¿Debemos temer a las máquinas? Es una pregunta que preocupa a los trabajadores desde la Revolución Industrial. Ya en el siglo XIX, los luditas ingleses destrozaban los telares que mecanizaban su trabajo. Hoy la automatización del trabajo es a la vez fetiche y fantasma en la prensa, que intercala reportajes aduladores del último gran test […]
¿Debemos temer a las máquinas? Es una pregunta que preocupa a los trabajadores desde la Revolución Industrial. Ya en el siglo XIX, los luditas ingleses destrozaban los telares que mecanizaban su trabajo. Hoy la automatización del trabajo es a la vez fetiche y fantasma en la prensa, que intercala reportajes aduladores del último gran test de coches autónomos con artículos que echan la culpa a los robots del descenso en la calidad de vida, el desempleo y la miseria que vendrán. Los avances tecnológicos, repite el discurso dominante, amenazan con llevarse por delante puestos de trabajo, desde los cajeros del supermercado a los camioneros, pasando por los contables. Pero son también inexorables, como un fenómeno climático sin responsables, beneficiarios ni capacidad de acción colectiva que lo modele. Eso deja la izquierda desdibujada, incapaz de ofrecer respuestas, y a menudo temerosa de los avances. Para Nick Srnicek y Alex Williams, autores de Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo (Malpaso), lo que se presenta como crisis es, en realidad, una oportunidad. Las nuevas tecnologías ofrecen posibilidades nunca vistas para alcanzar metas emancipadoras. Pero la izquierda debe darse prisa, abandonar toda tentación de ludismo, y articular un programa que explote y democratice los beneficios del progreso. Srnicek (Canadá, 1982), ensayista, filósofo, doctor en Relaciones Internacionales y profesor en la Universidad de Westminster (Londres), expone a CTXT las líneas maestras de ese programa, que pasa por la reducción del trabajo y la introducción de una renta básica.
El libro empieza con una pregunta provocadora: «¿Adónde ha ido a parar el futuro?». ¿Hasta qué punto hemos perdido la capacidad colectiva de imaginarnos un mundo mejor?
La hemos perdido. Siempre pregunto a mis estudiantes: «¿Creéis que viviréis mejor que vuestros padres?». El 90% dice que no. Se ha esfumado la sensación de que las cosas pueden mejorar. Hay que tener en cuenta las condiciones materiales que nos han llevado hasta aquí: hemos vivido el deterioro de los movimientos de clase trabajadora que viene desde la Segunda Guerra Mundial, y cuarenta años de neoliberalismo que dan a entender que nada cambia en lo fundamental, y que el sistema está organizado para beneficiar a los más ricos y poderosos. Dadas esas condiciones, es muy entendible que la gente claudique ante las pocas esperanzas para el futuro.
¿Cuáles son las consecuencias de esa pérdida de esperanza?
Vemos cómo la gente abandona a los partidos tradicionales, o a sus representantes, y sus proyectos de futuro, e intenta construir algo nuevo. Tanto Jeremy Corbyn en el Partido Laborista británico como Bernie Sanders en EE.UU. o Podemos en España son reflejos de eso. Hay cambios en las condiciones materiales que por lo menos posibilitan que surja un horizonte mejor. Ahora es cuestión de encontrar la expresión política adecuada.
Esto engarza con su argumento de que el desarrollo tecnológico, al contrario de lo que teme la izquierda, no aleja, sino que acerca, las posibilidades de emancipación. ¿A qué clase potencial no explotada se refiere?
El ejemplo en el que nos centramos en el libro son las tecnologías de automatización del trabajo. Se podría automatizar todo un abanico de trabajos aburridos y sin sentido. Es una de las demandas originales del movimiento obrero, la reducción del trabajo, desde las jornadas de 80 horas semanales a las de 40. Incluso en los años 30, se creía que pronto se alcanzaría la jornada de 20 horas semanales. Hoy lograr esa demanda clásica es más posible que nunca. Sucede lo mismo con la democracia económica: las tecnologías digitales nos permiten tener mucho más que decir en lo que sucede, cómo se hacen las cosas y de qué valores queremos imbuir nuestras decisiones económicas. Hoy la democracia económica es mucho más posible que antes. Algo parecido ocurre con las identidades: las tecnologías disponibles que permiten que la gente cambie de sexo si así lo desea ofrecen posibilidades fantásticas. De nuevo, es un desarrollo tecnológico reciente el que hace posibles demandas tradicionales de la izquierda.
