No puedo sacar de mi mente las recientes imágenes de las noticias que muestran a estadunidenses comunes sentados en sillas, con pistolas en el regazo, que montaban una guardia no oficial en la frontera de Arizona, para impedir que mexicanos cruzaran hacia Estados Unidos. Había algo de aterrador en darse cuenta de que, en este […]
No puedo sacar de mi mente las recientes imágenes de las noticias que muestran a estadunidenses comunes sentados en sillas, con pistolas en el regazo, que montaban una guardia no oficial en la frontera de Arizona, para impedir que mexicanos cruzaran hacia Estados Unidos. Había algo de aterrador en darse cuenta de que, en este siglo XXI, y en lo que llamamos «civilización» hemos esculpido, en lo que afirmamos es un solo mundo, unas 200 entidades creadas artificialmente y conocidas como «naciones», y que estamos dispuestos a aprehender o a matar a cualquiera que cruce una frontera.
¿No es el nacionalismo -esa devoción a una bandera, a un himno y a una frontera, tan feroz que engendra un asesinato masivo- uno de los grandes males de nuestro tiempo al igual que el racismo y el odio religioso? Estas formas de pensamiento; cultivadas, alimentadas y adoctrinadas desde la infancia, han sido siempre útiles para quienes están en el poder, y mortales para quienes no lo están.
Nuestra ciudadanía ha sido educada para creer que nuestra nación es distinta de todas las demás, una excepción en el mundo y moralmente única. Una nación que se expande hacia otras tierras llevando civilización, libertad, democracia.
El autoengaño comenzó temprano. Cuando los primeros colonizadores ingleses llegaron a las tierras indias de la bahía de Massachusetts y enfrentaron resistencia, la violencia escaló hasta volverse una guerra con los indios Pequot. Se consideró que el asesinato de los indios tenía la aprobación de Dios, y que la apropiación de sus tierras era una orden que constaba en la Biblia. Los puritanos citaron uno de sus salmos que dice: «Pedid y os será concedido, de los paganos para vuestra herencia, y de las partes supremas de la Tierra, para vuestra posesión».
Cuando los ingleses incendiaron la aldea de Pequot, y masacraron a hombres, mujeres y niños, el teólogo puritano, Cotton Mather, comentó: «Se supone que no menos de 600 almas de los Pequot fueron enviadas al infierno aquel día».
Fue nuestro «Destino Manifiesto extendernos por el continente que nos asignó la Providencia» declaró un periodista estadunidense en vísperas de la Guerra Mexicana. Después que comenzó la invasión a México, el New York Herald anunció: «Creemos que es parte de nuestro destino civilizar a ese bello país».
Nuestra nación siempre ha ido a la guerra por propósitos supuestamente benignos. Invadimos Cuba en 1898 para liberar a los cubanos, y fuimos a la guerra con Filipinas poco después de que el presidente McKinley habló de «civilizar y cristianizar» al pueblo filipino.
Mientras nuestros ejércitos perpetraban matanzas en Filipinas (al menos 600 mil personas murieron en los pocos años que duró el conflicto), Elihu Root, nuestro Secretario de Guerra afirmaba: «El soldado estadunidense es distinto de todos los soldados de los demás países desde que comenzó la guerra. El es el guardia de avanzada de la libertad y la justicia; de la ley y el orden; de la paz y la felicidad».
Al nacionalismo se le confiere una virulencia especial cuando goza de la bendición de la Providencia. Hoy en día tenemos un presidente que ha invadido dos países en cuatro años, y que está convencido de que recibe mensajes de Dios. Nuestra cultura está permeada de un fundamentalismo cristiano tan venenoso como el de Cotton Mather. Se permite el asesinato masivo de «el otro» con la misma convicción con que acepta al pena de muerte para individuos encarcelados por crímenes.
Un juez de la Suprema Corte, Antonin Scalia, aseguró ante un público en la Escuela de Divinidad de la Universidad de Chicago, al referirse a la pena capital: «Para un cristiano creyente, la muerte no es gran cosa».
¿Cuántas veces hemos escuchado a Bush y Rumsfeld decirle a los soldados en Irak, ellos mismos víctimas, pero también ejecutores de la muerte de miles de iraquíes, que si ellos mueren, o regresan sin brazos, piernas o ciegos, lo habrán hecho por la «libertad» y la «democracia»?
El nacionalismo super patriótico no es exclusivo de los republicanos. Cuando Richard Hofstadter analizó a los presidentes estadunidenses en su libro La Tradición Política Americana, encontró que tanto líderes demócratas como republicanos, liberales tanto conservadores, invadieron otros países y buscaron extender el poder de Estados Unidos en todo el globo.
