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Fulanos y Menganos de la Historia

Fuentes: Insurgente

«Si en la Historia no hubiese más que batallas; si sus únicos actores fueran las personas célebres, ¡cuán pequeña sería…! La Historia está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella, nada es indigno de la narración, así […]

«Si en la Historia no hubiese más que batallas; si sus únicos actores fueran las personas célebres, ¡cuán pequeña sería…! La Historia está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella, nada es indigno de la narración, así como en la Naturaleza no es menos digno el estudio del olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos…»

«Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que casi siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que agitan al mundo con sus riñas o con sus casamientos. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letrero ni cruces ni signo alguno; de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes… Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales, desde César hasta Napoleón, y deseando ahondar en lo pasado, quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas la lenguas tienen un vago nombre y la nuestra llama Fulano y Mengano…»

(El equipaje del rey José. «Episodios Nacionales». Benito Pérez Galdós)

Memorias de Fulanos y Menganos (1)

Doy por inaugurada aquí una serie que tratará, como se puede leer en el título de la misma, sobre fulanos y menganos, con la agravante además de que dejaron testimonio personal de su naturaleza, vía documental, es decir, en libros que llamamos de memorias, que más bien acostumbran a ser de desmemorias, incluso muchas veces de desalmados.

De lo que no va a ser, salvo alguna deshonrosa excepción, la presente serie es de fulanas y de menganas. Y esto, porque a pesar de ser mucho más interesantes, son raras las (Auto-bio-) grafías en este otro sentido. En cuanto al principal del término, el de fulano, mengano, zutano, perengano y robiñano en su vertiente femenina de fulanas, merengadas, zutanas, perenganas y robiñanas es también raro y ralo el material existente, o al menos conocido. En resumidas cuentas, el menor peso de la mujer en la historia o también el desvío prostibular de su destino semántico no han favorecido la irrupción del género. Anuncio, ya, que la siguiente entrega, a pesar de las dificultades expresadas, va a tratar de una fulana, la bella Otero para más señas, pero me temo que sus memorias son apócrifas y perpetradas por un escribidor con aire de facineroso llamado Ramón Chao.

Se hace necesaria alguna acotación más del término fulano y mengano, dada su patente vaguedad tal como reseñaba el maestro Galdós. De momento, no engaño a nadie adelantando que esa vaguedad va a ser explotada a conciencia. Con alguna de las provocaciones ya apuntadas y con otras más. Y ello porque la historia, siguiendo las enseñanzas de Pérez Galdós, acaba rebajando las celebridades del momento y permite acabar tratando como fulanos, es decir como anónimos, a personajes que gozaron de las cumbres y hasta de cierta fama. Por otra parte, y con esto concluyo este prólogo, se puede rescatar a gente valiosa que el tiempo ha defenestrado, o más bien, las sucesivas generaciones. Que no todo ha de ser negativo. Eso sí, habrá sorpresas y de alguna que otra figura egregia, más afortunada con el devenir, haremos el esfuerzo -cada vez lo ponen más difícil- de recordar su perfil fulano. Aviso.


El alcalde de Roa, Don Gregorio González Arranz (1788-1840)
Foto portada del libro

Es éste, como veis, un muy curioso libro harto complicado de encontrar, editado en 1935 por Espasa-Calpe, sin reediciones desde entonces. Para quienes tengáis interés os barajo dos opciones: o bien, pasarse por alguna buena librería de viejo de las que todavía quedan (consultar por Internet posibles restos, no por debajo de los 36 €); o bien, visitar la misma Roa, donde sacaron una edición facsímil a precio más asequible. Con la diferencia se puede uno subvencionar el viaje o comprarse (y, por supuesto, beberse) algunos riberas, justo en la villa que es sede del consejo de su denominación. Si malamente se decía de antiguo que la letra con sangre entra, los libros que tienen muchas, con vino mejor.

Ya sin más preámbulos entramos en materia. Tratan las memorias de un personaje rural que hoy día por su ubicación nos parece de tercera o cuarta división, pero en los infaustos años del primer tercio del 19 que le tocó vivir, Roa era una importante y rica cabecera comarcal entre Aranda de Duero y la provincia de Valladolid, y como alcalde de la misma se vio salpicado por algunos de los más horrendos crímenes del reinado de Fernando VII. Colaboró, por ejemplo, en el vil ajusticiamiento del Empecinado. Lo que le dio triste fama, que sin desprenderle del anonimato, le convirtió en el más notorio de los regidores de Roa hasta el día de hoy. La llamada década ominosa que precedió a la muerte del funesto monarca y la guerra carlista posterior añadieron más leña al fuego.

La forma en cómo estas memorias fueron recuperadas es bien azarosa. En principio, se trataba de un manuscrito de 700 cuartillas escritas hacia 1840, tras su exilio en Francia. Su autor no pensó nunca en publicarlas, sino en tratar de lavar su honra con su familia, «poner en claro lo que he pasado y me ha ocurrido». Sus hijos le siguieron a Francia, y, alguno de sus actuales descendientes aún hoy tenía noticia de aquellos papeles, como ¡prodigios de Internet!, he podido constatar. Lo cierto es que un siglo más tarde fueron hallados en Lisboa y regalados a un tal Sebastián Lazo, quien los dio a la imprenta en la fecha reseñada. Gracias a ello, nos permite conocer ese tormentoso periodo desde un punto de vista poco habitual. Por de pronto, involuntariamente se convierte en un magnífico tratado de la política y administración en el ámbito local, da una visión tan prosaica como real sobre las a menudo ocultas caras de la guerra (el factor económico desde la más pedestre concepción), y retrata con fe de notario, bien que a su pesar, las pasiones políticas desmedidas, la génesis contemporánea de la fractura político-social aún hoy no curada y cuantos males sedimentaron el desarrollo del sistema liberal emergente, jamás vencedor de las cargas del Ancien Régime.