También menciona el software libre o la impresión en 3 dimensiones. ¿Qué le hace pensar que tienen potencial emancipador?
Las aplicaciones más interesantes ahora mismo tienen que ver con experimentos de imprimir una casa. Habría cemento que viene ya preparado con el aislamiento, el cableado y las tuberías y se pueda imprimir una casa extremadamente barata. Aunque falta mucho por desarrollar, la impresión en 3D ofrece un gran potencial para resolver la crisis de vivienda, desde los guetos de los países pobres a la falta de vivienda social en Londres.
Supongo que el problema entonces sería quién es dueño de la impresora y de la tierra.
Sí. Lo más sencillo sería tener una impresora 3D nacional que imprima vivienda social. Nacionalizar las impresoras 3D. Eso es lo que necesitamos.
Sobre la cuestión de la propiedad y la escala: incluso con los avances tecnológicos de los que habla, nada de lo que viene describiendo está disponible para la mayoría de la población. ¿Qué nos impide disfrutar de esos avances?
El capitalismo, dicho lisa y llanamente. Tres mil doscientos millones de personas en todo el mundo necesitan trabajar para ganar un salario con el que sobrevivir. Dependen del mercado de trabajo para conseguir cualquier dinero. Esto supone toda una serie de exigencias para los trabajadores: tienen que salir a competir los unos con los otros por el trabajo. Eso hace que bajen los salarios, y a su vez otorga más poder a los propietarios de los medios de producción, los dueños del capital, el 1% de la población que es dueño del 50% de la riqueza. Esas simples relaciones de propiedad tienen repercusiones en el resto de la sociedad. Podríamos vivir en una sociedad en la que la gente no tenga que trabajar. Tenemos la tecnología disponible para ello. Pero también tenemos las relaciones sociales que exigen que la gente trabaje para sobrevivir. Librarse de esas relaciones sociales debería ser el gran proyecto de la izquierda y es alcanzable en las próximas décadas.
¿Qué le hace pensar que lo es?
De nuevo, tiene que ver con las posibilidades materiales. Tradicionalmente, esto hubiera supuesto grandes recortes en calidad de vida. Hoy tenemos la capacidad de mantener nuestro nivel de vida, reducir la huella ecológica y librarnos del trabajo asalariado. Lo más difícil no son las posibilidades materiales, sino construir la capacidad colectiva, especialmente bajo la presión devastadora a la que nos ha sometido el neoliberalismo. Pero lo hemos hecho en el pasado, y volveremos a hacerlo.
Cuando habla de trascender el trabajo asalariado, ¿piensa en una renta básica que desligue el trabajo del ingreso?
Es la manera más útil de enfrentar esa cuestión, aunque hay grupos anarquistas que han experimentado con la ayuda mutua y otras vías de construir un sistema de reproducción al otro lado del capitalismo. Es interesante aprender de esos experimentos, pero tienen sus límites.
Hay quien respondería diciendo que el trabajo es importante para el ser humano, y que el problema son la explotación y las malas condiciones laborales. ¿Está en desacuerdo?
En absoluto. Creo que la gente necesita un proyecto significativo en el que trabajar y esforzarse, pero pensar que la única manera de hacerlo es mediante el trabajo asalariado es equivocarse. La mayoría de la gente encuentra sus trabajos aburridos y sin sentido.
Volviendo a lo que llama «la parálisis del imaginario social». La atribuye al ascenso del neoliberalismo, pero también al declive de la socialdemocracia. ¿Cómo se sale de ese punto muerto?
En 2008, cuando la mayor crisis del capitalismo en décadas llegó, parecía una enorme oportunidad para la izquierda. Pero nadie tenía las ideas necesarias para hacer uso de esa oportunidad. Eso contrasta con lo que hicieron los neoliberales en los 70: tenían un análisis del capitalismo keynesiano, los problemas a los que se iba a enfrentar y sus soluciones. Cuando llegó la crisis, la utilizaron como oportunidad. Así que debemos desarrollar una serie de ideas que nos permitan aprovecharnos de lo que inevitablemente será otra crisis en los próximos cinco años, para construir un proyecto más amplio.
