Ambrose Bierce, en su «Diccionario del Diablo», definía la disculpa como «el arte que sienta las bases para una ofensa futura», pero somos tan dados a aceptar disculpas por más culpas que carguen las ofensas, que el futuro siempre nos sorprende detrás y la disculpa pierde el arte que se le supone. Hay quienes no […]
Ambrose Bierce, en su «Diccionario del Diablo», definía la disculpa como «el arte que sienta las bases para una ofensa futura», pero somos tan dados a aceptar disculpas por más culpas que carguen las ofensas, que el futuro siempre nos sorprende detrás y la disculpa pierde el arte que se le supone.
Hay quienes no dejan ileso ni siquiera un artículo del código penal sin que por ello dejemos de perdonar a esos representantes de nuestra ignorancia empeñados en que se les disculpen sus errores, refrendando en las urnas cada cuatro años nuestra confianza en tan ilustres canallas.
Hasta se amontonan las disculpas una tras otra. El pasado lunes, en el canal 4, Rita Barberá, alcaldesa de Valencia, pedía disculpas por mofarse de la lengua valenciana, posiblemente el menor de sus delitos; las autoridades del Metro de Madrid pedían disculpas por un oficio interno en el que ordenaban a los revisores exigir el ticket a «mendigos, músicos y gays»; y la directiva del Betis pedía disculpas por los cánticos de aficionados en los que felicitaban al jugador Rubén Castro por maltratar a su ex mujer porque esta era una «puta» y «se lo merecía».
Basta que asuman el «error» por honrar delincuentes, nombrar sinvergüenzas o matar elefantes, para que a coro practiquemos la cristiana virtud de la humildad disculpando sus yerros.
Pero los tiempos pasan y hasta la más candida inocencia acaba barruntando hartazgos cuando errar termina convirtiéndose en un oficio y disculparse en una profesión.
Por cierto, Bierce también definía la humildad como esa «paciencia inusitada para planear una venganza que valga la pena» y nada temen tanto como que las urnas se les llenen de venganzas.
(Euskal presoak/Euskal etxera)
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