El socialismo del siglo XXI debe encontrar nuevas definiciones de la naturaleza humana que no basen todas las transformaciones en un deseo de «humanidad para sí» de difícil cumplimiento
Herencia de la Ilustración, el socialismo ha cometido el error de pensar que el ser humano no solamente era «bueno» sino que, además, era «perfectible». Esto no quiere decir que lo contrario sea cierto, esto es, que, como planteó Hobbes, el hombre sea «un lobo para el hombre». El ser humano tiene un fuerte instinto de supervivencia, que lo lleva a comportamientos individualistas y a comportamientos grupales.
Hoy sabemos que las circunstancias nuevas hacen más por la transformación que el supuesto «hombre nuevo» (que, como hemos visto durante el siglo XX, cae constantemente en vicios viejos). Las condiciones sociales llevan, incluso, a modificaciones genéticas. Pueblos que viven de plantar arroz en humedales han desarrollado alelos que les hacen más inmunes al paludismo. Todo esto insiste en la naturaleza social del ser humano.
En conclusión, al renunciarse a la polémica acerca de la bondad o maldad del ser humano, se insistirá más en construir articulaciones sociales que entiendan que los humanos, separados de cualquier responsabilidad social, caen más cerca de los 4 millones de años de nuestra condición «pre sapiens» que de los 400.000 años en que culminó nuestra evolución como especie. Porque todavía no somos «humanos», reforcemos los mecanismos sociales (sobre todo los valores) para que caminemos en esa senda evolutiva que nos permita alcanzar ese estadio superior que es el socialismo.
2. El socialismo del siglo XXI no se define desde las vanguardias, sino que se construye con un diálogo abierto y real alentado y posibilitado por los poderes públicos.
La suma de las reivindicaciones emancipatorias de los movimientos sociales (aquellas que no incorporen nuevos privilegios), constituye el fresco general de la tarea pendiente del socialismo a comienzos del siglo XXI. Ya han pasado los tiempos donde una vanguardia que se definía como tal a sí misma dictaba los contornos del futuro. La inteligencia real genuina es la colectiva (el lenguaje es colectivo), que se construye no forzando a una homogeneidad obligatoria, sino a través del encuentro voluntario entre las distintas emancipaciones.
Hacen falta pensadores, equipos de gente que proponga ideas, expertos y técnicos que posean certezas acerca de la viabilidad de las propuestas en el corto, el medio y el largo plazo; pero solamente los pueblos tienen la inteligencia colectiva necesaria para saber qué es lo que quieren, cómo lo quieren y cuándo lo quieren. El socialismo del siglo XXI se debe armar a través de un diálogo abierto con la sociedad, los movimientos sociales, los partidos políticos, las administraciones públicas, y también con los poderes reales que aún gobiernan cada una de las distintas sociedades.
Por eso es que se estará también desarmando constantemente. Esa pluralidad significa también que cada colectivo, pueblo, nación tiene sus propias características. El Estado no es igual en Europa que en África o América Latina; la iglesia no responde a las mismas inquietudes en España o Roma que en El Salvador o Colombia. No es igual la iglesia de los barrios de Caracas que la que representa a la jerarquía venezolana. Los partidos políticos o las reglas electorales no operan de la misma manera en todos los países.
Cada Estado tiene sus reglas de comportamiento propias, así como especificidades que reclaman comportamientos diferentes (la presencia de paramilitares y narcotraficantes, de mafias, de tramas consolidadas de corrupción, la existencia de guerrilla, la cercanía a los Estados Unidos, el tipo de países a los que se orientan las inversiones, la dependencia o independencia de las Cortes de justicia, la lealtad constitucional del gobierno o de la oposición, la base económica, los conflictos sociales, etc.). Pero también es cierto que el capitalismo homogeneiza comportamientos y globaliza su actuación. El socialismo del siglo XXI es, al tiempo, global y local: se arma desde las propias especificidades y articula su alternativa en un mundo crecientemente interdependiente. Se orienta en el desempeño local, y se esfuerza por encontrarse con sus iguales en el resto del planeta.
Una de las tareas de la administración pública es coordinar esa gran empresa de articulación de las diferentes emancipaciones, de definición pública del socialismo del siglo XXI. Para ello puede ponerse en marcha una gran auditoría ciudadana como la impulsada en algunos países de América Latina (un gran FODA -fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas- nacional), o pueden impulsarse las redes ciudadanas, universitarias, políticas, sindicales, profesionales y sociales para construir el «mapa» que cartografíe ese nuevo socialismo (como se ha hecho en algunos lugares de Europa).
La conclusión es que el socialismo del siglo XXI es dialéctico, está en constante construcción, está sometidos a la contraloría constante del pueblo y al escrutinio de los técnicos y de los responsables políticos (que harán ver que no es lo mismo el sueño que la realidad y que confundirlo le corta las alas a la utopía). Esto supondrá, como obligación del Estado, una constante transparencia pública (que ya iniciara la socialdemocracia escandinava a comienzos del siglo XX como el sector más avanzado de la socialdemocracia europea).
La puesta en marcha de una definición colectiva en donde participe todo el país, donde la gente exprese cómo debe ser ese socialismo, construye una cultura política de la transparencia que ya supone un paso en la dirección que se busca. Participar es trabajar de más, pero también es el principal recurso para que la ciudadanía asuma las decisiones políticas como propias, algo cada vez más alejado en las formas de democracia representativa crecientemente aquejadas de «burocratismo» (que genera casos como el referéndum francés sobre la Constitución Europea: 90% de apoyo parlamentario; 60% de rechazo popular -sin contar la abstención-)
3. El socialismo del siglo XXI ha aprendido de los errores del siglo pasado y ya no intercambia justicia por libertad
Desde hace cinco siglos el capitalismo ha impuesto su lógica depredadora por todo el planeta, sometiendo a pueblos, naturaleza, clases, mujeres, indígenas, etc. a todo tipo de miserias y reduciendo los intercambios humanos a intercambios de mercancías.
La oposición más elaborada al capitalismo fue el socialismo del siglo XX, pero cometió errores que alejaron a los pueblos del mismo. Sabemos que el capitalismo nunca hará autocrítica, pero el socialismo tiene que hacerla. El socialismo del siglo XXI ayudó a muchos pueblos y ese ejemplo sigue siendo válido. Pero mal se asumiría el esfuerzo de emancipación si, preservando la luz, no se hiciese un gran esfuerzo para desterrar las sombras.
Al final del capítulo II de El Manifiesto comunista escribían Marx y Engels: «El lugar de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus contradicciones de clase, será ocupado por una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos». La libertad individual como base de la libertad colectiva, muy al contrario de la deriva totalitaria en que desembocó el socialismo en muchos países que enarbolaron su bandera. En otras palabras, en nombre de la libertad futura no puede abolirse la libertad presente. Eso es lo que dicen Marx y Engels, no lo contrario. El socialismo del siglo XXI refuerza el desarrollo de las personas, y al tiempo garantiza los derechos de los pueblos y de los colectivos.
