La libre elección es hoy nuestra jaula. La imposibilidad para vivir aquí y ahora es su consecuencia
«La asombrosa realidad de las cosas / es mi diario descubrimiento / Cada cosa es lo que es, / y es difícil explicarle a nadie cómo me alegra esto / y cuánto me basta. / Basta existir para sentirse completo»
(Alberto Caeiro)
El pensamiento crítico reprocha a nuestra sociedad vivir aplastada en un «presente perpetuo»: un presente cerrado sobre sí mismo, sin apenas memoria del pasado ni proyecto de futuro. Nuestro problema, desde esta perspectiva, es que vivimos a corto plazo, en lo inmediato, con el presente como único horizonte posible. Sobre todo la gente más joven. Y lo que nos hace falta es recuperar el «sentido histórico» -porque sólo el pasado esclarece el presente- y la facultad de la esperanza, la apertura a otros futuros posibles.
Pero, ¿estamos seguros de esto? ¿Vivimos realmente instalados en el presente, es ese nuestro problema?
No se diría si consideramos la cantidad de gente que acude hoy a terapia para que le ayuden a recuperar la capacidad de vivir aquí y ahora porque su cabeza no para nunca de viajar entre lo pendiente y lo posible: mails por contestar, entregas que acabar, nuevos proyectos que abrir, etc.
No se diría si consideramos lo extendido que está el llamado síndrome FOMO (fear of missing out), esa sensación recurrente de «estar perdiéndote algo», de que «la vida de los demás es más interesante que la tuya», de que «algo va a pasar» y no es ahí donde tú estás; la compulsión bulímica a consumir «experiencias de vida», a pasar de una a otra sin estar nunca aquí y ahora.
No se diría si consideramos la multiplicación de «cronopatologías»: la percepción de que el tiempo se acelera, de que «no hay suficientes horas» y de vivir permanentemente en una «fuga hacia adelante» que hace imposible la experiencia de un tiempo pleno y completo, el disfrute de una duración (estar con gusto, estar en algo).
No. No vivimos excesivamente instalados en el presente. Es un error del pensamiento crítico contemporáneo, un desfase entre la teoría y la experiencia cotidiana. Nuestro problema más bien es el contrario: la incapacidad generalizada para estar aquí y ahora, la erosión de la atención. No vivimos encerrados en ningún presente perpetuo, sino en un tiempo contraído entre los pendientes y los posibles.
Este me parece que es el corazón y uno de los hilos centrales del último libro del Comité Invisible, titulado significativamente Ahora. Un libro abarrotado, como los anteriores, de poderosas imágenes, reflexiones y sugerencias para captar el presente en clave de transformación social.
Ni la mejor terapia, ni el mejor cursillo de mindfulness pueden modificar las condiciones de vida que nos generan tanto malestar. En el mejor de los casos, nos ayudan a elaborar de un modo más positivo nuestra relación con ellas, minimizando los daños. En el peor, nos enseñan a «vivir bien en un mundo que está mal», fomentando la anestesia y la desconexión de lo común como vías de salida y curación.
La propuesta del Comité Invisible es muy distinta: entender lo que nos pasa desde una crítica radical de la vida cotidiana y pensar el cambio social como un ejercicio de atención plena a las potencias que laten ya en las situaciones que atravesamos (y nos atraviesan). Revincular la regeneración de nuestras capacidades y la transformacion de nuestras condiciones de vida, la sanación y la revolución.
La uberización del mundo
¿Qué está pasando? ¿Cómo hemos perdido el presente, quién nos lo ha robado? Según el Comité Invisible, la explicación hay que buscarla en la expansión del dinero como mediación de toda relación social, la mercantilización generalizada.
Pensemos en lo que representa por ejemplo la llamada «economía colaborativa», Uber o Airbnb. Es la extensión de la racionalidad instrumental en ámbitos y espacios donde aún no había penetrado: a partir de ahora un cuarto vacío en casa o un asiento libre en el coche serán vistos como «ocasiones de negocio» aprovechadas o perdidas. Se puede calcular sobre cualquier trozo de la realidad… y la precariedad azuza.
Existencialmente, el trabajo ha perdido centralidad en nuestras sociedades porque ya no lo hay, es precario e intermitente, no estructura sólidamente la vida. Pero a la vez todo se ha vuelto trabajo: una fiesta es la ocasión de «hacer contactos», estar en las redes sociales es un modo de «ganar visibilidad», las relaciones sociales son consideradas un «recurso» (hay que distinguir primero entre «relaciones que aportan» y «relaciones tóxicas»), etc.