Ha mencionado a Sanders y a Corbyn. Mucho de lo que proponen son, en el fondo, medidas socialdemócratas. En su libro, defiende que «podemos aspirar a algo más» que la socialdemocracia. ¿Qué tienen de malo las respuestas socialdemócratas a la crisis?
Cuando hablo de socialdemocracia, me refiero al sistema de bienestar cimentado en el pleno empleo, a menudo de un cabeza de familia masculino, con toda la división de género que lleva aparejado. Podía haber pleno empleo siempre que la mitad de la población se quedase en casa. Obviamente, no aspiramos a volver a eso, ni a la explotación continuada de países por todo el mundo, la división colonial, que también estaba en la base de aquel sistema. Pero el problema fundamental es que el pleno empleo ya no es posible.
¿Por qué lo dice?
Si analizamos los datos, el capitalismo ya no produce suficientes empleos, ni cuantitativa ni cualitativamente. Desde 2008, todos los empleos netos creados en EE.UU. han sido ‘acuerdos de empleo alternativos’: trabajo temporal, freelance, a tiempo parcial… Uno puede imaginarse al capitalismo produciendo más empleos de ese tipo, pero no son significativos ni suficientes para la gente. Tenemos que construir un sistema social que no dependa del pleno empleo.
Acuña un término –‘folk politics’, política folclórica- para explicar las insuficiencias de los movimientos sociales para enfrentar los problemas de nuestro tiempo. ¿Qué significa el término y qué relevancia tiene?
La política folclórica es el sentido común dominante en la izquierda, tanto en los académicos como en los activistas, que guía sus acciones. Cambia con el tiempo. Hoy en día, todos nos hemos volcado hacia la inmediatez para encontrar solución a nuestros problemas. Si el problema es que las élites no nos escuchan, la solución es la democracia directa local. Si tenemos un cambio climático masivo, cultivemos en nuestros jardines, y sigamos la dieta de las cien millas. O si el problema es el sistema financiero global, adoptemos monedas locales para escaparnos de él. Subyace una presuposición de que si nos retraemos al nivel local más inmediato, podremos resolver problemas de gran escala. Lo vimos en Occupy Wall Street y, en cierta medida, en la Nuit Debout, en Francia, donde la gente se movilizó para asambleas generales, en las que se debatía, pero luego no se intentó expandir el movimiento, incorporar una serie de demandas que pudieran excluir a cierta gente pero hicieran el proceso mucho más interesante, ni construir sistemas organizativos duraderos.
¿Cree que esta ‘política folclórica’ está relacionada con el miedo al poder?
Más bien una actitud de sospecha hacia el poder. Muchas de estas ideas surgieron en los 60 y 70, cuando las organizaciones de izquierda dominantes eran muy excluyentes para ciertas minorías, y muy autoritarias. En aquel contexto, resistirse a esas dinámicas era algo lógico y útil. Desde entonces, perdura una sospecha del poder. Pero el poder es absolutamente necesario para lograr el cambio político. Tenemos que arriesgarnos a usarlo.
Se detiene a analizar algunas tácticas como las recogidas de firmas o incluso las huelgas, que dice que han perdido su utilidad para cambiar estructuras de poder. ¿Por qué ha sucedido esto?
Casi a diario, la gente recoge firmas para toda clase de causas. Ya no significa nada. Es una idea colectivista, que permite el acceso fácil para la participación, pero pierde todo significado. Con las huelgas, al menos en occidente, el capital ha ganado mucho poder sobre el trabajo. Si hay una huelga en una fábrica de Canadá o EEUU, la empresa puede trasladarla a otro país muy fácilmente. Las huelgas ya no tienen el poder de antes. Hay espacios en las que lo tienen. Por ejemplo, aquí en Londres, el sindicato de transportistas que se encarga del metro tiene un enorme poder, porque cuando va a la huelga paraliza la ciudad. Gente como el antiguo alcalde, Boris Johnson, son conscientes de eso y han intentado quitarles ese poder automatizando los trenes.
Es interesante que mencione eso. Es justo lo contrario a lo que propone usted. ¿Qué le hace pensar que alguien como Boris Johnson pueda ver la automatización como una herramienta para quitarles poder a los trabajadores, o que muchos de estos la vean como una amenaza, aquello que se llevará por delante su trabajo?
