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Entrevista con Belén Gopegui

«La libertad de expresión en nuestra sociedad está claramente subordinado a la disposición de recursos económicos abundantes con los que poner en pie una gran empresa de comunicación»

Fuentes: periodistadigital.com

Belén Ruiz de Gopegui nació en 1963 en Madrid y es licenciada en Derecho. En 1993 la editorial Anagrama publicó su primera novela, «La escala de los mapas», con la que obtuvo el Premio Tigre Juan 1993 y el Premio Iberoamericano Santiago del Nuevo Extremo. Desde entonces ha escrito tres novelas más y ha hecho […]

Belén Ruiz de Gopegui nació en 1963 en Madrid y es licenciada en Derecho. En 1993 la editorial Anagrama publicó su primera novela, «La escala de los mapas», con la que obtuvo el Premio Tigre Juan 1993 y el Premio Iberoamericano Santiago del Nuevo Extremo. Desde entonces ha escrito tres novelas más y ha hecho alguna que otra incursión en el cine escribiendo guiones. Su último libro, «El lado frío de la almohada», ha sido publicado en 2004. En ésta y otras de sus obras, Gopegui se muestra crítica con el sistema capitalista que rige nuestra sociedad. Un sistema en el que la cultura y la libre expresión quedan subordinadas a los intereses económicos. El pasado 18 de diciembre, Rafael Conte, Mario Vargas Llosa, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Marsé y Félix de Azúa enviaron una carta a El País en la que mostraban su preocupación por las dificultades a la hora de ejercer con libertad la crítica. El desencadenante del escrito fue la ruptura de las relaciones entre este periódico y el crítico Ignacio Echevarría a raíz de una crítica demoledora que éste escribió sobre la última novela de Bernardo Atxaga. La firma de Belén Gopegui y 67 más respaldaron la postura expresada en la carta y de algún modo sirvieron de apoyo al crítico Ignacio Echevarría.

Su nombre está incluido en la lista de los firmantes de la carta que Vargas Llosa y otros escritores enviaron en defensa del crítico Ignacio Echevarría. ¿Qué opina de la crítica de Echevarría a la novela de Bernardo Atxaga?

Le diré que aún no he leído la novela sobre la que trata, pero las críticas se dirigen a menudo a lectores que aún no han leído y que por tanto es legítimo opinar sobre la crítica sin haber leído el libro. Para esos lectores es necesario que el crítico transparente una visión de lo que debe y no debe ser la literatura y por qué, y que a partir de esa visión encuadre el libro. De este modo, el lector que suscriba la misma visión que el crítico se formará su juicio, y el que no la suscriba también. En las charlas de café esto toma la forma de: si tal crítico ha puesto bien esta película, no voy a verla porque seguro que no me gustará, o a la inversa. Creo que la crítica de Ignacio Echevarría cumplía por completo con este requisito, como por otra parte es habitual en sus críticas y poco frecuente en la mayoría de las que se publican en la actualidad.

¿Considera la reacción de El País hacia Echevarría localizada o por el contrario cree que forma parte de una estrategia más general?

La reacción de El País parece formar parte de un movimiento en el que está sumido en los últimos años y que consiste en dejar de sentir que tiene una cierta responsabilidad hacia un sector, llamémosle, progresista. La sustitución del espacio que ocupaba Vázquez Montalbán me parece muy representativa. Con todos mis respetos hacia Eduardo Mendoza y hacia sus columnas, y con todas mis discrepancias con posiciones políticas sostenidas por Montalbán, lo cierto es que la presencia de Montalbán daba espacio a un sector socialmente significativo que ahora queda fuera del periódico. El caso de Echevarría no afectaría del todo al mismo grupo de lectores que el de Montalbán, sino a quienes, como señalaba Constantino Bértolo en un artículo sobre este asunto, «desean seguir sintiéndose libres», desean seguir creyendo que es posible, dentro del capitalismo, un periódico que, en palabras del presidente de Prisa, «rechace todo condicionamiento de grupos económicos de presión». Parece que El País ha decidido dejar de atender a esos sectores que aún no acaban de aceptar del todo que la libertad de empresa es el principio que está por encima de todos los principios. En según qué lugares, esto podría verse como algo positivo en la medida en que desaparecería el malentendido de estar ante un periódico progresista y quedaría claro que España es un país donde, por el momento, sólo hay periódicos de perfil neoliberal.

¿Comparte las expresiones del «tabú del nacionalismo vasco» y la «berlusconización» utilizadas por este crítico?

Sobre el nacionalismo vasco la tergiversación de los discursos ha sido tan grande durante tanto tiempo, que sin duda incluso hoy sigue siendo difícil hablar. En primer lugar, no hay un solo nacionalismo vasco, sino varios, algunos proponen un proyecto de transformación económica y otros en absoluto. Sería interesante introducir en el análisis de estos nacionalismos el enfoque narrativo de un texto como Desgracia, de Coetzee, en donde la violencia no es un absoluto sino una cadena de opresiones casi inextricable. En todo caso, el único modo de salir del tabú es aceptando la posibilidad de hablar. En cuanto a la «berlusconización», el capital tiende a concentrarse y busca siempre controlar los imaginarios de una sociedad. Cuando esta concentración ocurre en un sector -periódicos, radios, canales de televisión, editoriales, productoras de cine- que trabaja precisamente con los imaginarios, la inquietud es o debiera ser más alta.

Algunos periodistas se han visto más o menos obligados a dejar su periódico porque la dirección del mismo no ha considerado oportuno que estos profesionales acudieran paralelamente como colaboradores a otros medios. ¿Cree que esto es un ejemplo de recorte de la libertad de expresión?