Mercedes Pardo. Maqueta de vitral, 1988
El socialismo del siglo XXI es incompatible con planteamientos represivos y disciplinarios que en el siglo XX, en especial en el ámbito soviético, asumió la izquierda. En conclusión, ni el egoísmo debe impedir el desarrollo colectivo, ni el colectivismo debe ahogar la libertad individual. Por eso necesitamos valores muy fuertes que formen e informen. La mejor identificación de los pueblos debe ser con los proyectos que hay detrás de los valores. Los valores son los mapas con los que las sociedades se orientan. Si las sociedades tienen muy despiertos sus valores, ni el egoísmo individualista ni la pérdida de libertad individual se harán fuertes en nuestras sociedades.
Una sociedad «politizada» es una sociedad que defiende en su vida cotidiana los valores que la informan. Siendo una tarea de todos, se hacen menos importantes las vanguardias, los gendarmes de la doctrina, los sacerdotes de la ortodoxia. La democracia de todos es el mejor antídoto contra la dictadura de cualquier tipo. Y democracia es ciudadanía formada, consciente y responsable siempre ante la mirada despierta -pero no inquisidora- de todos los demás miembros de la comunidad que nos reclaman día a día nuestro compromiso como miembros de una colectividad.
4. El socialismo del siglo XXI es alegre, pues ha aprendido que un socialismo triste es un triste socialismo
Como se ha dicho, participar es trabajar de más. Pero esa participación no debe nunca articularse como un trabajo forzado. Son los mismos valores sociales los que recuerdan la equivocación a los que renieguen de los intereses colectivos. Individuos libres que encuentran el sentido de la vida con los demás, pero no necesariamente en la disolución en los demás.
Los griegos clásicos se referían a los que no tenían interés por lo público como idiotes, los que tenían una carencia, precisamente la del interés por lo público. De ahí viene la palabra idiota. Es realidad, no hay nada más idiota, que pensar que somos Robinsones en una isla en la que sobrevivimos por nuestra inteligencia y no porque hemos sido socializados, porque podemos disfrutar de lo que ha creado la sociedad y acerca de lo cual nos ha instruido.
El individualismo es una ideología impulsada por un sistema, el capitalismo, que necesitaba individuos dispuestos a vender su mano de obra de manera individual en el mercado de trabajo. Por eso el capitalismo se impuso rompiendo todos los lazos sociales (comunidades, mutualidades, redes de solidaridad), de manera que las personas sólo tuvieran la salida de la proletarización para sobrevivir. Apenas salvaguardó el capitalismo la red familiar como institución funcional para la reproducción del trabajo, transformándola en una unidad de producción y consumo carente de democracia interna para los hijos y las mujeres. Por el arte, por la expresividad, por el sentimiento se han encontrado a menudo vías de escape desde espacios sociales que sólo estaban pensados para permitir el desarrollo del sistema capitalista.
Somos pasión y razón, individuos y seres sociales, anhelantes de felicidad particular y dispuestos biológicamente, si el contexto lo permite, a compartir nuestra vida con aquella comunidad que nos permite ser humanos (está demostrado por los paleontólogos que las primeras experiencias de solidaridad coinciden con el uso compartido de instrumentos que permitieron un uso más eficiente de las capturas en la caza).
El socialismo del siglo XXI no puede repetir una promesa de bienestar futuro a cambio de todos los sacrificios hoy. Cada vez que se alcanza un logro, un niño que sana o aprende, una persona que accede a un trabajo digno, una persona mayor que puede vivir en libertad porque tiene cubiertas las necesidades mínimas, una mujer que recupera su cuerpo, ahí estamos construyendo felicidad y alegría y, por tanto, estamos accediendo al socialismo del siglo XXI. «Militar» en una organización no puede ser una cosa impuesta, oscura, teñida de dolor y entrega mártir.
Hacer trabajo colectivo es un sacrificio pero también es la satisfacción de la tarea bien hecha. Interesarnos por los demás, tener com-pasión, dar amor no puede ser algo obligatorio, pero sí debe ser algo que todos sepamos que nos hace más humanos (de la misma manera que el individualismo nos deshumaniza). La alegría no es acumular bienes (¿para qué querríamos riquezas materiales en una isla?) sino acumular respeto, autoridad, amigos, satisfacción de la tarea bien hecha. El capitalismo acumula riquezas materiales; el socialismo del siglo XXI acumula pueblos contentos y alegres. No existe un socialismo científico opuesto a un socialismo utópico. La utopía es concreta, nace de hoy, sueña sueños con los pies en el suelo. Pero sueña.
Por eso, este socialismo incorpora las artes a sus formas de protesta. Sabe que la música, el teatro, la literatura, la pintura, las expresiones populares (aquellas en las que caben y se pueden ver representados todos) son formas de construir la alternativa. La risa es revolucionaria, de la misma manera que el llanto formará parte de esa lucha. Pero el llanto viene, no debe buscarse, mientras que la alegría y la risa son objetivos políticos. La condición gris del capitalismo, de la guerra, de la depredación de la naturaleza, del hambre, de la explotación del hombre por el hombre debe contrastar con la explosión de vida mejor que promete el socialismo.
No hay sacrificio ahora para una supuesta felicidad luego. Pero no hay que confundir este contrato social de alegría con el necesario esfuerzo que todo logro reclama. Para ver de más lejos hay que hacer el esfuerzo de subirse al árbol. Pero debe entenderse que cada vez que el socialismo recurra a la fuerza es porque habrá fracasado a la hora de encontrar los métodos que le son propios: los de la vida, los de la alegría. Un socialismo alegre, amable, respetuoso, será alegría, amabilidad y respeto. Todo lo que no puede ser un sistema basado en la lucha de todos contra todos.
5. El socialismo del siglo XXI apuesta por la educación como objetivo esencial
Mercedes Pardo. Luna azul, 1991
Los pueblos cultos tienen más probabilidades de ser pueblos libres. Subdesarrollo e incultura vienen de la mano. La educación de los niños y, dando un paso más, la educación permanente de los adultos, es una herramienta para los pueblos que debe ser cuidada pues constituye su principal caudal de inteligencia y libertad. En esta dirección, un nuevo socialismo tiene que plantearse una tarea principal que ya fue abordada, en su vertiente, por el socialismo del siglo XX: la alfabetización.
Ahora bien, si en el siglo XX la alfabetización tenía que ver con leer y escribir, hoy debe incorporar también aprender a ver a los medios de comunicación y a entender el mundo de la informática. Alfabetizar en los medios forma parte de las tareas esenciales para crear ciudadanía «armada» frente al «terrorismo informativo». La existencia de pueblos aún analfabetos no debe ser obstáculo para incorporarse a esta posibilidad.