Nuestras destrezas, capacidades y saberes son «capital humano» que debemos cuidar y gestionar. Somos a la vez el producto, el productor y el vendedor del producto. Cada cual su propia empresa, guiada por el esfuerzo constante de autovalorización.
El Comité Invisible cita la novela de Bernard Mourad Los activos corporales, que recrea la ficción de un capitalismo extremo en el que las personas pueden salir a bolsa como «sociedades unipersonales» en el marco de la «Nueva Economía Individual». Pero no se trata de ninguna ficción, sino de la exageración de la realidad que ya vivimos. Especulamos constantemente sobre nuestro valor: hay que hacerse creíble, merecer crédito, que nos acrediten; aumentar nuestra apreciación, atractivo y reputación. Por cierto, Mourad fue consejero especial de Emmanuel Macron en las últimas elecciones francesas.
El capital se hace mundo y produce su humanidad. Y quienes llevan esta tendencia al extremo son curiosamente nuestros héroes (y heroínas): los futbolistas, los actores, los youtubers, los autores de éxito, etc. Compadezcámoslos, nos dice el Comité Invisible, porque viven peor que nadie: en un tour de auto-promoción permanente, encadenados a un capital-reputación que gestionar sin tregua, obligados a gustar a un público cada vez más abstracto. Son dinero viviente.
En definitiva, la humanidad se vuelve «optimizadora». El cálculo pérdida-ganancia, la búsqueda de rentabilidad y la evaluación utilitaria de todo (nuestro cuerpo, nuestros saberes, etc.) se aplican en cualquier momento y lugar. Incluso los pocos gestos gratuitos que nos permitimos -un regalo, un don, un favor- se valoran en vistas a un beneficio futuro. Hacemos fracking en el subsuelo de la tierra y en el subsuelo de nosotros mismos.
Pero, ¿cómo se relaciona todo esto con la cuestión del tiempo, del presente, del aquí y ahora?
Es muy sencillo: ya nada es lo que es, sino lo que podría ser, lo que podríamos ganar con ello. Siempre puede haber algo más, algo mejor. Mejor que la persona que tengo al lado, mejor que el lugar en el que me hallo, mejor que lo que estoy haciendo. Vivir aquí y ahora implica una renuncia insoportable a lo que podría ser, es de losers.
El dinero todo lo difiere, dice el Comité Invisible. Vivimos escindidos: estamos aquí, pero también allí, al acecho «de algo más». Nada alegra o basta por sí mismo, nada es completo y redondo en sí mismo. La vida está en otra parte. Lo existente se nos aparece en forma de opciones, equivalentes e intercambiables, y siempre puede haber una mejor. La libre elección es hoy nuestra jaula. La imposibilidad para estar-ahí y la incapacidad para estar-con son sus consecuencias.
El tejido de las situaciones
¿Contra qué atenta esta expansión «totalitaria» del mercado? ¿Qué perdemos de vista cuando optimizamos? ¿Con qué dejamos de tener relación?
No es el «yo» o el «verdadero yo», como nos dicen tantas filosofías terapéuticas o New Age, sino el mundo y la vida entendidos como una multiplicidad infinita y concreta de situaciones que nos atraviesan y constituyen.
Como explica Juan Gutiérrez, somos seres abiertos y engarzados a otros seres. Vivimos vinculados con los otros, pero también con las cosas, los lugares, las máquinas y los demás seres vivos. La memoria nos engarza con los muertos y los no-nacidos heredan las consecuencias de nuestros actos. Somos engarces, siempre singulares, de un tejido del que también somos tejedores.
Por tanto, el territorio de resistencia no es el Yo, sino los entramados materiales y simbólicos en los que estamos inscritos, que somos. Lugares vivos por los que sentimos apego, situaciones de vida que nos conciernen, vínculos que nos hacen y deshacen. Todo lo que nos afecta, nos concierne, nos apasiona, nos sostiene o nos ata a la vida. Ese tejido es nuestro aquí y ahora. El primer gesto de revuelta es percibirnos inmersos en esa trama, en esa gigantesca malla.
Según el Comité Invisible, la actual «fragmentación del mundo» es una ocasión para percibirnos mejor en ese plano de realidad. ¿En qué sentido?
