Fiel a quien paga, la burocracia profesional, al igual que antes sirvió al absolutismo, no puso objeciones al pasar a depender del capitalismo, cuando cambió el modelo de poder. Cierto que para controlarla se la rodeó del cercado jurídico, pero ingenuamente se hizo entrega de la llave del Derecho; de manera que abre y cierra […]
Fiel a quien paga, la burocracia profesional, al igual que antes sirvió al absolutismo, no puso objeciones al pasar a depender del capitalismo, cuando cambió el modelo de poder. Cierto que para controlarla se la rodeó del cercado jurídico, pero ingenuamente se hizo entrega de la llave del Derecho; de manera que abre y cierra la puerta a conveniencia para hacer escapadas y ampliar los límites del vallado. Al amparo del nuevo modelo de Estado surgió una nueva burocracia definida en términos políticos que asumió la dirección de la primera. Durante más de un siglo ambas operaron en el marco de las atribuciones que le confería el Estado de Derecho en buena parte de las sociedades avanzadas, asumiendo la función de guardián del orden desde las distintas instituciones estatales. Mientras, el poder real -conocido con el nombre de capitalismo-, dedicado al negocio económico, dejaba en manos de profesionales el cumplimiento de las funciones de gobierno de las masas y la protección pública de los intereses empresariales. Sin embargo, ya en la primera parte del siglo pasado, sobre todo la burocracia política, animada por el intervencionismo keynesiano, empezó a tomar conciencia de su propio valor y de la debilidad del patrón. El sentimiento de autosuficiencia alcanzó mayores cotas con el Estado del Bienestar, que permitió a la maquinaria estatal asumir funciones que desbordaban el sentido de la política tradicional y reforzaban el poder que en principio le había sido asignado. En este punto ya se había generado el problema, pero el capitalismo, atento a su negocio, tal vez no había reflexionado sobre ello, hasta que la globalización, amparada por el neoliberalismo político, permitió el auge de la burocracia transnacional.
En torno al tema, parece oportuno hacer una anotación previa sobre lo que se entiende por burocracia estatal y la posición del ciudadano en el marco del Estado, por cuanto inciden en el planteamiento de fondo de la cuestión que se trata.
Según se adelantaba, hoy puede decirse que el término burocracia, interpretado como clase social, es amplio y afecta no solamente a los empleados estatales, sino a los que han venido etiquetándose como políticos. En un plano general, el argumento parece confirmarse con el arraigo del Estado de Derecho en las sociedades fuertes, que ha reducido considerablemente las facultades discrecionales del ejercicio del poder político tradicional. Tampoco hay que pasar por alto el aspecto individual de entender la actividad política en términos de profesión. Weber ya deja claro este punto al distinguir entre los políticos que viven para la política y los que viven de la política. Con lo que dado el sentido utilitario presente en el sistema, la tendencia personal se inclina por lo segundo, con lo que los que viven para la política son una minoría irrelevante. Pero hay otro argumento a considerar, la política ya no se corresponde con el ejercicio del poder de manera autónoma respondiendo a una fuerza material que le sirva de soporte, porque la fuerza base es el capitalismo y este no ocupa el primer plano de la política -aunque sea por conveniencia- Su poder es difuso, puesto que no lo ejerce directamente, sino a través de personajes interpuestos que asumen la titularidad del poder político en las correspondientes instituciones del Estado. Si bien el poder sigue respondiendo al principio de fuerza soporte tolerada por la sociedad -primero, física y, más tarde, económica-, ha sido encauzado jurídica e institucionalmente sin dejar apenas espacio para el personalismo, ya que sus funciones aparecen constitucionalmente regladas y son fundamentalmente de carácter político-administrativo. En tales condiciones poca cosa resta por hacer al político profesional, como no sea cumplir con los mandatos legales y cobrar las retribuciones que tiene asignadas, así como los pluses que correspondan a su estatus político, anejos al moderado ejercicio del poder, disfrutando de ciertos privilegios al integrarse en la llamada clase política. Queda a salvo en su actividad la irrenunciable atribución de dirigir el funcionamiento del aparato estatal, ateniéndose a ciertos principios ideológicos del grupo al que representa, debidamente adaptados a las demandas de la ciudadanía a tenor de los resultados del proceso electoral.
