Los revolucionarios son cabezas duras para asimilar la realidad, y presas fáciles de la fantasía y la ilusión. Ocurre siempre cuando llegan arriba. En tal caso, se producen frecuentes manifestaciones de esa enfermedad de altura que es la arrogancia del poder. Gobernantes, parlamentarios, autoridades que se hallan en la línea, se tornan triunfalistas, se enconchan […]
Los revolucionarios son cabezas duras para asimilar la realidad, y presas fáciles de la fantasía y la ilusión. Ocurre siempre cuando llegan arriba. En tal caso, se producen frecuentes manifestaciones de esa enfermedad de altura que es la arrogancia del poder. Gobernantes, parlamentarios, autoridades que se hallan en la línea, se tornan triunfalistas, se enconchan como galápagos frente a la crítica, abren su oído solo al elogio y a los cantos de sirena. Se ciegan a la presencia de los agentes del fracaso, que generalmente son aduladores que alaban a quienes mandan mientras ellos meten la mano en el bolsillo del pueblo, en ministerios, aduanas, gobiernos seccionales, dondequiera. Aquellos dirigentes equivocados, pudiendo atraer a los amigos y a los vacilantes, los menosprecian, los marginan, incluso los condenan.
Este panorama lo conocemos bien los ecuatorianos. Fue lo sucedido el 23 de febrero del 2014 cuando Alianza País sufrió una estrepitosa derrota nacional, tan catastrófica que esa misma noche el presidente Rafael Correa criticó males de bulto como el sectarismo presente en todo aquel proceso, y las fáciles mentiras según las cuales se contabilizaban miles de comités revolucionarios que no existían.
Era de suponer que luego de aquella derrota apabullante, funcionarían la crítica y autocrítica necesarias y saludables. Pero no: esa misma noche el oportunismo, cubriéndose con ropaje socialista, lanzó la famosa consigna de la reelección presidencial, entregando así una suculenta troncha a la demagogia hambrienta, a la política de desinformación y montajes en que son diestros los expertos en imagen, siempre bien pagados por multinacionales y bancos privados, cuando no directamente por la CIA.
Lo sucedido aquí el 23 de febrero del 14, se reprodujo en grande el pasado 22 de noviembre en Argentina, con el triunfo de Mauricio Macri, y en proporción mucho más grande en Venezuela el reciente 6 de diciembre. Claro que los casos difieren mucho, pero cumplen una misma hoja de ruta trazada por el imperio, en su plan de restauración conservadora y neoliberal en nuestra América Latina. Esa hoja de ruta contempla en todos los casos anotados (y por supuesto en el Brasil caotizado este momento por iguales designios), la utilización de una enorme maquinaria contrarrevolucionaria, que incluye la acción de la partidocracia resucitada ex profeso, el empleo masivo de las aplanadoras mediáticas, el sabotaje y la guerra económica, con episodios de muertes fríamente preparadas.
En el caso de Venezuela, fue el propio presidente Obama quien trazó la línea en el pasado marzo, cuando declaró a los cuatro vientos: «Venezuela se haconvertido en una amenaza inusual y extraordinaria contra la seguridad nacionalde Estados Unidos y su política internacional». Dicho de otro modo: según Washington, ese peligro venezolano – Revolución Bolivariana, chavismo, presencia del presidente Maduro-, había que echarlo abajo. La obra devastadora ha comenzado con el triunfo de la contrarrevolución. Claro que la Revolución Bolivariana no arriará sus banderas, pero la recuperación del camino perdido será dura, larga y amarga.
Aquí vale una reflexión (aunque sea una voz clamando en el desierto): nada de ello tendría el efecto demoledor de los mencionados fracasos si no fuera porque los revolucionarios, situados en los engranajes del poder, les facilitan a los restauradores y fascistas la obra destructora gracias a sus políticas en que sobran los beneficiarios y faltan los conductores. De allí la necesidad y la urgencia de emplear esos instrumentos irremplazables como son la crítica y la autocrítica en los procesos revolucionarios. Si no se lo hace, pronto tendremos nuevos capítulos de esta novela del terror: Crónica de una Muerte Anunciada.
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