Los grandes asesores modernos del poder en el terreno llamémosle de la comunicación e imagen -desde Maquiavelo hasta Thomas Friedman pasando por Locke y Walter Lippmann- coinciden en que eso que llamamos el pueblo debe sentir más que pensar. Desde luego es una premisa antigua. Como la inmensa mayoría de los seres humanos nos movemos […]
Los grandes asesores modernos del poder en el terreno llamémosle de la comunicación e imagen -desde Maquiavelo hasta Thomas Friedman pasando por Locke y Walter Lippmann- coinciden en que eso que llamamos el pueblo debe sentir más que pensar.
Desde luego es una premisa antigua. Como la inmensa mayoría de los seres humanos nos movemos sobre todo por emociones -localizadas por ejemplo en el cortex frontal y en la amígdala- y no todas precisamente útiles para enfrentarnos con el mismo poder, el poder no tiene más que colocar ante nuestros ojos y nuestro corazón escenas emocionales para despistarnos y «doblegarnos» sin necesidad de utilizar porras o pistolas.
Con eso y con la ya dañina y esperpéntica división de la izquierda -precisamente dominada por emociones alienantes- el segmento social hegemónico no tiene por qué preocuparse de que nadie vaya a arrebatarle su estrategia de totalitarismo global. Sólo debe estar alerta de sí mismo, ése es su peor enemigo. El resto está más o menos controlado y me refiero a las corrientes presuntamente alternativas, el escarmiento que se le ha dado en la plaza pública mundial al pardillo Tsipras (que o es un pardillo o es un ególatra ignorante por ególatra) ha sido magistral para hundirnos en la miseria psíquica. Estos sujetos son más peligrosos que aquello o aquellos a los que afirman combatir porque acaban matando ilusiones y un ser humano sin ilusión es un ser muerto o, al menos, confundido y la confusión paraliza.
Ante mis ojos y mi corazón desfilan ahora multitud de historias dramáticas de miles de personas que llegan a Europa desde África y otros lares o a Estados Unidos desde Centroamérica. Mueren por miles, de frío, de hambre, ahogados, masacrados, descuartizados por bandas y mafias. Bueno, ¿y qué? ¿Qué pretenden? ¿Comerme la moral con el pretexto de informarme? ¿Despertarme sentimiento de culpa? ¿Estimularme a dar dinero para los negritos y los pobres de la tierra, como en el Domund? ¿Empujarme a que me apunte a un voluntariado o a una ONG? ¿A que me haga budista o me apunte a alguna de esas otras «filosofías» de zapatillas y batín que no resisten un mínimo enfrentamiento con lo que está pasando?
A finales de la primavera del año 2001 yo estaba en Bruselas, en el cuartel general de la OTAN. Allí nos habían llevado a un grupo de profesores universitarios para dictarnos charlas promocionales de la organización. El mundo estaba harto de guerras, los jóvenes los primeros, la mili ya no era obligatoria, en España el ejército había llegado al extremo de contratar vigilantes privados para algunos cuarteles, la venta de armas en el mundo no pasaba precisamente por su mejor momento, el petróleo ya se sabía de sobra que tenía los días contados como materia prima. Se supone que algunos somos creadores de opinión y allí que estábamos, en una visita muy ilustrativa, por otra parte.
Miren, yo no sé quiénes son los responsables, pero pocos meses después, en septiembre de 2001, las Torres Gemelas cayeron y a partir de entonces la escalada de guerras y ocupación de zonas petroleras, gasísticas y estratégicas ha sido constante. A Bin Laden, un sujeto «criado» por occidente, lo quitaron de en medio también de forma misteriosa, ¿cómo iban a poner a ese hombre ante un tribunal público? ¿Qué hubiera narrado acompañado por una cohorte de letrados defensores? En su sed de venganza, de petróleo y de venta de armas, Estados Unidos suprimió a Sadam Hussein y luego a Gadafi con el apoyo de Europa. Después le iba a llegar el turno a Bashar al-Asad. Pero todo se ha ido complicando porque también los otros se defienden como se han defendido los latinoamericanos de atropellos seculares votando a favor de una serie de mandatarios «subversivos».
El resultado final son millones de personas sufriendo, muriendo, en las fronteras de Estados Unidos y en las de Europa. Y los responsables de tal catástrofe son los enfermos mentales que nos mandan desde EEUU y desde Europa y nosotros sus súbditos que, con el cerebro convenientemente lavado a golpe de emociones y cuentos, queremos seguir viviendo por encima de las posibilidades que nos brinda el planeta. Ahora a ver qué ocurre porque estamos en la más absoluta de las soledades ideológicas alternativas y eso es lo peor: no la enfermedad sino que muchos ni saben dónde está y mucho menos el remedio, un remedio europeo, no fundamentalista ni belicista que parece que es lo único que sabe hacer el «amigo americano».
Es la codicia la que nos ha llevado a esto pero desde luego no voy a sentirme culpable en absoluto de que un migrante muera porque yo llevo años cumpliendo con mi obligación ciudadana de informarme, formarme y denunciar en público y en privado toda esta inmensa tragedia. Como el pájaro del cuento, creo haber arrojado mi gota de agua sobre mi selva en llamas, no sé lo que habrán hecho el resto de animales que habitan en ella, salvo contadas excepciones. Sí sé que discuten, debaten y juegan a ver quién la tiene más grande con el permiso de quienes han incendiado la selva e incluso a sus órdenes.
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