hacer retroceder el avance que están consiguiendo a ojos vista las fuerzas antidemocráticas.
El deterioro de la conciencia ciudadana en favor de individuos delirantemente consumistas, adictos a las chucherías tecnológicas, inconscientes en gran parte de un modelo de producción y consumo que condena a millones de habitantes del planeta a la pobreza más absoluta y que condena al propio planeta a una seria destrucción; este deterioro, digo, ha ido en paralelo con los avances de un sistema educativo que en gran parte se ha convertido en una expendeduría de títulos enfocados casi exclusivamente a las habilidades demandadas por el mercado laboral. La formación del ciudadano ha quedado arrinconada en favor de la formación del productor-emprendedor y del consumidor que responde como un hámster a la sobreestimulación programada por todo el aparato publicitario.
Es así como textos de referencia de Naciones Unidas, del Consejo de Europa o del propio Ministerio de Educación, textos que deberían obligar a formar ciudadanos conocedores de los derechos humanos, han quedado como puro adorno para preámbulos grandilocuentes. Cito dos textos bastante explícitos. La Conferencia Mundial sobre la Educación Superior celebrada en julio de 2009 culminaba con un comunicado que señalaba que «la educación superior debe no solo proporcionar habilidades […] sino también promover el pensamiento crítico y la ciudadanía activa, y contribuir a la educación de un ciudadano comprometido con la construcción de la paz, la defensa de los derechos humanos y los valores de la democracia». El Consejo de Europa, en su web dedicada a la Educación para la Ciudadanía y para los Derechos Humanos dice que la Educación para la Ciudadanía debe proveer a los alumnos de conocimientos y habilidades para prepararlos para ejercer y defender sus derechos y responsabilidades democráticos, así como para jugar un papel activo en la vida democrática.
La formación en derechos humanos es imprescindible no solo para ser conscientes de los propios derechos y poder ejercer como ciudadano, sino también para promover los derechos de los demás y poder desarrollar la profesión que se elija con responsabilidad social, sabiendo que nuestra profesión es un medio para que los ciudadanos vean satisfechos sus derechos.
Me referiré brevemente a la educación universitaria, que es mi medio. En el plano nacional, el Real Decreto 1393/2007, que regula las enseñanzas universitarias, dice en su preámbulo que «se debe tener en cuenta que la formación en cualquier actividad profesional debe contribuir al conocimiento y desarrollo de los derechos humanos, los principios democráticos…». Bajando más el nivel de concreción, los Estatutos de la UCM dicen en su artículo 3.2 que una de sus funciones es la formación en valores ciudadanos de los miembros de la comunidad universitaria. Pues bien, a la hora de dar contenido y llevar a la práctica normas como estas, las dificultades son increíbles. Difícilmente uno encuentra que autoridades, colegas y alumnos apoyen asignaturas en torno a estos temas. El entorno educativo está impregnado de un utilitarismo profesional miope y cortoplacista, acompañado de la demoledora pregunta «¿esto para qué sirve?». Vemos así que lo urgente desplaza a lo importante hasta hacerlo desaparecer.
Hasta tal punto, que voy a exponer muy brevemente una experiencia personal vivida durante el curso 2017-18. En febrero de 2018, desde el Vicerrectorado de Estudios de la Universidad Complutense (UCM), se nos pidió mediante un correo electrónico al profesorado que ofertáramos asignaturas llamadas «transversales», dirigidas a cualquier estudiante de la Universidad, independientemente de la carrera que esté cursando. Las asignaturas debían estar incluidas en una serie de áreas del tipo liderazgo, emprendimiento, trabajo en equipo, técnicas de negociación, etcétera, aunque podían valorarse otras propuestas. A este correo respondí, junto con una compañera con la que comparto una asignatura denominada «Derechos humanos, ciudadanía y sociedad de la información» con algunas reflexiones y proponiendo una asignatura transversal de aproximación a los derechos humanos. La vicerrectora agradeció las reflexiones y aceptó la propuesta, de manera que no puedo decir que las autoridades la obstaculizaran. La asignatura se ofertó a una comunidad de más de 60.000 estudiantes universitarios. La preinscripción solo tuvo cinco estudiantes, por lo que la asignatura no pudo impartirse. O sea, aproximadamente un 0,01% de los estudiantes se interesó por el tema. Quizás en carreras técnicas este pobrísimo interés pueda tener su explicación, pero en disciplinas sociales y humanas el resultado es desalentador. Futuros maestros y profesores de secundaria, pedagogos, trabajadores sociales, filósofos, abogados, sociólogos, politólogos, etc. no mostraron prácticamente ningún interés. Esperábamos decenas de estudiantes, pero la desmoralizante realidad se impuso.
Todavía nos esperaba otra tremenda decepción. Dentro del plan anual de formación del profesorado, ofertamos el taller «El enfoque de derechos humanos en la enseñanza universitaria», para impartir en octubre. De una comunidad de unos 6000 profesores, se inscribieron tres, por lo cual, igualmente, el taller no pudo impartirse. En este caso, el porcentaje de interesados sube «espectacularmente» hasta situarse aproximadamente en un 0,05% del profesorado.
¿Se trata de una experiencia aislada, o es un indicador del estado de la universidad? La Universidad Complutense es una de las más grandes y representativas del país, así que entiendo que esta experiencia puede tomarse como un síntoma del sistema universitario. Esta reflexión no es un lamento personal por haber visto frustradas dos iniciativas que hemos lanzado entendiendo que la universidad debe estar para algo más que ser una expendeduría de títulos, títulos que suponen unas habilidades/destrezas que el alumno/cliente, en la universidad neoliberal, puede comprar para poder más tarde vender en el mercado laboral. Si el pensamiento, la formación ciudadana, la educación que trasciende las habilidades prácticas para formar en una práctica profesional socialmente responsable, estorban, la universidad, tal y como la hemos conocido los adultos actuales, ha desaparecido. Es una muy mala noticia.
Pues bien, entiendo que estas experiencias se enmarcan en una deriva del sistema educativo orientada por la demanda del mercado laboral y por la consideración de la educación como una mercancía más y no como un derecho humano y como un arma poderosa para cambiar el mundo, como decía Mandela.
Si seguimos aceptando el arrinconamiento de la Unesco, como agencia de Naciones Unidas para la educación, y dejando que las políticas educativas emanen de la Organización Mundial del Comercio, el Banco Mundial, la CEOE o las multinacionales, el pensamiento estorbará cada vez más en las universidades y la democracia pasará de ser imperfecta a inexistente.
[1] Texto expuesto en el seminario «Declaración de los Derechos Humanos: conmemoración y vigencia» celebrado el 10 de diciembre de 2019 en el Consejo General de la Abogacía Española con motivo del Día Internacional de los Derechos Humanos.
Pedro López López, Profesor de la Universidad Complutense, Miembro de la Junta Directiva de la Asociación Pro Derechos Humanos de España
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.