Hace unos meses, en uno de esos excesos de optimismo en los que gusta incidir el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la institución aseguraba que las remesas enviadas a sus países de origen por los emigrantes de América Latina y el Caribe eran auténticos «ríos de oro» para la región. Al BID le sobraba legitimidad […]
Hace unos meses, en uno de esos excesos de optimismo en los que gusta incidir el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la institución aseguraba que las remesas enviadas a sus países de origen por los emigrantes de América Latina y el Caribe eran auténticos «ríos de oro» para la región. Al BID le sobraba legitimidad en este ámbito. No en vano, en 1993 creó el Fondo Multilateral de Inversiones (FOMIN), institución pionera y organismo de referencia en este campo. Tampoco le faltaban motivos y argumentos en los que fundamentar tal entusiasmo.
Las dos caras de la moneda
En efecto, según el propio BID, sólo en 2004, los trabajadores latinoamericanos y caribeños residentes en el extranjero enviaron 45.800 millones de dólares a sus países de origen, sin embargo, hay quienes sitúan la cantidad por encima de los 50.000 millones. De cualquier manera, unos y otros sospechan, aunque más bien tienen la certeza, que una vez sumado el dinero que llega por cauces no legales, la cifra es mucho mayor.
En cualquier caso, se trata de un montante espectacular, superior a la suma combinada de la inversión extranjera directa y la cooperación externa. Además, el aumento anual es significativo puesto que en 2003 se enviaron, siempre según el BID, 38.000 millones de dólares. La progresión continúa con una tendencia que se ha repetido durante las tres últimas décadas. En efecto, según la Conferencia de Naciones Unidas para el Comercio (UNCTAD) el volumen total de las remesas se ha multiplicado por 100 en los últimos 30 años.
Además, las remesas suponen la primera fuente de entrada de divisas para la inmensa mayoría de los países y la segunda en el caso de quienes, como Venezuela o México, están viviendo la bonanza de la subida de los precios del crudo. Haití, el país más pobre de la región, recibió durante 2004 más de 1.000 millones de dólares, cifra que supone un 25 por ciento de su Producto Interior Bruto (PIB). Otros países como México (16.613 millones de dólares), Brasil (5.624) o Colombia (3.857) también representan importantes cifras totales.
Sin embargo, se trata de un flujo moderno, relativamente reciente y tremendamente difícil de contabilizar. Además, no todas las transacciones se realizan por los circuitos legalmente establecidos. En efecto, el BID calcula que cada año se envían desde distintas partes del mundo 150 millones de transacciones individuales a 18 millones de familias de la región. Peor aún: quienes optan por los cauces legales tienen que sufrir las abusivas comisiones del sector. Según el Action Plan publicado por el G-8, entre el 10 y el 15 por ciento de las remesas no llegan a su destino final porque se quedan en manos de las empresas de envío de dinero.
¿Un factor de desarrollo?
Pero lo cierto es que se trata de un fenómeno que no se puede abordar sino desde perspectivas diversas. El Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) llevan años enfrentando sus posiciones a favor y en contra, respectivamente, de las remesas como factor de desarrollo.
No será a través de estas líneas desde donde se defienda al FMI, pero lo cierto es que sus tesis merecen toda la consideración. Sus argumentos, basados en un estudio realizado a partir de las remesas recibidas por 113 países durante 29 años, subrayan que las remesas no son un factor de desarrollo. Más bien al contrario. Según el FMI, el receptor de las remesas no está obligado a invertirlas ni tampoco a realizar esfuerzos para dejar de necesitarlas.
El hecho de que, desde posturas bien diferentes, otros expertos como Salvador Samayoa (miembro del programa del PNUD «Sociedad sin Violencia en El Salvador») hayan apuntado tesis parecidas demuestra que nos encontramos ante un fenómeno que no se puede abordar con perspectivas simplistas. Samayoa aseguraba el pasado mes de agosto en una conferencia en los cursos de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en Santander (España) que las remesas pueden tener, desde el punto de vista social, un «efecto devastador». Y para ello ponía el ejemplo de su país, donde más del 30 por ciento de la población ha emigrado y los 2.000 millones de dólares que entran cada año en concepto de divisas por remesas han hecho poco por el desarrollo. Es más, Samayoa apunta fenómenos perversos como el hecho de que los jóvenes sólo consideran la posibilidad de la emigración, lo que convierte a su país en un lugar de paso en cuyo desarrollo no merece la pena involucrarse. De esta manera, se producen situaciones cuando menos paradójicas como el hecho de que El Salvador tenga que importar mano de obra de Nicaragua para recolectar el café.
Ahora bien, es necesario insistir en que se trata de un fenómeno tremendamente complejo en el que no se puede tener en cuenta sólo uno de las partes.
Siguiendo esta consideración, intelectuales y analistas, el BM pero, sobre todo, el BID proponen las remesas como una fuente esencial para el desarrollo de las comunidades receptoras. De ahí que el BID se haya esforzado en extender la aceptación de sus metas y recomendaciones para las remesas en la región. Metas y recomendaciones basadas en una sistematización de los datos; la reducción de costes; una mejora de la transparencia, la información aportada y de la tecnología aplicada y en multiplicar el impacto sobre el desarrollo local a partir de una implicación de la sociedad civil y las instituciones.
Lo cierto es que la globalización y con ella la inmigración son inexorables. Como lo es también el fenómeno de las remesas. De la aplicación de políticas en la buena dirección depende la posibilidad de que se conviertan en una verdadera herramienta de desarrollo. Por el momento, la comunidad internacional sólo ha buscado su control a partir del 11-s con el objetivo de evitar que se convirtieran en una vía de financiación de terroristas. El interés de la comunidad financiera es más espurio: se trata de aplicar simplemente la ley del máximo beneficio. Parece que algo tendrá que cambiar.