Es hora de entrar en algún detalle. El primer mojón histórico en su mocedad fue afrontar la guerra de la Independencia, o de cómo no afrontarla debería decir; puesto que perteneciente a una familia hacendada podía pagar con moneda su falta de patriotismo librándose de mayores menesteres. Esto lo debemos ver con ojos de aquella época. Lo que por otra parte es imposible, pero quiero decir al menos que antes y hasta las guerras del Rif incluidas, como todos sabemos, cabía excusar, poderoso caballero es don dinero, la falta de ardor militar. En cambio, en esta constante de la humanidad, que es la guerra, las cosas sustancialmente no han variado: los pobres o Mambrú que no tenía otra cosa mejor que hacer son la materia prima, la carne de cañón. Los que tienen que velar por sus intereses están mejor en la retaguardia aguardando el botín. Claro que, el botín se lo reparten de momento los profesionales del negocio. En la mitificada guerra de la Independencia ha tiempo que extraje verdadera lección de documentos como el que cito, dirigido por la Regencia del Reino a los generales: «Es indispensable que todos los jefes contrarresten con mano fuerte este frenesí de salirse cada cual de su esfera, que ha llenado ya el ejército de altas graduaciones inútiles y está abrumando al erario con una carga insoportable».

En cuanto a la tropa, como ya insinuaba a propósito de Mambrú, le proporcionaba un medio de vida más sugerente -con algún saqueo humeante – que los medios ordinarios de un país atrasado y por hacer.

No obstante, siguiendo su autobiografía, veremos como un hermano del Empecinado lo requisó para la partida y tuvo que correr más la plata. Aquí bien pudo fraguarse el más oprobioso de sus rencores. Debido a esta causa también forjó su primer matrimonio. De los tres que contrajo llama la atención los móviles que expone: redimirse de las armas, atender mejor sus negocios caseros y, en el mejor de los casos, el cuidado de su prole.

Terminada la guerra, Gregorio González inicia su vida política. Que tuvo un primer obstáculo con las primeras elecciones constitucionales tras el giro de 1820. Fue depuesto en su cargo de regidor. Con la vuelta del absolutismo volvió él.

Episodio fundamental por la mala parte que tuvo fue, como señalaba arriba, la ejecución del Empecinado. Él jugó un papel secundario como en todos, pero por su terrible significado y porque, en definitiva, fue su verdugo con presuntuosa jactancia le marcó de por vida. También, frente a un elemental orden jurisdiccional fue sustraído a la Chancillería de Valladolid por la prerrogativa real. De esto aún quedan ejemplos actualísimos y gravísimos. No en balde la justicia sigue administrándose en nombre del Rey.

Y llegamos al famoso pleito de las cuentas del Ayuntamiento de Roa que ocupan un lugar central de su relato, con una farragosidad harto enojosa. Baste decir que de las persecuciones que sufrió, culminadas con la guerra carlista y el destierro, ésta fue la peor. Un proceso lento y tortuoso, al rescoldo de sus enemigos políticos que no pararon hasta devolverle humillación por humillación, con merma sangrante de su patrimonio. Lo mismo que sin dar tanta lujuria de detalles había hecho él con ellos. O eso intuimos. Para el prologuista, Sebastián Lazo (del que os ruego noticia si os es conocido) esta parte es la más completa descripción «de lo que fue la política rural en aquellos tiempos… y de lo que sigue siendo en nuestros días».

Aún tenemos al alcalde de Roa a la sombra de otro ex guerrillero, émulo del Empecinado: el cura Merino. Ambos debieron refugiarse, salvo que don Gregorio González Arranz, voluntario realista de Castilla la Vieja tenía ya la suerte echada. Su sedentaria vida llegada la edad madura se quebró para siempre. En sus fugas y andanzas para salvar el pellejo no conoció el reposo. Aún tuvo algún momento de gloria en el trajín de la guerra como cuando el general carlista Balmaseda incendió su villa, incluida la bella colegiata, y le repuso en sus cargos. Un espejismo entre el fuego. Podría ser éste un libro de aventuras: hizo de correo entre el conde Negri y el pretendiente, viajó por el Norte asediado, visitó la corte de Estella. Se redimió de comodidades pasadas, ¡Mambrú, por fin, fue a la guerra! Pero, no olvidemos que se limita a dar cuenta privada a sus hijos de sus trabajos y penas, dejándola por escrito para una comprensión futura (ciertamente, eran todos aún menores).

Sin proponérselo dejo un testimonio impagable. La Historia que en el anterior siglo abandonó por el camino las mayúsculas, se nutre de estas intrahistorias sin brillo. Las memorias del alcalde de Roa ganan en veracidad, lo que la Historia, que tampoco sé muy bien lo que es, ha perdido en credibilidad.

Si así os lo parece y he tocado vuestra curiosidad me doy por satisfecho. Hace tiempo que no leo enciclopedias y sí la letra apretada de fulanos y menganos. Como ustedes y como yo. ¡Vaya Usted a saber!