Conviviendo con la burocracia política, se encuentra la burocracia tradicional, de naturaleza técnica, generalmente referida a la clase que acoge a ese personal que trabaja para mantener el funcionamiento de la maquinaria estatal en el orden puramente administrativo. La burocracia profesional, que generalmente accede a la función en razón a su capacidad y formación, ha venido estando a cumplir el horario laboral, trabajar lo indispensable, cobrar la nómina y los complementos, procurando no sobrepasar los términos fijados por la legalidad, bien respetándola o interpretándola a la medida de sus conveniencias. -salariales, laborales o simplemente personales-, en base a ese poder residual, derivado del ejercicio de la función estatal. Usando de la propaganda del sistema para justificar ante la ciudadanía posición y prebendas, no pierde oportunidad para publicitar que su actividad responde a la vocación de servicio personal y al interés público -de lo que los ciudadanos deben estar agradecidos-, procurando eludir en lo posible otra realidad como que el servicio se presta tanto a esos ciudadanos como a sí misma. Aquí el sentido clasista de la burocracia adquiere plenitud, derivado del oficio ejercido, estableciendo el principio de la distinción con la ciudadanía común que permanece situada en un estatus inferior, por cuanto depende de sus determinaciones. Los burócratas -expresión común que no implica un sentido peyorativo del término, como a menudo sucede- ejercen el control real sobre el Estado, al tener encomendada en exclusiva la aplicación y la interpretación de las leyes. Su posición permite que lejos de ser vistos como empleados se les considere una clase superior al ciudadano común, en razón a su relevante trabajo, incluso más allá del ejercicio de la función.
El ciudadano no está solamente sujeto a las leyes y a la política convencional, también se le ha puesto al servicio de la burocracia, pero lo llamativo es que tal realidad se enmascara, al punto de que, en ocasiones, se la da vuelta para disfrazarla, ponderando el ciudadano como ente sobre el interés público. De otro lado, modernamente el ejercicio burocrático ha mejorado sensiblemente. Por apuntar dos o tres ejemplos nimios de esta mejora. Se observa que el término tradicional vuelva usted mañana ha sido reemplazado por el de cita previa, sin duda respondiendo al principio de eficacia, pero ha pasado a ser requisito imprescindible para ser atendido, realmente pensado no en interés del servicio y del administrado, sino en el del empleado para que no se sienta agobiado. Decae el uso del papel, en el que el ciudadano expresaba libremente sus pretensiones en los términos previstos en la ley, ahora avanza hacia el formulario obligatorio, incluso entregado al reino de lo virtual, donde las entidades carecen de sede física conocida. Las comunicaciones, en interés de lo ecológico, seguramente para no saturar el planeta con la pesada carga del papel, son on-line. El tributo a la informatización obedecería a la rapidez en la gestión, pero la lentitud sigue en su puesto, sobre todo si se trata de asuntos que interesan al ciudadano y no conviene a los intereses de la burocracia. Hay que añadir que incluso las condiciones laborales van por buen camino, mejores sueldos y complementos, más periodo vacacional, menor horario e incluso una distribución racional del trabajo, para conciliarlo con ocio y bienestar. Todo parece racional, pero persiste la duda de si, tras la eficacia que se invoca, no se encuentra como proyecto conductor buscar la simple comodidad del empleado.
Apoyándose en estos pequeños detalles, la burocracia tradicional ha visto crecer su influencia en los asuntos del Estado, se impone sobre el administrado e incrementa ese poder residual del que dispone frente a la burocracia política que ejerce el poder oficial moderado por las leyes. Sobre estas bases de poder, entre ambas burocracias se han creado servicios, buscando el amparo del manido interés general, con lo que la burocracia general ha adquirido dimensiones gigantescas en número y competencias, auxiliada por las nuevas tecnologías, para suplir incluso casos de incompetencia, aliviar carga de trabajo -sin reducir salarios- y aprovechando la ocasión para arrasar espacios privados, liquidando intimidad, libertad y derechos, que el ordenamiento jurídico dice reconocer a los ciudadanos
Ante este panorama, podría preguntarse, ¿qué papel político corresponde realmente al ciudadano común?
Simplemente vota, mientras la burocracia gobierna. La burocracia política piensa en él como votante colectivo y le mira de reojo como súbdito. En su condición de administrado simplemente obedece, está al resultado del reparto de la recaudación -confiando en que funcione en términos de equidad-, contribuye económicamente al sostenimiento del sistema y sigue el juego de las apariencias, dando credibilidad a la doctrina oficial. En cuando a sus relaciones con el capitalismo como poder real representa el papel de consumidor.
¿Donde radica el problema de la burocracia? En cuanto al ciudadano las cosas están claras dada su condición de súbdito, y como tal, no hay problema. Por lo que respecta a la burocracia el panorama ha cambiado.
Hasta tiempos cercanos se seguía el buen camino dentro del modelo de las sociedades privilegiadas, porque la burocracia política y la técnica cumplían con sus respectivas funciones conforme a las reglas del sistema dominante. Una, dirigiendo la maquinaria política según los cánones establecidos por el poder real, ejerciendo ese otro poder oficial dentro del marco estatuido, satisfecha con desempeñarlo sobre sus súbditos con sentido de totalidad, aunque, al tener que someterse a las instrucciones laxas del capitalismo, notaba mermada su autoestima. La otra, haciendo operativo el aparato estatal, manteniendo las distancias con la masa y conservando el privilegio de clase, igualmente se sentía satisfecha con la parte que le correspondía en el ejercicio del poder, aunque fuera residual. El capitalismo no tenía nada que objetar, porque el orden, bienestar y progreso estaban garantizados. Los ciudadanos apenas conspiraban, contenidos intelectualmente por la propaganda -encargada de cantar las virtudes del sistema-, la publicidad comercial y las nuevas tecnologías. Sus empresas seguían vendiendo y, en términos generales, los balances estadísticamente mostraban números verdes. Todo marchaba bien.