El fuego tardó en socializarse 300.000 años. El bronce, apenas 20.000. Compartir los avances humanos en tecnología, medicina, ciencia, conocimiento es una señal de hominización. Los nuevos avances corresponden a la humanidad, pues son inventos sociales. Restringirlos a quienes pueden pagarlos los convierten en privilegio y los aísla de la sociedad en donde nacieron. Cualquier inventor siempre necesitó a alguien que esa noche le permitiera comer su cena. ¿Por qué dejar a esa persona fuera de los avances tecnológicos?
En la misma dirección, hay que reconstruir una cultura alejada de la «cultura» del espectáculo cuyo único fin es la mercantilización y el debilitamiento de valores solidarios fuertes. La cultura del ocio ha devenido en mera distracción. Y si distraerse forma parte de la sal de la vida, transformarlo todo en distracción es una trampa para crear pueblos distraídos. Los medios, puestos al servicio de la mercantilización del ocio y de los intereses privilegiados, son «armas de distracción masiva» contrarios al socialismo del siglo XXI.
La apuesta tecnológica, obligatoria en un socialismo avanzado, debiera incorporar por tanto fórmulas de software libre que hagan accesible a todo el mundo los avances tecnológicos, así como la libre disposición de la cultura por parte de todos aquellos que quieran disfrutar de ella.
Las patentes suponen constantes frenos a un saber que, por definición, es popular, es de construcción social, sólo puede existir cuando existen comunidades. Patentar los logros colectivos es reducir a la sociedad a un apéndice de las empresas. El mayor beneficio de quienes aporten algo a la sociedad es el reconocimiento de los suyos. La mercantilización del reconocimiento es transformar al ser humano en mercancía. Hay «retornos sociales» que no pueden simplificarse como «retornos económicos». En la misma dirección, las medicinas genéricas son un bien de la humanidad que no pueden restringirse por los intereses lucrativos de las grandes farmacéuticas.
6. El socialismo del siglo XXI es profundamente respetuoso con la naturaleza
El capitalismo separó a los científicos de la naturaleza. Hasta el siglo XX, después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki en 1945, los científicos no fueron conscientes de que había una responsabilidad en lo que investigaban, no entendieron que no era cierto que ellos dejaban su responsabilidad cuando abandonaban el laboratorio.
La ciencia, que fue el corazón del movimiento ilustrado a partir del siglo XVII, prometió una emancipación que luego fue hurtada cuando se desligó del respeto a la naturaleza. El capitalismo hizo de la ciencia una mercancía más al servicio del capital (a la larga, la más importante) y destrozó la naturaleza. El medio ambiente no era algo con lo que convivir, sino algo a dominar y someter. El capitalismo siempre se ha ajustado por la parte más débil, que siempre era la parte que menos se quejaba. Naturaleza, niños, mujeres, pueblos más débiles, inmigrantes, esclavos son los que han garantizado que los poderosos vivieran cómodamente sin esfuerzo.
Pero hoy la naturaleza ha empezado a quejarse. El primer mundo ha agotado las reservas naturales, la biodiversidad, y ha puesto sus ojos en los países del tercer mundo que aún mantienen esa reserva de naturaleza. Pero sólo hay un planeta tierra sobre el que todos tenemos una responsabilidad de supervivencia. El principio precaución es obligatorio: si no se sabe el efecto de alguna novedad, que no se use.
Los transgénicos son verdaderas armas de destrucción masiva. Multinacionales como Monsanto encarcelan a los campesinos a las semillas que la multinacional vende en cada cosecha (sólo sirven para una vez), contaminan a las semillas naturales, necesita pesticidas y fertilizantes enemigos de lo natural y de altísimo coste. La naturaleza ha empezado a quejarse y tenemos que escuchar su grito. El mero productivismo en el que pensó el socialismo en los siglos XIX y XX ya no es válido.
En profunda relación con el cuidado de la naturaleza está la reforma agraria que desde hace decenios se reclama. Una reforma agraria que garantice la alimentación de los pueblos y que revierta la transformación mercantil de ese derecho humano que es la posibilidad de alimentarse. Las grandes empresas de alimentación esquilman la tierra, agotan los caladeros, desertizan, hacen a los campesinos dependientes y, por encima de todo, condenan al hambre.
Nunca como hoy fue tan posible alimentar al mundo entero, y nunca esa posibilidad se ha visto tan férreamente negada por los intereses de las transnacionales enquistados en la política institucional. La reforma agraria, que termine con la agroindustria de las multinacionales, es uno de los principales retos del socialismo en el siglo XXI, pues es la garantía de que la supervivencia de los individuos y de la especie sea una realidad hoy puesta en peligro por la mercantilización de los alimentos, el uso de transgénicos y pesticidas, así como la utilización del hambre como un arma de guerra por los países ricos o por grupos poderosos. Y en profunda relación con esto, el agua debe ser declarada un bien público universal al margen de su mercantilización, derroche o uso ineficiente. La prevención de la escasez del agua con que amenaza el siglo XXI formará parte de la mayor inteligencia humana del socialismo que viene.
Por último, frente al principio neoliberal de la liberalización de fronteras, que parte del supuesto de que los países deben especializarse en la exportación, un principio de prudencia ecológica nos invita a consumir productos de la zona en donde uno vive.
Una inteligencia «endógena» para un socialismo productivo pero no productivista. Resulta profundamente absurdo, como está ocurriendo en Europa, que se consuman productos supuestamente ecológicos que se desplazan miles de kilómetros del lugar de producción para ser consumidos en otros países bajo el supuesto del respeto a la naturaleza.
7. El socialismo del siglo XXI es profundamente femenino, consciente del mal uso o del uso insuficiente del caudal de las mujeres cometido durante toda la historia
Mercedes Pardo. Escritura Cantabile, 1990
La madre tierra, la que renueva el ciclo de la naturaleza, la que trae la vida constantemente, ha tenido en las mujeres su más hermosa metáfora y su más castigado grupo. Las mujeres, desde tiempo inmemorial, han visto su trabajo denigrado, su tarea minusvalorada, su esfuerzo rechazado, su cuerpo ultrajado. Trabajan a menudo el doble, en casa y fuera, siguen sufriendo la brutalidad de los hombres, la mayor carga de la familia, el abuso de su integridad física, menores sueldos, sometimiento sexual por parte de los hombres, ausencia de libertad para estudiar, para investigar, para crecer, para ser dueñas de su cuerpo.
