Durante el año pasado, muchos de los que proclaman conocer lo que piensa Dios sobre el asunto han llevado a cabo una campaña de furiosa oposición al matrimonio gay. El Presidente Bush incluso ha llegado más allá al proponer una enmienda a la Constitución para convertirlo en delito federal. Según una reciente encuesta, la mayoría […]
Durante el año pasado, muchos de los que proclaman conocer lo que piensa Dios sobre el asunto han llevado a cabo una campaña de furiosa oposición al matrimonio gay. El Presidente Bush incluso ha llegado más allá al proponer una enmienda a la Constitución para convertirlo en delito federal. Según una reciente encuesta, la mayoría de los estadounidenses creen que el matrimonio debería continuar siendo la unión entre un hombre y una mujer. Nos dicen que el matrimonio entre personas del mismo sexo constituye una amenaza y quebrantaría el santo matrimonio, aunque no se nos haya ofrecido un solo y concreto ejemplo de cómo ocurriría eso. El matrimonio gay es legal en Bélgica, Países Bajos y en Ontario (Canadá) y, hasta ahora, este hecho ni ha perjudicado al matrimonio tradicional ni ha subvertido sus sociedades civiles.
Dejando de lado el matrimonio gay, veamos qué tenemos que decir sobre el matrimonio heterosexual. En la actual controversia, nadie parece haber tenido en cuenta de qué manera los heterosexuales han devaluado y profanado la santidad de esta, supuesta institución divina. Veamos los siguientes aspectos:
A lo largo de milenios, el matrimonio heterosexual no consistió en el compromiso entre un hombre y una mujer, sino entre un hombre y un número indeterminado de mujeres. La misma Santa Biblia aprueba la poligamia. El rey Salomón tuvo 700 mujeres (aparte de 300 concubinas) sin sufrir el más mínimo reproche ni de Dios ni de los hombres. Otros renombrados personajes de las Escrituras y de la Historia tuvieron un enorme séquito de mujeres. En ese tipo de uniones multitudinarias, las mujeres, tratadas sólo un poco mejor que las concubinas, normalmente se enfrentaban a una existencia sombría de confinamiento forzoso.
En algunas partes del mundo en la actualidad, los hombres que tienen dinero para comprar más mujeres todavía practican la poligamia. ¿Comprar? Exactamente. Con mucha frecuencia, el matrimonio no es una vinculación mutua sino una esclavitud unilateral. Las mujeres atrapadas no tienen nada que decir sobre el asunto. En varios países del mundo, los señores de la guerra, los caciques tribales, mullahs, y otros machos prestigiosos y prósperos guardan bajo llave tantas mujeres como pueden conseguir, y las mujeres a menudo se encuentran inmersas toda la vida en un cautiverio sin amor, donde se ven sometidas a una vigilancia constante, a abusos y violencias periódicas, a aislamientos prolongados, al analfabetismo forzoso, a falta de atención en las enfermedades y a otras situaciones degradantes.
Otra afrenta heterosexual al santo matrimonio se produce cuando se hace uso de él para reforzar alianzas políticas, incrementar fortunas familiares o favorecer carreras profesionales. Desde la antigua Roma a las modernas aristocracias europeas, las hembras de las mejores familias de una nación o facción política han sido tratadas como si fueran fichas de un juego, y se las ha casado con machos bien situados de otras naciones o facciones. Y no sólo entre la aristocracia. Durante el siglo XIX y principios del XX, en la respetable sociedad burguesa, la conveniencia desde el punto de vista del marido se basaba, con frecuencia, tanto en el dinero y en la genealogía como en cualquier otro lazo afectivo.
Históricamente, el matrimonio ha estado más ligado a la propiedad que al amor, y los acuerdos sobre los bienes tendían a beneficiar al esposo. Durante generaciones, en Estados Unidos y en otros países occidentales, con frecuencia, una mujer casada no podía disponer de sus bienes. Tenía que transferir su herencia familiar al marido y quedaba reducida a mero apéndice del pater familias. Sólo raramente la mujer casada podía continuar con su educación y carrera profesional.