Estos casos parecen ser un ejemplo de que, una vez más, la libertad de expresión es, digamos, un derecho secundario y queda subordinado a las condiciones laborales en que se ejerce.

Hay cierta polémica en torno a la decisión de emitir o no las imágenes del 11-M. El señor Peces-Barba, por ejemplo, se ha manifestado en contra de emitirlas. ¿Qué opina de esto? ¿Cuáles son los límites de la libertad y el derecho a la información que alegan los medios?

Se ha repetido demasiadas veces, pero tal vez nunca sean demasiadas, en la sociedad capitalista todo es mercancía, todo, y como hemos podido comprobar infinidad de veces, el dolor también.

¿Qué papel le queda a la cultura en una sociedad como la nuestra, donde casi todo se valora en términos políticos (más bien partidistas)?

No creo que en esta sociedad todo se valore en términos políticos ni aun reduciendo lo político a los intereses partidistas. En la sociedad actual lo que priman son los intereses económicos. Son esos intereses los que «gestionan» la política y no la política la que regula lo económico. La cultura en principio debería referirse al «cultivo» de aquellas facultades humanas que permiten una mejor definición y búsqueda del interés común o del espacio de lo común. Pero en las sociedades capitalistas el bien común no existe a no ser como retórica demagógica. Por eso a la cultura sólo le quedan dos papeles posibles: o «cultivar», en condiciones de extrema dificultad y sequedad del terreno, aquellas facultades humanas que sirvan para la transformación de este sistema o aceptar el papel de adorno demagógico de los intereses económicos a los que solo importa la Cultura de la rentabilidad.

Los medios de comunicación a menudo se convierten en expresiones de partidos políticos concretos. ¿Cómo afecta esto a su deber de informar y a la libertad de expresión?

Conviene recordar que la libertad de expresión aparece siempre unida al derecho a difundir aquello que se expresa. Sin embargo, sólo los medios de comunicación estatal tienen en teoría la obligación de garantizar el acceso de los grupos sociales y políticos significativos, obligación que en la práctica no suele cumplirse. De modo que el derecho a un ejercicio real de la libertad de expresión en nuestra sociedad está claramente subordinado a la disposición de recursos económicos abundantes con los que poner en pie una gran empresa de comunicación. No es que las pequeñas publicaciones no puedan expresar opiniones libremente, lo que no pueden hacer es difundirlas para que actúen en igualdad de condiciones a cómo lo hacen las grandes empresas. Esto en la práctica supone que no hay una posibilidad real de discutir, argumentar, refutar aquellas expresiones que se consideren erróneas, malintencionadas o contrarias al bien común y que estén siendo difundidas por esos medios. El hecho de que a su vez los grandes medios puedan estar más o menos vinculados a partidos políticos concretos entorpece aún más la posibilidad de argumentar, pero lo que me parece más grave es que estando la comunicación indisolublemente unida a la dirección social, puesto que, como es sabido, el objetivo de la comunicación es influir y afectar intencionalmente, esa dirección social quede en manos de empresas cuya finalidad sólo es y sólo puede ser la obtención de un beneficio económico.

En muchas ocasiones, para periodistas, escritores, intelectuales, etc., resulta claramente beneficioso instalarse en lo «políticamente correcto». Dada esta situación, ¿cree que es cada vez más difícil ejercer la libertad de expresión?

La libertad de expresión en el capitalismo tiene, como le decía, límites muy claros y no me refiero a los explícitos en la legislación, sino a los implícitos. En palabras de Carlos Fernández Liria, diría que es inversamente proporcional a la «capacidad de hacerse oír y de influir en nada que tenga importancia». Cuanto mayor sea esa capacidad, más debe coincidir lo expresado con el discurso hegemónico, y cuanto menor sea, más se puede decir cualquier cosa. Esto no significa que no haya que intentar forzar al máximo los límites y agudizar las contradicciones, del mismo modo que el obrero sabe que el poder está en manos del empresario, pero debe enfrentarse con él. Lo que no tiene sentido es que el obrero crea que su hipotética libertad para firmar o no firmar un contrato de trabajo es equivalente a la libertad real del empresario para contratarle o dejar de hacerlo.

También es frecuente que los periodistas, escritores, intelectuales, etc., fijen sus posiciones en una determinada corriente política, para estar protegidos por «unos» u «otros». Desde este punto de vista, ¿puede ser menos satisfactorio ir por libre?

La imagen del intelectual que va por libre tiene un componente romántico especialmente útil para legitimar el sistema. Mientras existan esos francotiradores del pensamiento, se diría que estamos a salvo. Pero ¿dónde va por libre el intelectual que va por libre? Si, al decir de Marx, la poesía era la imaginación puesta en la plaza pública, también el intelectual sería aquel que es capaz de poner su inteligencia y su lenguaje en la plaza pública. Y en el capitalismo, ¿cuál es la plaza pública? Teniendo en cuenta que la universidad se ha construido como un espacio separado de la sociedad y cada día más vinculado a la empresa privada, ¿qué otro lugar que no sean los medios de comunicación, prensa, editoriales y demás, tiene el intelectual para decir su palabra? Esto sin contar que el romanticismo exige casi siempre ser rentista y un hermoso caserón en el campo o la villa en ruinas, «poseer una casa y poca hacienda», decía el poeta, sí, pero no demasiado poca. De cualquier modo, creo que la elección no debiera estar entre una mafia u otra mafia, o bien ir por libre y acabar siendo un mártir. Debiera haber, debiera poder haber un espacio político no mafioso, no unido al interés privado, al que pertenecer, y esa es quizá una de las pocas tareas que le quedan al intelectual en el capitalismo, mantener la exigencia de ese espacio.