El once de septiembre se ha convertido ya en una fecha emblemática, en un símbolo detrás del cual hay conmoción, dolor, rabia y una pregunta que continuamente se nos aparece sin respuesta: ¿Cómo hemos podido llegar a esto? Sin embargo, el problema es que ha habido ya muchos 11-S. Uno, hasta con idéntica numeración: el […]
El once de septiembre se ha convertido ya en una fecha emblemática, en un símbolo detrás del cual hay conmoción, dolor, rabia y una pregunta que continuamente se nos aparece sin respuesta: ¿Cómo hemos podido llegar a esto?
Sin embargo, el problema es que ha habido ya muchos 11-S. Uno, hasta con idéntica numeración: el once de septiembre en que otros terroristas mataban en Chile a una democracia y a su presidente legítimo y después de ellos a muchos más miles de compatriotas de los que resultaron vilmente asesinados en las Torres Gemelas. Otros muchos 11-S se han producido en fechas diferentes pero con la misma carga de dolor y de sangre, de sinrazón y de vileza. Fue también un 11-S nuestro once de marzo, o el reciente tres de septiembre. Cada día que alguien muere injustamente asesinado es un once de septiembre. No podemos reservar nuestro dolor a las fechas en que es herido el corazón de unos y permanecer insensibles cuando se quiebra igualmente sin razón alguna el corazón y la vida de otros.
Aunque sea de otro tipo, es también un 11-S el día en que mueren miles de niños solamente de sed o de hambre, o la fecha en la que mueren miles de mujeres sólo por haberse puesto de parto en las condiciones en las que dan a luz la mayoría de las mujeres de los países más pobres. Es un once de septiembre cada día en que muere alguno de los 300.000 niños que combaten el mundo, o cualquier de los 250 millones que trabajan en los tugurios de mala muerte para que ganen más dinero las multinacionales. Es un 11-S el día en que se cae un albañil del andamio por abaratar costes o cuando expiran millones de niños porque el dinero es para las armas y no para poner un médico a su lado. Y es un terrorífico once de septiembre cada día en el que sacan de la patera un miserable que huye de la muerte para encontrar nada más que otra muerte.
40.000 personas mueren de hambre cada día en el mundo. Y por eso cada día que pasa es también un trágico once de septiembre, porque mueren innecesariamente, porque mueren sin razón alguna, porque mueren sin previo aviso, porque mueren sin ser juzgados gracias a que alguien aprieta, en ese caso, el terrorífico gatillo de un egoísmo inmenso sólo para hacerse cada vez más rico.
Nuestra civilización y nuestra historia están llenas de multitud de 11-S. No sé si se trata de datos completamente rigurosos, pero alguna vez leí que en los últimos 5.000 años la humanidad sólo ha estado 900 en paz. Más bien, diría yo, que preparando la siguiente guerra. ¿Cuántas guerras no se habrán desencadenado si dicen que en los últimos 35 siglos se han firmado unos 8.000 tratados de paz? Sólo desde el final de la segunda guerra mundial, alrededor de unas 140 con más de 13.000.000 de muertos.
Nuestra historia es la historia de la violencia y de la guerra, bien sea entre desconocidos que se odian o entre vecinos o entre hermanos que incluso pueden llegar a odiarse aún con más fuerza. No parece que haya otro animal tan inteligente como el ser humano, capaz de estar desarrollando continuamente instrumentos cada vez más perfeccionados para matar a sus congéneres, para lograr que nadie pueda vivir en paz, para hacer de la vida un anticipo innecesario de la muerte. Como especie inteligente que es, el ser humano ha encontrado siempre una adecuada justificación a la guerra y a la destrucción y la muerte que llevan consigo. De hecho, bendecimos los instrumentos de la guerra y santificamos religiosa o civilmente a quienes asumen el deber de ordenar que crujan los gatillos. Siempre la muerte institucionalizada tiene justificación, ya sea por defender un trozo de territorio, por apropiarse de cualquier recurso valioso o, sencillamente, porque hay que hacer desaparecer al infiel o a quien piensa de diferente modo. ¿Hay más terror que el que producen, cuando se mezclan, la religión y la guerra, el recurso a dios y la muerte injusta a manos de otro hombre? Como dice Eduardo Galeano «nuestro mundo se dedica a promover cacerías donde el cazador y la presa son de la misma especie, y donde más éxito tiene quien más prójimos mata». ¡Y nos llamamos a nosotros mismos los reyes de la creación!
Hemos sembrado tanta violencia que hemos debido hacer de la guerra un arte y de la muerte una profesión reservada a quien reputamos como arrojados y singularmente valientes.
Pero todo se nos está yendo de las manos. Durante siglos mantuvimos el arte en el terreno especializado de los ejércitos nacionales, haciendo de la guerra un oficio más de los funcionarios a quienes el estado entregaba la responsabilidad de defender la bandera y las sacrosantas esencias de las patrias que se combatían unas a otras sin descanso. Eran los días en los que los ejércitos gloriosos tenían el monopolio desgraciado del sacrificio y de la muerte y los soldados, aunque al fin y al cabo pueblo llano, eran los condenados a entregar sus vidas por los ideales la mayoría de las veces tan abstractos que ni siquiera llegaban a comprender.
Hoy día, sin embargo, las guerras se han civilizado en el sentido más sangriento del término. Las bajas ya no son preferentemente las de los soldados, profesionales a sueldo en su mayoría y, muchas veces, de nacionalidad distinta a la del país cuya esencia patria se les hace defender con ahínco en los frentes. Sufren los que aparentemente las ven de lejos, las mujeres y hombres y niños y niñas que no saben ni de trincheras, ni de vanguardias. Los que van tan tranquilos por cualquier calle o los que, para colmo, padecen en algún hospital ahora convertido en objetivo preferente, o en cualquiera de las instalaciones civiles donde ahora se dirigen miríadas de bombas que pueden matar refinadamente, sin destruir los bienes de valor, es decir, no la vida, sino los llamados bienes muebles.
Ahora mueren, sobre todo, los que menos tienen que ver con ella y por eso la guerra se confunde cada vez más con el terror y por eso el terror trae cada vez más consigo los aires de una guerra.
Mueren los que nunca tuvieron que morir, si es que acaso tenía que haber muerto alguno, porque son los que nunca se pusieron en guerra. Hemos hecho del mundo un santuario de la desigualdad que clama venganza, un páramo de injusticia brutal que enfurece, una maquinaria perfecta de excluir y de expulsar. Es normal que de ahí salga brutalidad. Quien se empeña en vivir en un infierno no puede quejarse de que lo abrasen sus llamas. Hay que erradicar el terror criminal de los 11-S y hay que combatir sin descanso la muerte injusta de los inocentes, hay que alcanzar la paz. Pero no la de los cementerios sino la que proporcionan la justicia y el buen gobierno.