Tienen razón. El poder del capital es tal que cualquier grupo con poder, como el sindicato del transporte o el de estibadores en EEUU, va a recibir ataques principalmente por la vía de la automatización. Durante las últimas cuatro décadas, la automatización ha traído consigo desaparición de trabajos clásicos de la clase media, y ahora tenemos una nueva oleada tecnológica que nos lleva a la automatización de gran parte de los trabajos de baja cualificación y mal remunerados. Veremos cómo aumenta la presión para lograr trabajos más precarios, a tiempo parcial y eventuales. Así que la cuestión no es si rechazamos la automatización, sino cómo aceptamos que va a suceder inevitablemente y nos adelantamos para construir un sistema que permita que no sea tan devastadora para los trabajadores.
¿Cómo se hace eso?
En parte, es cuestión de que los sindicatos establezcan conexiones con la comunidad, fuera del lugar de trabajo, que pierde potencia como espacio de lucha con la automatización. Hay que pensar en cómo intervenir e interrumpir los procesos sociales más amplios del capitalismo, no solo la producción. El movimiento Black Lives Matter ha entendido esto, al bloquear sistemas de transporte como los trenes y las autopistas. Pero, en último término, se trata de otorgar control público sobre qué se automatiza, en qué tecnologías se invierte y cuáles se utilizan. También hay que construir el sistema social. Si es necesario menos trabajo, reducir la jornada laboral es una manera muy útil de hacerlo. Mi preferencia es recortar un día de trabajo semanal, para llegar a las 32 horas, con los viernes libres y fines de semana de tres días. Ya existen los ‘puentes’, y nos encantan, por lo que creo que podríamos utilizar un sentimiento populista para articular esta demanda.
Volviendo a la democracia directa: señala usted que el principal problema de la democracia hoy no es tanto que la gente no tenga capacidad de decisión sobre todos los aspectos de su vida, sino que los asuntos más importantes de nuestras vidas escapan al control democrático. ¿Cómo se reinventa la democracia cuando esos problemas son tan grandes que a menudo trascienden el Estado?
Es una pregunta muy grande. No es cierto que queramos poder decidir sobre cualquier aspecto de nuestras vidas colectivas. Si piensas en la promesa de la privatización del agua, se supone que abrirá la libertad de elección a todo el mundo. Pero la respuesta es obvia: no queremos libertad de elección sobre el agua. Queremos abrir el grifo y que salga agua limpia y saludable siempre que la necesitemos. Sucede lo mismo con muchos de los asuntos básicos de nuestra existencia: queremos estar seguros de tenerlos disponibles, para poder dedicarnos a cuestiones más importantes. Parte del problema es cómo concebir una democracia que nos dé poder no tanto sobre todo sino sobre las cuestiones más importantes. Esto significa tener mecanismos que nos permitan decir que lo que era un asunto mundano pasa a ser político de nuevo.
También señala que los movimientos sociales tienden a ganar solamente batallas pequeñas, mientras pierden terreno en lo fundamental. ¿A qué se refiere?
Un ejemplo clásico son las sucesivas luchas que hemos tenido en el Reino Unido para evitar el cierre de diferentes hospitales locales. Son proyectos políticos loables, con sentido y útiles, pero, por otro lado, la situación más amplia es que tenemos un gobierno conservador que trata de privatizar la sanidad. No se trata, por tanto, de batallas individuales. Debemos articular una narrativa que deje claro cómo estas cuestiones están conectadas a un sistema más amplio y construir organizaciones que no se centren en un asunto, sino que estén conectadas entre sí.
¿En qué consiste la política que propone como alternativa?
Brevemente, es un proyecto contrahegemónico para construir una sociedad del postrabajo. No es todavía poscapitalista, sino de transición hacia un proyecto de sociedad que pueda serlo. No es la eliminación total del trabajo, algo que sería imposible, sino su reducción masiva. También consiste en eliminar la necesidad de la gente de tener un trabajo para sobrevivir. La renta básica es la mejor manera de lograrlo.
Fuente: http://ctxt.es/es/20170503/Politica/12530/trabajo-capitalismo-empleo-renta-basica-sociedad.htm