Son «la mitad del cielo», más de la mitad de la humanidad, pero su trabajo es desperdiciado porque los hombres (y también las propias mujeres), educados en un patriarcado egoísta se empeñan en mantener el privilegio que tienen sobre ellas. Ninguna sociedad libre puede sostenerse sobre el desprecio a la mitad de su ciudadanía; ninguna sociedad libre puede permitirse el lujo de infrautilizar a la mitad de su gente, a la mitad de su inteligencia y su coraje. Y por que los anteriores siglos han sido siglos de los hombres, es de justicia, como compensación que abra vías inéditas.
En otras palabras, que el siglo XXI sea el siglo de las mujeres. De ahí que sea una obligación que todas las listas electorales a cargos públicos (tanto internos como externos) incorporen la alternancia hombre-mujer, de manera que se vayan disminuyendo las distancias y se puedan suprimir las dificultades. El fin último de ese tipo de cuotas es desaparecer, algo que se logrará cuando la igualdad hombre-mujer sea una realidad que limite el acceso a un cargo a la mera capacidad. Pero en tanto en cuanto las estructuras sociales sigan primando a los hombres, las cuotas son un elemento de justicia cuya inexistencia niega la condición igualitaria que incorpora el socialismo.
8. El socialismo del siglo XXI no tiene una alternativa total práctica al capitalismo de los siglos anteriores, si bien ha desarrollado a ciencia cierta un conocimiento claro y desarrollado de qué es lo que no le gusta
La apuesta central del socialismo es la sociedad en su integridad, la posibilidad de que sus miembros puedan desarrollarse en libertad hacia cotas más altas de humanidad. El socialismo, desde su perspectiva histórica, siempre ha apostado por la emancipación de los menos favorecidos, contando en esta lucha a menudo con el compromiso de aquellas y aquellos que, aún no perteneciendo a los sectores más desfavorecidos, no quieren formar parte de una sociedad que los convierte, aún involuntariamente, en verdugos de los que financian con su trabajo y sometimiento su bienestar.
El comunitarismo de Platón en «La república», el sermón de la montaña de Jesucristo, el levantamiento de los esclavos dirigido por Espartaco contra Roma; la oposición a las Cruzadas, los movimientos campesinos del siglo XVI, la resistencia indígena contra la conquista española y portuguesa, la Revolución Francesa, la independencia de América, el levantamiento de los negros en Curaçao, las revoluciones en Europa en 1830 y 1848, la Comuna de París, la revolución rusa, la derrota del nazismo, la revolución cubana y sandinista, el levantamiento zapatista, el movimiento por otra globalización, la defensa popular de la V República en Venezuela, las revueltas indígenas en defensa de sus derechos y sus bienes naturales en Bolivia, Ecuador o Perú… son todos hitos que comparten un mismo principio: la resistencia frente a la dominación de la mayoría por parte de unos pocos.
Hoy aún no sabemos cómo es de manera absoluta el socialismo del siglo XXI (se está creando según se está pensando y actuando), pero sabemos cómo no queremos que sea. El capitalismo es culpable, desde el siglo XV, de las mayores atrocidades que ha cometido el ser humano. El capitalismo es el culpable de las invasiones, de las cruzadas, de la conquista de América, de la esclavitud de África, del colonialismo, de las guerras mundiales, de la condena al hambre de más de la mitad de la humanidad, de la transformación del medio ambiente en una mercancía. ¿Cómo puede ser humano un sistema que condena al hambre, a la miseria, a la enfermedad y a la guerra a más de la mitad de la humanidad? Las fórmulas socialistas no siempre han funcionado, aunque también sabemos que el capitalismo nunca las ha dejado funcionar.
Cualquier levantamiento contra el capitalismo, cualquier queja, cualquier alternativa, sean los esclavos, los campesinos, los indios, los negros del Caribe con el influjo de la revolución Francesa, la Comuna de París, la revolución rusa, la resistencia contra los nazis o los miles de levantamientos populares anónimos siempre han sido aplastados y masacrados. Por eso hay que recuperar esa historia de resistencia, esa historia que siempre se ha pretendido ocultar pues sembraba ejemplo para el presente y el futuro. El socialismo del siglo XXI tiene siempre a mano el ejemplo de resistencia, de protesta y de propuesta de los siglos anteriores. El socialismo del siglo XXI tiene muy fresca la memoria.
No sabemos cómo es el socialismo futuro, pero sabemos cómo no debe ser. Por eso, hay un horizonte firme: todo lo que supere al capitalismo, logrando la alternativa hegemonía social, va en la dirección correcta. Por eso, el socialismo del nuevo siglo debe «desbordar» al capitalismo, acentuar su condición contradictoria, acelerarle sus callejones sin salida, usar sus recursos para demostrar su inhumanidad, su ineficiencia, su carácter depredador.
Pero no hay que confundir este desbordamiento con el «cuanto peor mejor» que puso en marcha determinada izquierda en el siglo XX. No se trata de agravar las condiciones de pobreza, miseria, enfermedad o analfabetismo pretendiendo que así llegará antes el socialismo. Las avenidas del nuevo socialismo son grandes alamedas y ya hemos sabido que cuando se usan las mismas armas que el enemigo se termina pareciéndose demasiado a ellos. Se trata, por tanto, de acentuar las limitaciones del capitalismo en aras de que la población entienda que ese sistema es incapaz de construir un mundo sensato.
La propia construcción jurídica de las democracias liberales, usada de manera rigurosa, puede abrir esas brechas (de ahí que los Estados Unidos se opongan a la reforma de Naciones Unidas, al Tribunal Penal Internacional, al Protocolo de Kyoto y a tantos otros acuerdos internacionales). De igual manera, obrar con reciprocidad también rompe con su lógica (como ocurrió en Cancún cuando el G77 exigió a los países ricos lo que los países ricos exigían a los pobres). Es tiempo de experimentación. Por eso, el socialismo del siglo XXI tiene que ser ingenioso, a la par que prudente (no hay modelo y los errores se pagarán).
En muchos países, parece más eficaz usar la ley, sus huecos, sus propias armas para lograr la subversión del sistema que utilizar recursos de violencia que, cuando carecen de cualquier apoyo y comprensión social, se convierten en mero terrorismo incompatible con la condición humanista del socialismo del siglo XXI. Habrá, como se dijo, espacios donde se podrán probar alternativas radicalmente ajenas al capitalismo (y se evaluarán sus resultados), pero habrán otros muchos espacios donde deberán convivir la vieja lógica con la nueva (por ejemplo, en muchos países se está demostrando cómo esas fórmulas mixtas de cooperativismo, mercado y Estado han dado resultados mejores que fórmulas estrictas de intervención estatal en la construcción de vivienda popular).