En muchos lugares del mundo, los matrimonios heterosexuales concertados por los padres continúan celebrándose sin tener en cuenta los sentimientos de las jóvenes y de los jóvenes afectados, pero con sumo interés por la dote y por la situación social y financiera de las respectivas familias. Incluso en nuestro país, conocemos heterosexuales que se casan por dinero, por la promoción social o por otras razones que nada tienen que ver con el respeto y el afecto personal. ¿Acaso no devalúan la institución esos cálculos oportunistas? Sin embargo, no escuchamos ningún clamor por ello, por supuesto ni del Presidente ni de otros homofóbicos vigilantes de la sexualidad heterosexual.
Hoy, los matrimonios concertados son raros en Estados Unidos salvo en los programas de televisión basura donde mujeres jóvenes y atractivas -elegidas por los productores- compiten por la oportunidad de casarse con un millonario a quien jamás han visto. Para ello, se exhiben -a menudo una docena a la vez-, mientras algún trozo de carne ricachón se toma varias semanas de vacilación para decidirse por una. Entonces, él y su elegida final se casan en la pantalla ante millones de espectadores. Sin duda, deben recibir una conmovedora bendición de la sagrada institución.
Entre las clases acaudaladas en la antigua Roma, casi la mitad de las novias eran menores de catorce años y muchas, jóvenes de sólo doce, que consumaban el matrimonio la noche de bodas incluso antes de la menarquia. Esto plantea otra extendida y desagradable práctica del matrimonio heterosexual: las novias menores de edad. Novias de 11 y 12 años ( y más jóvenes) todavía son objeto de trueque en algunas partes del mundo con una noche nupcial que viene a ser poco menos que una violación infantil, frecuentemente seguida de años de maltrato por el novio y su familia. Sin embargo, los actuales defensores del matrimonio heterosexual hablan poco de cómo su santificada institución se utiliza en algunos sitios como una forma de abuso sexual infantil.
Otro deprimente capítulo en la historia del matrimonio heterosexual es la manera en que ha sido utilizado para reforzar el racismo. Aproximadamente en diecisiete estados de EE.UU., el santo matrimonio fue una impía institución racista, con leyes que prohibían las uniones entre personas de diferentes razas. Durante generaciones no hemos tenido matrimonios de personas del mismo sexo que nos preocuparan, pero hemos vivido con matrimonios de la misma raza por mandato legal. La última de las leyes sobre mestizaje permaneció vigente hasta 1967.
En Estados Unidos hoy, el matrimonio heterosexual no es una institución particularmente edificante ni segura para millones de mujeres. Veamos algunas estadísticas: se estima que dos millones de mujeres son maltratadas habitualmente. La mayoría de esas víctimas está casada con su maltratador. La violencia doméstica es la primera causa de lesiones y la segunda de muerte de las mujeres estadounidenses. Un enorme número de mujeres son violadas por maridos maltratadores. Cada año, más de un millón de mujeres necesitan tratamiento médico por las graves lesiones producidas por maltrato doméstico. Casi tres millones de niños, se dice, son sometidos a graves desatenciones y maltratos físicos o sexuales. Cada año decenas de miles de niños se van de sus casas para escapar de los malos tratos.
Además existe el problema de los abandonos. Millones de maridos -entre los que se encuentran profesionales blancos de clase media- abandonan a sus familias y dejan de ocuparse del mantenimiento de sus propios hijos. Si el matrimonio heterosexual fuera tan sagrado, debería producir unas consecuencias menos horrorosas.