La dinámica capitalista impulsada por las empresas, desembocó en los Estado-nación que sobrepasaban aquellas primitivas funciones estatales de guardianes del orden, dando al bienestar de las masas y al progreso campo de desarrollo real para satisfacer los avances tecnológicos soporte del desarrollo empresarial. Tal aspiración llevó al Estado a comprometerse directamente en el desempeño de un nuevo papel paternal, asumiendo tantas funciones que desbordaron a la primitiva burocracia, e incluso el Leviatán hobbesiano se quedó pequeño. Pero el asunto no se recondujo a ese punto, el Estado benefactor y plurifuncional, ocupado en desarrollar los principios de orden, bienestar y progreso de sus ciudadanos, extendió aún más sus atribuciones caminando hacia el desarrollo de la idea imperial. Desde los Estados hegemónicos y los organismo internacionales se construyeron bloques en los que la burocracia, ahora imperial, tomó el control, imponiendo los mismos principios que la burocracia nacional, agudizando el ingenio para hacerse imprescindible en el nuevo proyecto, con la mirada puesta en pasar a ejercer un poder real, y no solamente oficial.
Hoy la fidelidad de la burocracia, política y técnica, empieza a ser cuestionada por el gran patrón. La primera, porque aspira a mayores cotas de poder; la segunda, porque necesita imperiosamente conservar la condición de clase dependiente del empleo. La burocracia dominante que preocupa al capitalismo es la surgida al amparo del desarrollo del Imperio, donde esos pequeños aspectos de poder que percibe el ciudadano a cada paso, se multiplican, ya que afectan a un mayor número de personas, traducidos en ocurrencias para asegurarse el puesto. Al punto de que, desde argumentos análogos a la burocracia local, amenaza con convertirse en un poder artificial, simplemente soportado en la burocracia misma, es decir, en su influencia sobre los asuntos públicos. Lo que económicamente obstaculiza el funcionamiento del capitalismo, por ejemplo, poniéndose obstáculos u objeciones al desarrollo global de las multinacionales, impulsando a su aire los flujos del dinero, moviendo los tipos de interés a conveniencia o diseñando inflaciones o deflaciones fuera del control capitalista. En el aspecto político, la burocracia ha impuesto un modelo de política desde la burocracia, es decir, primando la profesionalidad del que vive de la política, creando dependencia política de esta clase, con menoscabo del capitalismo político.
Se aprecia que la burocracia política quiere volar por su cuenta, y no le faltan razones, baste citar algunas. Primero, depende del electorado, al que hay que entretener con banalidades políticas de progreso al margen de las previsiones capitalistas. Segundo, el político profesional ha venido acreditando su valía frente a la inconstancia del que vive para la política o la del capitalista aficionado a la política. Tercero, el desarrollo del Imperio al aire de la globalización ha roto con el control capitalista sobre el Estado-nación y ha internacionalizado los cánones políticos reforzando el papel de la nueva burocracia. Cuarto, al contar con el monopolio del dinero, que como ya dejó claro Hayeck depende del Estado, la burocracia ha pasado a controlar su flujo, lo que crea situaciones de dependencia para el capitalismo.
Como consecuencia, la burocracia política ya no se mueve obligatoriamente al dictado capitalista, ahora, apoyada, entre otras circunstancias, en la grandeza del Imperio, la amplitud de sus funciones y su papel en la circulación del dinero, aspira a tomar poder propio, aunque no cuente con una base sólida, ya que el soporte electoral es temporal, e incluso se pasa por alto que la burocracia política surgida de los Estados capitalistas ejerce un poder prestado. Al igual que sucede con la burocracia técnica, sin perjuicio del atractivo del ejercicio del poder, se preocupa por la conservación del empleo, las prebendas, la clase y el acicate de la distinción social. Desde tales planteamientos, en los que hay coincidencia de intereses entre ambas, se construye un frente común contestando al capitalismo, imponiendo la profesionalidad de la burocracia sobre la capacidad política de los propios capitalistas, al objeto de establecer dependencia inversa, vendiéndose además como material imprescindible y exclusivo para el ejercicio político. El capitalismo no puede pasar por alto que la burocracia, además de su profesionalidad, dispone de otras dos armas eficaces a fin de ganarse la obediencia y el apoyo de las masas, la legalidad y el dominio de la propaganda. Por tanto, aunque han surgido argumentos para que el capitalismo ya no pueda confiar en la burocracia oficial, ¿podrá encomendar a sus empresarios la tarea política? Esta es la disyuntiva a la que se enfrenta el capitalismo.
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