La condición «experimental» de las nuevas fórmulas es una obligación cuando se carece de modelo alternativo (la solución, como se ha insistido, no puede ser «más de lo mismo»). Pero se debe ser muy cuidadoso para que el avance no se haga sobre el sistema estricto del «ensayo y error» que siempre tendrá damnificados (las autoridades chinas, apoyadas en sus peculiariedades políticas, realiza esa experimentación con ciudades enteras, obteniendo una rica experiencia pero sacrificando a aquellas personas que, habiendo servido de conejillos de indias, han probado metodologías alternativas que no funcionan).
En tanto en cuanto se vayan visualizando las nuevas vías, el socialismo del siglo XXI debe garantizar los elementos mínimos para que las actuales generaciones no vean sacrificada su posibilidad de una vida digna. Para ello, los poderes públicos deben hacer un gran esfuerzo para garantizar un puesto de trabajo digno para todos (el desempleo es contrario a la idea de socialismo e, incluso, de humanidad) o fórmulas de renta básica garantizadas para todos los ciudadanos (incluidas las mujeres que realizan un enorme trabajo no remunerado como es el doméstico). El socialismo del siglo XXI empieza a pensarse desde unos mínimos que son el suelo desde el que empezar a pensar el nuevo sistema.
En tanto en cuanto los mínimos de educación, sanidad, vivienda, vestido, agua potable, luz, cultura no estén cubiertos, no se puede hablar de una sociedad que merezca tal nombre. Y para garantizar estos aspectos, es indispensable una institucionalidad que ejecute y fiscalice en relación con el movimiento social. Una nueva dialéctica es urgente. Tan falso como la «mano invisible» del mercado es una «mano invisible» de los movimientos sociales. En el frontispicio del socialismo del siglo XXI esté la satisfacción de estos bienes que serán considerados bienes públicos y cuya satisfacción es un compromiso del que debe responder toda la comunidad. Requisitos indispensables serán, para poder impulsar el nuevo socialismo, la recuperación de una capacidad financiera, de ahorro y préstamo, públicos, de la misma manera que debe ponerse freno al movimiento especulativo de capitales en forma de un gravamen al capital no rentable que se impondrá necesariamente de manera global (como medida para impedir las fugas de capitales productivos).
Dentro de este esquema, las formas de planificación deben ser repensadas, de manera que el flujo de información sea más continuo y eficiente. El intercambio social va más allá del intercambio de productos y aún más lejos del intercambio de mercancías (productos creados para el mercado capitalista). El mercado puede encargarse de suministrar bienes que no sean de interés general (estos últimos deberán suministrarse de manera pública, aunque no necesariamente de manera estatal), encargándose diferentes formas de contraloría (tanto popular como administrativa) de garantizar el correcto suministro de los bienes.
9. El socialismo del siglo XXI es violentamente pacífico
John Dunn enseñó que no había que preguntar por quién doblan las campanas, pues siempre doblan por uno mismo. Cada muerte violenta siempre es una muesca en la tablilla de la humanidad del mundo. En esa dirección, el socialismo es pacífico porque la violencia va contra el sentido de la vida (tanto en las relaciones internacionales como en el orden interno).
La violencia, un elemento pensado y usado tradicionalmente desde la izquierda en oposición a la violencia concreta o estructural del Estado, debe ser replanteado tanto en su condición ética como en su utilidad o inutilidad histórica. Es más propio vencer convenciendo, construyendo hegemonía (Gramsci), utilizando herramientas más humanas que desbordan a la violencia de los poderosos (Gandhi). Es más propia del socialismo en el siglo XXI la desobediencia civil que la lucha armada. Un análisis riguroso de los conflictos bélicos durante los últimos dos siglos demuestra que, salvo excepciones en donde la población legitima esa resistencia de manera amplia, el recurso a las armas genera una espiral que no construye sino odio y más violencia.
De partida, el socialismo del siglo XXI apuesta por la paz y entrega la responsabilidad de la solución de conflictos a los organismo de unas Naciones Unidas reestructuradas. Pero al tiempo, su condición pacífica debe ser eficaz para salvaguardar su modelo de vida. La violencia es un recurso último, pero, en ocasiones, también un recurso. La experiencia del siglo XX ha demostrado que la fuerza siempre es la última razón del capitalismo en crisis.
Frente a esta terrible experiencia, conviene sacar conclusiones. La lucha contra la opresión española en el siglo XIX, contra las invasiones norteamericanas durante el siglo XX, la resistencia al nazismo, la guerra contra el franquismo en España… en definitiva, la contención de la violencia de los poderosos es legítima. «Prefiero la violencia a la indiferencia» dijo Gandhi. Nos repugna el uso de la fuerza, pero nos repugna aún más que una minoría con acceso a la fuerza robe la felicidad a los demás. La democracia debe defenderse y, aún más, debe dejar claro, como fórmula preventiva, que tiene la posibilidad de defenderse. Por eso es violentamente pacífica. Nadie puede tener la posibilidad de abusar de los pueblos pacíficos. Por eso se arman también las democracias.
Pero todo conflicto, toda guerra, toda agresión, sea ofensiva o defensiva, es un fracaso del socialismo del siglo XXI. Al igual que la buena medicina debe ser preventiva, la mejor violencia es la que nunca se usa. Por eso, es importante todo el esfuerzo que se haga para prevenir conflictos, así como para reconstruir la Organización de Unidas como una organización capaz de luchar y de usar la violencia en nombre de la paz y de la democracia.
Para eso, es necesaria la reforma integral de la ONU, el replanteamiento de la carrera armamentista (verdadera responsable del auge de las guerras), del negocio de la guerra y de la existencia de supuestos gendarmes mundiales que actúan como bomberos pirómanos. Como criterio general, la mejor arma es la que no existe, la mejor de las que existen, la que no se usa, y la mejor de las que se usan, la que limita al máximo el daño para conseguir el único fin que las legitima: la defensa frente a los que quieren asentar su privilegio sobre los hombros de los demás.
10. El socialismo del siglo XXI debe reconstruir y reinventar las fronteras territoriales, políticas y culturales, propugnando a su vez un nuevo orden internacional
Mercedes Pardo. La vigilia, 1190
La globalización neoliberal es la utopía del capitalismo. Un mundo sin fronteras, una jungla sin reglas para beneficio del más fuerte. La gran mentira del capitalismo es decir que todo puede expresarse en forma de mercancías y que el mercado es capaz, autorregulándose, de organizar la sociedad mundial. El capitalismo neoliberal -como cualquier variante del capitalismo- necesita abolir las fronteras, las leyes laborales, la propiedad comunal, cualquier cosa que ponga freno a su deseo de individualizar, de transformar el mundo y todo lo que lo habita en meras mercancías que puedan venderse y comprarse en el mercado. Pero la ineficiencia y la desigualdad que construye el mercado autorregulado es proverbial. El resultado son profundas desigualdades.