Por todas partes estallan las formas de lo Uno: las formas trascendentes, centralizadoras y homogéneas de organizar la vida en común. La Ley y el Derecho, ideadas para una ciudadanía indistinta y abstracta, se pulverizan en mil decretos, normas y legislaciones de excepción con vistas a cuestiones o sujetos específicos; el Estado-nación se ve hoy superado por arriba (debe doblegarse a poderes globales) y cuarteado por pulsiones independentistas, secesionistas o autonomistas por abajo; las identidades fuertes (la Humanidad, el Trabajador) ya no funcionan como polos de identificación; y la biografía, como narrativa unitaria y coherente del Yo, se desmigaja en una sucesión de «estados», como nuestros perfiles de Facebook.
Podemos sin duda lamentar este desmantelamiento. Deplorar la disolución de las viejas formas de pertenencia e identidad. Criticar, desde el resentimiento hacia el presente, el «caos» que emerge y prolifera por todos sitios. Hay buenas razones: la fragmentación es también choque y guerra civil entre distintas formas de vida, multiplicación de burbujas autorreferenciales, aislamiento y babelización.
Pero también es posible, como sugiere el Comité Invisible, abrazar la fragmentación. En el fondo, las formas de lo Uno recubrieron siempre con abstracciones los vínculos situados que somos: territorios, apegos, comunidades, hermandades y sororidades. La fragmentación los pone por el contrario al descubierto, los hace visibles.
En lugar de quejarnos de lo que ya no hay y debería haber (Estado, padre, sindicatos), podemos sumergirnos en el caos del presente, ver también sus potencias, aprender a relacionarnos con él sin distancia, la distancia de un Ideal, de un Modelo de cómo deberían ser las cosas. Partir de lo que hay para generar los vínculos, los lugares, los saberes y las comunidades que nos hagan más fuertes, más libres y más felices.
La política y lo político
El Comité Invisible nos dice: el tejido de las situaciones de vida es el plano de realidad donde habitan las potencias de transformación del mundo. Es decir, la potencia está ahí donde estamos, no en otra parte.
Pero la concepción clásica de la política nos dirige todo el rato hacia esa «otra parte». Nos tienta siempre en un mismo sentido: abandonar las situaciones de vida, juzgadas como demasiado «limitadas», «pequeñas» o «aisladas», para empezar a jugar en otro dominio «más serio», «más global»: el poder político, el Estado, las instituciones, etc.
«La política» se piensa así como una esfera particular, separada y diferente de la vida cotidiana, donde se decide sobre «lo general», sobre «lo de todos». Una esfera que es siempre propia de especialistas y expertos: los políticos o los militantes revolucionarios que aspiran a sustituirlos, tanto da.
Lo importante nunca está aquí y ahora, en este pedazo de realidad concreta que comparto con estos otros también concretos, sino siempre «más arriba», «más allá», «más tarde». En el Estado, en la dimensión europea de las luchas, en la revolución venidera…
Este planteamiento reproduce las condiciones de espera en dos sentidos al menos:
En primer lugar, se abandona el plano vital donde habitan las potencias, instrumentalizándolo y vaciándolo para mejor «asaltar los cielos», pero pronto se descubre que el cielo del poder es un lugar de pura impotencia. Es inútil esperar por ejemplo que Manuela Carmena o Ada Colau vayan a detener por sí solas la gentrificación que vuelve inhabitables nuestras ciudades mientras los demás seguimos con nuestra vida igual. Y es inútil también criticarlas por ello: es la queja del consumidor iluso al que le habían prometido otra cosa. Criticar es otra manera de esperar.
En segundo lugar, se genera una militancia permanentemente insatisfecha, ansiosa y que salta de una cosa a otra sin profundizar en nada. Se crean y se abandonan colectivos, los vínculos se vuelven muy instrumentales, la angustia es permanente. Porque nada vale en sí mismo, todo es medio para un fin (que nunca llega). Y si todo es medio para un fin, nunca hay verdadera presencia, nunca hay verdadero presente, nunca hay verdadera plenitud.
De ese modo, el militante político está aquejado finalmente de los mismos males que el «empresario de sí mismo» neoliberal: agobiado en mil proyectos, corriendo como el hamster en la rueda, siempre proyectando «algo más», desea secretamente que lleguen las vacaciones para «desconectar». Es muy importante pensar esto a fondo: el mercado y la política son dos figuras del nihilismo, es decir, dos formas de la desvalorización del aquí y ahora en nombre de un «más allá». Dos figuras de la falta.
El Comité Invisible sugiere distinguir «la política» de «lo político». «Lo político» no sería una esfera o un dominio propio. No sería un nombre, sino un adjetivo. Es decir, no ocurre «más allá» de las situaciones de vida, sino que es una cierta intensificación o declinación de estas.