Los imperialistas liberales se encuentran entre los expansionistas más fervientes, y son ellos quienes aparecen con mayor rectitud moral dado que son liberales también en cuestiones ajenas a la política exterior. Theodore Roosevelt, un amante de la guerra que apoyó entusiasta la guerra en España y la conquista de Filipinas, aún es considerado un progresista porque apoyó ciertas reformas internas y le preocupaba el retorno nacional. De hecho, se postuló como candidato a presidente dentro de una fórmula progresista en 1912.
Woodrow Wilson, un demócrata, fue el epítome del apologista liberal de las acciones violentas en el extranjero. En abril de 1914, ordenó bombardear la costa mexicana y ocupar la ciudad de Veracruz, en represalia por el arresto de varios marineros estadunidenses. Envió marines a Haití en 1915, y éstos mataron a miles de haitianos que se resistieron, con lo que comenzó una larga ocupación militar de la diminuta nación.
También envió marines a ocupar República Dominicana en 1916. Después de postularse, en 1916, con una plataforma de paz, llevó al país a la matanza que se estaba desarrollando en Europa durante la Primera Guerra Mundial afirmando que dicho conflicto se «volvería más seguro para la democracia».
En nuestro tiempo, fue el liberal Bill Clinton quien envió bombarderos a Bagdad tan pronto comenzó su administración. Fue él quien en primer lugar evocó al fantasma de las «armas de destrucción masiva» para justificar ataques aéreos sobre Irak. Los liberales critican hoy el unilateralismo de George W. Bush. Pero fue la secretaria de Estado de Clinton, Madeleine Albright, quien afirmó ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que Estados Unidos actuaría «multilateralmente cuando pudiera, y unilateralmente cuando debiera».
Uno de los efectos del pensamiento nacionalista es la pérdida del sentido de proporción. El asesinato de 2 mil 300 personas en Pearl Harbor se convierte en justificación para asesinar a 240 mil en Hiroshima y Nagasaki. La muerte de 3 mil personas el 11 de septiembre se vuelve justificación para matar a decenas de miles en Afganistán e Irak.
¿Qué es lo que vuelve a nuestra nación inmune de los estándares normales de la decencia humana?
Es un hecho que tenemos que repudiar el nacionalismo y a todos sus símbolos: sus banderas, sus juramentos de lealtad, sus himnos, y s insistencia cantada de que Dios debe elegir a Estados Unidos para darle su bendición.
Necesitamos afirmar nuestra lealtad hacia la raza humana y no hacia la de una nación. Debemos refutar la idea de que nuestra nación es diferente y moralmente superior a otros poderes imperiales en la historia del mundo.
Los poetas y artistas que se encuentran entre nosotros parecen tener una comprensión más clara de los límites del nacionalismo.
Langston Hughes (no es de extrañar que fue llamado a comparecer ante el Comité de Actividades Antiestadunidenses) hizo el siguiente llamado a nuestro país:
En realidad, ya hace mucho que no eres virgen
Es absurdo que sigas poniendo ese pretexto…
Te has acostado con todos los grandes poderes
De uniformes militares
Y te has llevado las dulces vidas
De todos los compañeros cafés y pequeños…
Si eres uno de los más grandes vampiros del mundo
Por qué no sales y así lo dices
Como Japón, e Inglaterra y Francia
Y todas las demás ninfomaníacas del poder
Indignado por la guerra en México y el fervor nacionalista, Henry David Thoreau escribió: «¡Naciones! ¿Qué son las naciones? Como insectos, se vuelven un enjambre. El historiador se afana, en vano, por volverlas memorables.
En nuestro tiempo, Kurt Vonnegut, (autor de la novela Cat´s Cradle) coloca a las naciones entre las abstracciones no naturales a las que llama granfalloons, y las define como «una orgullosa asociación de seres humanos, que no tiene sentido alguno».
Siempre ha habido en nuestro país hombres y mujeres que insisten en los estándares universales de que lo que es un comportamiento humano decente debe aplicarse tanto a nuestra nación como a las demás. Dicha insistencia continúa hasta hoy y trata de alcanzar a todos los pueblos del mundo. Quiere hacerles saber, como los globos que se lanzaron sobre el campo desde la Comuna de París en 1817, que «nuestros intereses son los mismos».
La última obra de Howard Zinn (junto con Anthony Arnove) se titula Voces de la Historia del Pueblo de Estados Unidos.
Traducción: Gabriela Fonseca