Como dijo Rousseau, ninguna democracia existe cuando un ser humano es lo suficientemente pobre como para venderse o suficientemente rico como para comprar a otro hombre. El capitalismo sin fronteras es el territorio ideal de los asaltadores de caminos, de bancos, de personas y naturaleza. Roban aquí y allá y huyen sin moverse de sus sillones.
Las fronteras del Estado nacional han sido superadas por el desarrollo tecnológico, la complejidad social y la globalización. El Estado nacional ha sido sobrepasado en no pocos aspectos por abajo y por arriba. De ese Estado nacional hay que mantener cosas, expulsar otra e ir más allá en otras. Proclamar el fin del Estado es una novedosa mentira del capitalismo cuando el Estado, convertido en Estado social y democrático de derecho, suponía un freno para la expansión del capital y el aumento del beneficio.
El Estado ha sido sobrepasado por abajo porque los ámbitos locales pueden desarrollar mejor determinadas tareas al estar más cerca de la gente. En la globalización, cuando las decisiones se alejan de la ciudadanía, hay que recuperar en todo su rigor el principio de subsidiariedad: lo que pueda hacer el nivel inferior que no lo haga el superior, garantizándose siempre que, cuando el nivel inferior no pueda cubrir al gún aspecto, siempre estará atento el nivel superior para cubrir su satisfacción.
En aspectos de gran relevancia, a menudo abandonados por la izquierda, el ámbito local es esencial, por ejemplo en la lucha contra el narcotráfico o la corrupción. Ese en ese nivel de cercanía donde resulta más eficiente combatir las redes de corrupción que afectan a los propios cuerpos del Estado (funcionarios, policías, políticos), ya que el grado de información es mucho más alto. E igual ocurre con la planificación de la educación, de la sanidad e, incluso, del empleo.
Por arriba, la superación del Estado tiene que ver con determinados asuntos que ya no pueden solventarse en el breve espacio de un Estado. Pero ahí coincide el desarrollo político con los deseos de los capitales internacionales. La teoría de las ventajas comparativas neoclásica dejaba de lado muchas cosas, principalmente las necesidades internas de los pueblos. Producir sólo para exportar no desemboca necesariamente en un mayor bienestar nacional.
Crea élites exportadoras que condenan a los pueblos al hambre y al atraso. Por eso, hay que reconstruir las fronteras del siglo XXI, que necesariamente van a ser regionales. Esas nuevas fronteras deben ir por encima de las tradicionales fronteras políticas. Europa vio facilitada esa tarea debido a una terrible guerra que asoló el continente. En otros sitios hace falta un ejercicio de humildad para entender la necesidad de rebajar el nacionalismo al tiempo que se ensalza y respeta la nación. Se está más cerca de los que trabajan por la emancipación en otro país que los que los nacionales que luchan contra ella. Por eso hacen falta conexiones supranacionales y liderazgos supranacionales compartidos.
Para ello, hay que reconstruir nuevas identidades que integren más acá y más allá de lo que englobaban los estados nacionales. La construcción de los Estados homogeneizó, sometió a pueblos, razas, lenguas y los obligó a una única identidad. Y los Estados nacionales sobrevivieron alimentando las diferencias con los Estados más cercanos. El socialismo del siglo XXI debe superar esas diferencias basadas en intereses de particulares y encontrar los elementos comunes de zonas geográficas. Debe prestar especial atención a lo que puede sumar cuando sumar emancipe, y debe prestar atención a las diferencias cuando igualar descaracterice.
La construcción de esas nuevas identidades debe hacerse de manera participada y para ello es de gran relevancia la posibilidad de armar una «opinión pública regional», algo más sencillo cuando se comparte el mismo idioma. En esta dirección, deben ir pensándose la creación de redes regionales que compartan objetivos, de la misma manera que América Latina debiera ir construyendo formas de encuentro entre partidos que puedan representar esa nueva opinión pública regional (partidos políticos que pertenezcan a una misma línea ideológica pero que operan en diferentes estados). La posibilidad de crear una opinión pública regional pasa por crear medios de comunicación regionales.
Las nuevas fronteras deben protegerse de los ataques de los que, en nombre del libre comercio, amenazan a la industria, el campo o los servicios nacionales. No se trata de construir ninguna forma de autarquía, sino de entender, frente a la gran mentira de la apertura de fronteras (algo que nunca han hecho los países ricos), que determinadas formas de protección interna son una garantía de bienestar.
Dentro de esa reconstrucción de las fronteras políticas, la democracia local es uno de los elementos sociales, donde debe reinventarse una nueva alianza entre formas representativas y formas de democracia participativa (los presupuestos participativos son un fórmula avanzada en esa dirección). En sociedades complejas (sociedades donde cada persona es un mundo que merece ser reconocido como tal) las respuestas de la administración no pueden ser «simplificadoras».
El socialismo del siglo XXI da respuestas complejizadoras a problemas complejos, lejos del «síndrome del príncipe de la cenicienta» (aquél príncipe caprichoso que quiere calzar a todas las ciudadanas del reino la zapatilla de cristal que a él le gusta). Simplificar significa en este caso ignorar que cada persona tiene una horma particular. Complejizar -lo que también «complica», dificulta, la tarea política- es entender que no puede meterse a toda la población en el mismo saco, por mucho que ese facilite la tarea a los responsables políticos.
De la misma manera, es obligatorio terminar con esos lugares «sin fronteras» que condenan a tantos países a la pobreza: los paraísos fiscales y las empresas transnacionales. Al tiempo que se postula desde el neoliberalismo un mundo sin fronteras, se crean reinos feudales protegidos por nuevos castillos y enormes fosos -los entramados jurídicos-financieros- cuya entrada está vedada a los pueblos. Al igual que los derechos humanos dejaron de ser considerados como «asuntos particulares» de los Estados, los asuntos financieros, que condenan a la pobreza a continentes enteros, deben dejar de ser asuntos propios de las empresas, organismos internacionales o Estados que reclaman su dominio para mantener su privilegio.
11. El socialismo del siglo XXI tiene que poner en marcha la reconceptualización de la riqueza y la pobreza, creando para ello un Tribunal Internacional que siente las bases teóricas, políticas y morales para enfrentar el problema.
El nuevo orden internacional condena a la miseria a tres cuartas partes del planeta. Hacen falta tribunales internacionales que expliquen cómo la existencia de países pobres está íntimamente ligada a la existencia de países empobrecedores (a la manera del Tribunal Russell que investigó los crímenes de la guerra de Vietnam). Estos tribunales deben evaluar, con todas las partes, el costo del colonialismo, de las invasiones, del robo de materias primas, de la esclavitud, del comercio desigual, de la exportación de desechos tóxicos, del fomento de guerras y dictaduras. Con urgencia debe enfrentarse el tema de la deuda externa y de la deuda ecológica.