Lo que hay aquí y ahora no es «restringido», «limitado» o «pequeño», como nos dice la concepción clásica de la política, sino infinito. Sólo desde aquí podemos entender lo que ocurre allí, como sólo tras el atentado de 2004 en Madrid pudimos entender lo que ocurría a diario en Irak. Sólo desde «ahora» podemos relacionarnos de forma viva con el pasado, que también fue un ahora y sólo puede volver a cobrar vida si lo leemos desde las búsquedas del presente.
No se trata de «pasar» de lo pequeño a lo grande. Porque eso que llamamos grande, general o global no es sino un «compuesto» de situaciones particulares, un «efecto de conjunto» de una multitud de interacciones inmediatas y minúsculas. Cada situación contiene en sí mismas todas las potencias: se trata de desplegarlas. Y de producir nuevos compuestos, nuevos entrelazamientos entre ellas.
Desmercantilizar
Recapitulamos: nuestro problema no es vivir excesivamente instalados en el presente, sino en un tiempo contraído entre la lista de los pendientes y la proyección de los posibles.
Esta contracción del presente tiene que ver con la expansión «totalitaria» de las relaciones de mercado a toda la vida social: cualquier espacio, cualquier momento se vuelve una «ocasión de negocio». Nunca es lo que es, sino lo que podría ser.
Vivir el presente pasa por percibirnos inscritos en situaciones y vinculados con otros, engarces de una inmensa malla donde también tejemos y destejemos. La fragmentación actual del mundo es una oportunidad para percibir con más claridad los aquí y ahora concretos que nos constituyen.
La potencia de transformación late en esas situaciones de vida y no «en otra parte». Pero la concepción clásica de la política redirige siempre nuestra atención y nuestro deseo hacia un «más allá»: más lejos, más arriba, más tarde.
«Lo político» es un adjetivo y no un nombre. Es una cierta elaboración de las situaciones. ¿Cuál? La fuga de la economía: la desmercantilización radical de la vida y el mundo. La experiencia del comunismo.
El Comité Invisible habla mucho de amor en Ahora, lo que seguramente incomodará, sorprenderá o irritará a más de uno. ¿A qué viene mezclar el amor con la política? ¿No es la emancipación una cuestión de voluntad, compromiso militante, estrategia y poder (o contrapoder, que es lo mismo pero al revés)?
La emancipación es caracterizada en este libro como una experiencia de continuidad con los otros y con el mundo. No estamos solos, no empezamos y acabamos en nosotros mismos, nos prolongamos unos a otros y prolongamos el mundo. Lo común es una experiencia de continuidad sensible a través de los vínculos. Pero, ¿qué vínculos?
Si el Comité Invisible habla tanto de amor -también de amistad, pero menos que en A nuestros amigos– es porque se trata de la experiencia más común y masiva de un «vínculo en interioridad». El amor nos «enseña» que no sólo existen las relaciones instrumentales.
Mientras que la relación instrumental es de «quita y pon» (la quitamos y nos quedamos igual), el vínculo en interioridad nos constituye: duele si hay separación porque perdemos un trozo de nosotros mismos.
Mientras que el vínculo instrumental está animado por el cálculo pérdida-beneficio (o la estrategia medio-fin), el amor «no echa cuentas»: es un vínculo des-interesado, afinitario, apasionado.
Mientras que el vínculo instrumental es «libre» como el de un contrato (siempre revocable), el vínculo en interioridad nos compromete, nos implica, nos obliga como un pacto.
Desmercantilizamos la vida y el mundo cuando construimos situaciones de vida a través de los vínculos en interioridad. Vínculos entre los seres, entre los seres y los lugares, entre los seres, los lugares y los objetos, entre los seres, los lugares, los acontecimientos, etc.
En las zonas desmercantilizadas, las cosas pueden resplandecer de nuevo porque son inconmensurables. Pueden permanecer singulares porque no tienen precio.Pueden volverse concretas porque ya no son equivalentes ni intercambiables.Llevan la recompensa en sí mismas. Están aquí y ahora.
Es el comunismo. No un régimen político, sino un mundo. El mundo «más allá de la economía» en el que la riqueza se define por la abundancia de tiempo y de vínculos. El mundo que se puede habitar plenamente y no sólo a medias, el mundo de la presencia. No un horizonte utópico, sino una experiencia. La experiencia de continuidad con los seres y el mundo. Una experiencia presente, una experiencia del presente.
Fuente: Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.