Al hablar de consecuencias viene a la mente el fenómeno del divorcio. Por cierto, millones de parejas heterosexuales esperan encontrar la felicidad para toda la vida en el matrimonio; pero da igual, el final más previsible del matrimonio heterosexual es el divorcio. Para ser exactos, para el 51 por ciento. Son estadísticas no superadas por otras. Si el índice de asesinatos, de suicidios o de abandono escolar, de accidentes de coche, o de alcoholismo o de muerte por consumo de drogas llegara al 51%, es probable que la sociedad con semejantes tasas se convirtiera en inhabitable. Quizás, entonces, el matrimonio no sea tan importante. El 51 % de los matrimonios fracasan, pero la sociedad no se ha desmoronado. De ser algo, el divorcio, en los casos más graves de violencia doméstica, es realmente una bendición.
Tampoco los matrimonios tradicionales que se dan en los círculos conservadores ofrecen unos mayores índices de felicidad o supervivencia que aquellos que se desvían de las normas convencionales. El hombre puede ser el cabeza de familia y la principal fuente de sustento, la mujer la diligente ama de casa, y la familia puede rezar unida, pero sus índices de permanencia juntos no serán más altos que los de uniones más laicas. Un estudio de 2001 concluye que los cristianos renacidos tienen tantas posibilidades de divorciarse como los no cristianos u otros creyentes menos fanáticos, ya que el 90 % de esos divorcios se producen «después de haber aceptado a Cristo y no antes» Así que quienes afirman que el matrimonio se fortalece con la religión todavía tienen que demostrarlo.
Desde luego, los fundamentalistas vigilantes de la moral pública lamentan al alto índice de divorcios pero no hacen campaña sobre esto de la misma forma que lo hacen con las bodas gay. El punto crucial es que si millones de divorcios heterosexuales al año no han devaluado por completo la institución matrimonial, ¿por qué unos miles de matrimonios entre personas del mismo sexo habrían de hacerlo? Si heterosexuales como el reaccionario comentarista de radio Rush Limbaugh pueden casarse una y otra vez sin socavar la institución, ¿qué hay de amenazador en una unión entre gays? ¿Puede pensar Limbaugh que el matrimonio gay supone una burla a sus tres matrimonios anteriores y al cuarto próximo? En todo caso, los homosexuales felices que quieren contraer matrimonio pueden ayudar a compensar a los heterosexuales desdichados que quieren escapar de él.
Si las uniones entre parejas del mismo sexo contravienen las enseñanzas de la iglesia, lo que tiene que hacer la iglesia (o la sinagoga o la mezquita) es negarse a celebrar matrimonios gay, y la mayoría lo hace. Los gay a quienes he visto casarse en el Ayuntamiento de San Francisco se comprometieron en matrimonio civil, sin que ningún clérigo dirigiera la ceremonia, y lo que presencié me confortó el espíritu. Allí estaban unas personas, muchas con una larga relación, que desarrollaban su humanidad, felices de, finalmente, tener derecho a casarse con quien amaban, felices de poder ejercer su ciudadanía plena y de ser tratados como personas iguales ante la ley.
En resumen, estas son algunas de las consecuencias del matrimonio heterosexual a través de los tiempos: poligamia, novias infantiles, matrimonios concertados sin amor, tráfico, trueque y violaciones de mujeres, esclavitud sexual, abusos y abandono de niños, leyes racistas contra el mestizaje y cifras astronómicas de divorcios. Si se considera a los gay no aptos para el matrimonio, ¿qué podemos decir sobre los heterosexuales? Si George Bush y sus homofóbicos fieles quieren de verdad defender la institución del matrimonio, podrían empezar por analizar honestamente las terribles situaciones que se producen en el marco del matrimonio heterosexual en este país y en todo el mundo.
Los libros más recientes de Michael Parenti son «The Assassination of Julius Caesar» (El asesinato de Julio César), New Press; y Superpatriotism (City Lights) (El superpatriotismo (Luces de la ciudad). Se ha casado y divorciado sólo dos veces.
Título original: Are Heterosexuals Worthy of Marriage?
Traducido por Felisa Sastre y revisado por Beatriz Martínez Ruiz