Sin un replanteamiento de esa desigualdad histórica que aún hoy sigue lastrando en forma de deuda social el posible avance de los países empobrecidos es imposible pensar formas de socialismo para el siglo XXI. El pago de la varias veces pagada, «inmoral y odiosa» deuda externa evita sembrar las bases, el sustento mínimo de suministro de bienes básicos sobre los que sustentar la puesta en marcha del nuevo socialismo. La pobreza y la miseria que ha creado y crea la deuda la hacen rea de un delito continuado de genocidio.
12. El socialismo del siglo XXI tiene que reconstruir la idea de los derechos humanos sobre la base del respeto a todas las culturas
Occidente ha sido siempre una fuerza colonial imposibilitada, desde su razón moderna, para comprenderse, humildemente, como sólo una parte de la verdad. La forma de pensar de Occidente (la modernidad) le ha llevado a que, incluso cuando ha propuesto valores de carácter universal, haya impuesto directa o indirectamente sus valores propios (a partir del siglo XVIII, contaminados, además, de capitalismo voraz y estatismo homogeneizador). Los derechos humanos no son los derechos individuales del liberalismo que terminan, en nombre de una buena causa, siendo otro instrumento de opresión de unos países sobre otros o de unas ideologías sobre otras. Los derechos humanos deben reconstruirse como un diálogo entre los diferentes pueblos y culturas, entre las diferentes opciones políticas y las diferentes religiones.
Frente a propuestas de choque de civilizaciones, basadas en la supuesta incompatibilidad de valores y derechos humanos, el socialismo del siglo XXI debe hacer un esfuerzo en la línea del diálogo de civilizaciones, que reconozca la interculturalidad y la más eficaz construcción de la emancipación desde diferentes perspectivas que comparten, pese a los distintos presupuestos, un compromiso con una globalización alternativa. Frente a la mercantilización del mundo de vida puesto en marcha por la globalización neoliberal, existe una rica variedad de respuestas (provenientes de culturas indígenas, religiones, sensibilidades sexuales) que deben sumarse para recuperar ese espacio humano hurtado por la mercantilización neoliberal.
Esos nuevos derechos humanos deben tener como orientación compartida la recuperación de un aspecto dejado de lado por la concepción liberal occidental de los derechos humanos: el derecho a la propia alimentación. El derecho a la vida se conculca de manera aberrante cuando tres cuartas partes de la humanidad no pueden alimentarse. De poco sirve el reconocimiento formal de la libertad cuando esa libertad no puede ejercerse porque faltan el alimento y la instrucción necesarios para construir una vida digna. De igual manera, el libre acceso a los medicamentos necesarios debe formar parte de una concepción de los derechos humanos que sea defendida por la ONU, completada con el acceso a la cultura.
13. El socialismo del siglo XXI necesita articular sus propios medios de comunicación, orientados por los valores que deben sostenerlo
Jorge Contreras, Sin título
Las alternativas durante el último tercio del siglo XX han sido, básicamente, o la indiferencia o la militancia total. La derrota de, prácticamente, todos los intentos de transformación radical del capitalismo y la democracia representativa, así como el férreo control de la creación de hegemonía, ha polarizado a las sociedades entre amplias masas conformistas y pequeños núcleos concienciados a los que les corresponde la carga total del discurso y la práctica transformadoras.
Esto, a menudo, lleva a que esas minorías que sostienen todo el peso de la propuesta emancipadora terminen sin fuerzas, ingresando finalmente en las filas del desánimo o construyendo pequeñas islas donde escaparse de la hegemonía neoliberal. La emancipación, o se sostiene por amplios sectores de la población o se convierte en una tarea «ciclópea» sólo asumible por gigantes que pueden terminar perdiendo su condición humana y, por tanto, sencilla.
Desde los años treinta del siglo XX, los medios de publicidad de masas (inicialmente la radio) se convirtieron en elementos esenciales tanto de propuestas reaccionarios (el nazismo fue experto en su uso) como de propuestas con rasgos emancipadores (los inicios del New Deal de Roosevelt tuvieron como principal vocero las «charlas al calor de la lumbre» que dictaba semanalmente el Presidente). En los años 60 y 70, los medios se pusieron de manera general al servicio del sostenimiento de la sociedad capitalista y su necesidad constante de incrementar la demanda. La publicidad, como artífice de la sociedad de consumo, así como el resto de producciones audiovisuales (sin olvidar los noticieros), han ayudado sobremanera a construir un mundo individualista, centrado en la distracción, consumista, conformista y desarmado intelectualmente para enfrentar el esfuerzo de la transformación. El silencio por parte de los medios de los estragos causados por el capitalismo, así como el ocultamiento de las protestas frente al mismo debilitan el nacimiento de otras resistencias. Nunca ha sido más cierto el aserto del líder nazi Goebbels de que una mentira repetida mil veces termina siendo vista como una verdad.
Sólo con espejos del nuevo socialismo se podrán reflejar los nuevos valores, que deberán ser sostenidos por el conjunto de la sociedad y no por una minoría consciente (aunque, mientras tanto, le corresponda a esa minoría trabajar de más para extender esos valores). Sólo con medios de comunicación ajenos a los grandes entramados empresariales-financieros-políticos puede explicarse, proponerse, defenderse el nuevo socialismo. Sólo con medios que compartan los nuevos valores puede educarse a la ciudadanía en la defensa colectiva del nuevo socialismo. La información no puede consistir en el consumo pasivo de mensajes e imágenes provenientes de un único proveedor. Es un diálogo de ida y vuelta donde deben incrementarse los emisores de la misma manera que son plurales los receptores.
Los medios alternativos, locales, descentralizados y el libre acceso son requisitos para que el nuevo socialismo no caiga en el adoctrinamiento dirigido por una élite. También serán necesarias referencias colectivas que construyan el grupo amplio que, a día de hoy, se identifican en los Estados nacionales. Sólo una relación dialéctica entre lo local, lo nacional y lo global puede construir ciudadanía que no caiga en la fragmentación y que evite también el error común de la homogeneización y la negación de las identidades. La propia experiencia que se vaya articulando marcará las estrategias adecuadas para lograr unidad y diversidad, para garantizar la deseada emancipación y la necesaria regulación de la vida social.
Y sólo con medios de comunicación ajenos a los intereses particulares podrá, como se apuntó, construirse opiniones públicas regionales (latinoamericanas, africanas, europeas, mediterráneas) que construyan la globalización alternativa y extraigan de las posibilidades de acercar el tiempo y el espacio elementos para ahondar en la emancipación.
