Trascender el facilismo no parece nada fácil. Esto suena como un juego de palabras, pero no lo es. El facilismo es una cultura de vida, política y social, que ha modelado el comportamiento de la población de nuestro continente durante varios siglos y que está sólidamente acomodado como un sentido común. Más aún, muchas personas […]
Trascender el facilismo no parece nada fácil. Esto suena como un juego de palabras, pero no lo es. El facilismo es una cultura de vida, política y social, que ha modelado el comportamiento de la población de nuestro continente durante varios siglos y que está sólidamente acomodado como un sentido común. Más aún, muchas personas y familias no conocen otro modo de vivir la vida ni de relacionarse entre ellas. Eso no quiere decir que aceptemos la cultura del facilismo, ni que disculpemos a quienes la practican ni, menos aún, a los que se benefician de ella.
En primer lugar, a tendencia al facilismo resulta ser un legado de la época colonial, que se ha agravado con el tiempo, estimulado por una bonanza artificial generada por las industrias extractivas. Al parecer ningún gobierno que no reparte bienes materiales «generosamente» y sin exigencia alguna, se puede mantener en el poder. Los sucesivos gobiernos no han combatido esta cultura sino que se apoyaron en ella, precisamente porque es más «fácil» que combatirla y ofrecer alternativas. Lo que ha cambiado es la orientación del facilismo, el direccionamiento de los recursos hacia sectores más amplios o más restringidos de la población, pero no su esencia que ha permanecido incambiada.
En segundo lugar, la cultura del facilismo degrada las relaciones sociales, genera individualismo para competir con los otros y las otras en la captura de los recursos materiales y simbólicos, lo que corroe el sentido de comunidad y de lo colectivo. Lo que incrementa aún más la complejidad de esas relaciones es su anclaje enraizado en las emociones colectivas; en el contexto de cada cultura se suelen perfilar actitudes vinculadas a determinados «emocionares»: el facilismo lo vinculamos, en este sentido, con las aspiraciones y expectativas culturalmente generalizadas que sugieren la posibilidad de solucionar necesidades y carencias sin desplegar un esfuerzo, «sin tener que mover un dedo» y «que otros me resuelvan».
Este es uno de los mayores daños que provoca esta cultura, porque destruye, precisamente, las bases que podrían contribuir a salir del modelo actual. La comunidad organizada y la fraternidad/sororidad como prácticas de vida, son las bases para otro modo de vida que supere al culturalmente establecido.
En tercer lugar, el facilismo atenta contra la producción de bienes materiales y simbólicos ya que reproduce lo viejo: el caudillismo, el paternalismo personal o estatal, y las relaciones jerárquicas, reforzando la subordinación de la sociedad. De esa manera se cierran las puertas a un activismo consciente y autónomo, a la toma de decisiones individuales y colectivas que permitan superar el estado de cosas heredado. Lo que parece ser el propósito político es mantener una relación clientelar entre gobiernos pudientes y pueblos necesitados. Y esa estrategia se mantiene, como por ejemplo en el caso de Venezuela donde la riqueza fácil con base en la renta petrolera fue política de Estado desde hace décadas y donde ahora, en una situación de bajos precios del crudo, se impone desde arriba una reforma tributaria; la finalidad es el incremento de ingresos fiscales no-tradicionales para poder dar continuidad a las dádivas fáciles del clientelismo.
La producción, y no la distribución, son las bases de un mundo mejor al actual. Todas las corrientes emancipatorias que ha conocido la humanidad, de carácter religioso o laico, espiritual o científico, han colocado la producción y la creación de nuevos valores en el centro de sus preocupaciones. La disputa por los bienes existentes es, necesariamente, una disputa negativa, que consiste en quitarle a otro para usufructuarlo. Eso sería aceptable, en todo caso, una sola y única vez, como recuperación de valores previamente expropiados, más no se impone: en lo fundamental, un mundo nuevo o mejor al actual debe asentarse en la creación y, por lo tanto, en la producción, actitudes positivas y realmente transformadoras.
Es por eso que pensamos que el facilismo, en su versión renta petrolera, nacionalizaciones u otras, no permite trascender el mundo y las relaciones sociales existentes sino que, por el contrario, las reproduce eternamente. Una actitud transformadora es siempre creativa.
Por último, tampoco se sale del facilismo combatiéndolo, haciendo campañas o luchando contra sus manifestaciones. En los años 70 abundan los ejemplos de estrategias generalizadas de enfrentamiento, sea con los gobiernos de turno, con y entre partidos políticos, y contra el enemigo de cada momento en las luchas reivindicativas. Visto en retrospectiva pareciera que ya no se hallaba con quién más pelear. Da la impresión que hasta en la actualidad cuesta a muchas organizaciones reconocer que tal actitud significa relacionarse con el entorno desde unas relaciones culturales caracterizadas por las emociones y la lógica de acumulación de poder, pero en nombre de profundas transformaciones sociales. ¿No se tratará de irnos saliendo de los fundamentos culturales que sustentan el capitalismo: las relaciones jerárquicas, la acumulación de poder, conocimientos y riquezas, la particularización que fundamenta la civilización patriarcal?
Una cultura sólo cambia en tiempos largos, luego de extensos períodos que abarcan varias generaciones. Pero, por encima de todo, una cultura no cambia a través de la negación de la misma, ya que combatirla las más de las veces consigue afirmarla, crea mecanismos de defensa que la consolidan y la vuelven más resistente.
Para modificar una cultura es necesario practicar otra cultura, asentada en otros valores, en otras relaciones entre las personas, y ente ellas y el medio en que viven. Los campesinos no hacen crecer las plantas estirando de los brotes, sino indirectamente, ofreciéndole agua y luz. Cambiar una cultura como el facilismo requiere de cuidados y afectos, algo que sólo podemos hacer en comunidad con responsabilidad individual. Porque el facilismo, entre otros problemas que presenta, permite que la irresponsabilidad individual se ampare en el colectivo.
Numerosos proyectos de vida que se están autogestionando y autofinanciando hoy en el mundo -asociaciones, colectivos, cooperativas- están comprendiendo que producir implica esa transformación cultural, transcender las relaciones de competencia, un hacer cuyo «cómo» apuntala al descubrimiento de relaciones de producción donde destacan el fin solidario en vez del lucro, la circularidad en las conversaciones y la equidad comunitaria. Un cambio muy paulatino. Pero los cambios culturales profundos se cocinan a fuego lento y a largo plazo. Una de las condiciones para ello parece ser el cambio personal, partiendo de la reflexión que tod@s vivimos bajo la influencia de esa cultura del facilismo.
Jorge Rath es miembro del Equipo de Publicaciones Cecosesola (organismo de Integración Cooperativa del Estado Lara; fundada en 1967, es actualmente una convivencia de unas cincuenta cooperativas y asociaciones civiles: www.cecosesola.org)
Raúl Zibechi es escritor y periodista uruguayo, colabora con varios movimientos sociales en América Latina
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.