15. El socialismo del siglo XXI sabe que a mayor participación popular, menor poder particular
La democracia representativa ha construido entramados alejados de la ciudadanía. La ausencia de formas de democracia directa ha enfriado la democracia hasta convertirla en un procedimiento que termina ignorando su condición de gobierno «por el pueblo» y «para el pueblo». El reforzamiento de la democracia local devuelve a un nivel práctico la gestión de la política, hurtada por el Estado central que es el que hace y deshace en los organismos financieros internacionales. Conforme se aleja el centro de toma de decisiones, más se debilita la democracia.
La mayor información concreta siempre está abajo. La labor de coordinación del Estado, necesaria, tiene que articularse, como se ha dicho, desde el principio de la subsidiariedad, de manera que las instituciones centrales sirvan como garantes (y tengan recursos) para poder cubrir aquellos aspectos que se brinden insuficientemente en el ámbito local (por ejemplo, los bienes de carácter universal).
16. El socialismo del siglo XXI debe conjugar reforma, revolución y rebeldía para construir un mundo más justo
El viejo paradigma del capitalismo neoliberal está en crisis, pero el nuevo paradigma del socialismo aún no ha llegado. Habrá zonas en donde nos situemos con fuerza en la lógica del nuevo paradigma, pero también habrá situaciones en donde nos ubicaremos en la zona de transición. Sólo en la derrota deberá aceptar el socialismo del siglo XXI situarse amablemente en el viejo paradigma. Las formas de la llamada «tercera vía» han formado parte de esa deserción que tuvo como única consecuencia que la izquierda hiciera, desde su legitimidad, el trabajo de ajuste al sistema que nunca hubiera podido hacer la derecha debido a la enorme oposición social que hubiera generado.
Frente a las enormes distancias entre los diferentes grupos de la izquierda, más atentos a lo que les separa y, por tanto, en constante debilidad frente a los sectores privilegiados, el socialismo del siglo XXI debe esforzarse por encontrar aquello que une a los que luchan por la emancipación. Cada grupo debe traducir a los demás grupos en qué consiste su emancipación concreta, debe hacer comprensible a los demás el porqué su estrategia ayuda a mejorar el mundo.
En vez de la crítica y el enfrentamiento entre supuestos intérpretes canónicos de la verdad, hacen falta gentes más humildes dispuestas no a hacerse fuerte en sus diferencias sino cooperativos en lo que se comparte. De esta manera, hay grandes posibilidades de que se den saltos y esos grupos que hacen esa tarea de traducción construyan síntesis que superen tanto el problema como las diferencias que tienen entre ellos. La existencia del Foro Social Mundial, a diferencia de la proliferación de Internacionales Socialistas con sus diferentes credos e identidades, es un ejemplo de reconstrucción del socialismo del siglo XXI.
Pero ni se puede cambiar todo ni es necesario reinventarlo todo. Las sociedades llevan peleando, con mayor o menor fortuna, siglos y siempre existen aspectos que forman parte de sus victorias. Renunciar a ellos es entregar fortalezas que nunca fueron rendidas. Por eso hacen falta dosis de reformismo, de gestión cotidiana de lo ya logrado. El ser humano no puede reinventarse todo todos los días. Un voluntarismo excesivo conduce a la melancolía. Hay cambios sociales que sólo serán posibles en dos o tres generaciones.
Pero gestionar en una suerte de equilibrio total conduce a la cristalización (como enseña la segunda ley de la termodinámica, todos los cuerpos vivos pierden constantemente energía, pero obtienen a cambio información: el cuerpo que no recibe información -de que hace frío, calor, sensación de hambre, sed, peligro- termina muriendo pues no recibe estímulos para renovar la energía que siempre pierde.
La clave de los cuerpos vivos es mantenerse siempre en un equilibrio inestable, en constante interacción con su entorno). Los fuertes valores sociales deben encargarse de que esa gestión de los logros no se revierta, pero hay espacios que no pueden estar en constante lucha. Son logros sociales que deben compartirse y cuidarse, pues pretender cambiarlos constantemente conduce a un gasto de energía muy alto.
Pero el reformismo sin revolución no vale. Revolución es el programa de máximos, el cambio profundo y urgente de aquello que frena la emancipación, el faro que orienta el trabajo diario aun sabiendo que ese cambio no va a llegar de inmediato. Revolución es la utopía máxima, pero necesita anclarse en lo real para que pueda hacerse concreta. Ambos, reforma y revolución, separados durante todo el siglo XX, ahora deben unirse aprovechando la experiencia de los errores de su divorcio durante el siglo que acaba de marcharse.
Pero ambas deben igualmente entender que hay una tercer alma de la izquierda que también deben incorporar: rebeldía, el alma libertaria que siempre genera preguntas incómodas y cuestiona cualquier conformismo. Frente a reforma y revolución, rebeldía es el impulso espontáneo, sin jerarquías, atento a las identidades, irreverente, propio de movimientos sociales que nacen y desaparecen con la misma rapidez una vez cumplida su función. Rebeldía es la pelea perdida por Bakunin frente a Marx, por Rosa Luxemburgo frente a Lenin, por Trotsky o Gramsci frente a Stalin, por Roque Dalton frente al FMLN, por la poesía frente al catecismo.
Es la aportación rescatada por el zapatismo, el mandar obedeciendo, la desconfianza respecto de las estructuras, la apuesta por la asamblea, la participación de todos, el absoluto poder popular, el control social que frene la corrupción (una de las principales lacras de la democracia en el siglo XXI). Rebeldía no es quitar una silla para sentarse otro, sino poner más sillas en la mesa.
Pero rebeldía también tiene que aprender de reforma y de revolución, de la necesidad de estructuras, de partidos y sindicatos, de la necesidad de la gestión de sociedades complejas, de un orden internacional que no puede ahormarse en zapatilla de cristal alguna, de las dificultades de lograr una total politización de toda la ciudadanía todo el tiempo, de la necesidad de técnicos que orienten la realidad, de conjugar intereses globales, de la necesidad de articular el bosque una vez que ya existe quien cuide de cada árbol, de la obligación de contar simultáneamente con formas de democracia representativa y con elecciones, de rescatar aquellos elementos de la democracia liberal que no pueden dejarse como patrimonio de los poderosos porque fueron también los pueblos los que los lograron (los derechos civiles, políticos y sociales, la división de poderes, las libertades individuales y la justicia social).
En definitiva, lejos de vanguardias y doctrinarismos, el socialismo del siglo XXI tendrá que defender las reformas, tendrá que orientarse por la revolución, tendrá que entenderse rebelde. Por eso, insistimos, se armará y desarmará, como un puzzle cambiante, de manera permanente. Sólo así crecerá más allá de los errores y los fracasos del siglo XX, sólo así podrá cierta la promesa de emancipación que sembró el pensamiento ilustrado y que aún no ha sido cumplida.
Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid y fue observador internacional en el referendum revocatorio del 15 de agosto de 2004 en Venezuela.
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